Dirigentes y militantes han incurrido en incalificables excesos, en situaciones muy penosas y en ridículos galopantes.
Casi tres meses de desquiciamiento general es un tiempo suficiente para que buena parte de los dirigentes opositores hayan cometido algún exceso, hayan incurrido en alguna situación vergonzosa o, simplemente, hayan hecho el ridículo.
Algunos de esos episodios no pasan de ser grotescos y esperpénticos. Pongamos como ejemplo a Juan Requesens, metido en una alcantarilla en la autopista Francisco Fajardo, denunciando que un ignoto guardia nacional lo habría arrojado a tan deplorable lugar.
Ni hablar de las andanzas del diputado Carlos Paparoni, experto en protagonizar pseudoacontecimientos que luego se vuelven virales.
Otros de esos momentos de ignominia no provocan risas, bien porque se refieren a hechos que han costado vidas, o bien porque forman parte de una estrategia destinada a propiciar la injerencia extranjera.
Remontándonos a un tiempo que ya parece lejano (debido a la intensidad de los tiempos vividos), tenemos al alcalde David Smolansky pretendiendo convertir un equipo utilizado por cualquier policía antimotines del planeta, un aerosol de gas pimienta, en una peligrosa “arma química”. Cuando se conoce el papel que este joven político desempeña en el escenario venezolano, cuando se sabe qué intereses representa, se comprende que no se trata de una precisión, producto de la ignorancia en la materia, sino de un plan muy bien diseñado para engordar expedientes de un Estado forajido y justificar intervenciones contra la soberanía nacional.
Singularmente graves han sido las actuaciones públicas de algunos líderes con respecto a los adolescentes presentes en las protestas violentas. Los que no han pecado por acción, lo han hecho por omisión. Entre los responsables directos está el gobernador de Miranda, Henrique Capriles Radonski, quien apareció en un video “reprendiendo” a un jovencito que andaba encapuchado y metido en la vanguardia de una manifestación a pesar de tener solo 15 años, según se lo recalca el propio funcionario. La escena ocurre en territorio bajo jurisdicción de Capriles, pero el flamante gobernador, en lugar de tomar medidas para que la integridad del adolescente fuera resguardada, se desentendió de él diciéndole “pórtate bien”.
En este terreno de las más vergonzosas irresponsabilidades sobresalió Miguel Pizarro. El diputado lanzó una acusación temeraria contra los cuerpos de seguridad del Estado respecto a la causa de la muerte del adolescente de 17 años Neomar Lander, quien se malogró cuando manipulaba un mortero artesanal. Pizarro afirmó que el muchacho había recibido el impacto de una bomba lacrimógena arrojada directamente contra su cuerpo. Una vez que quedó en evidencia la verdadera causa de la muerte, el parlamentario de Primero Justicia no aclaró nada ni mucho menos presentó excusas. Esa actitud de hacerse el loco permitió que la tesis del jovencito asesinado por “la dictadura” tomara cuerpo y generara desórdenes en varias zonas de Caracas y otras ciudades.
En ese arte de lanzar las más graves acusaciones y luego callar irresponsablemente, Pizarro no es campeón porque en tal renglón hay un competidor superlativo: el periodista Leopoldo Castillo, antes apodado “el Matacuras”, y desde comienzos de mayo para acá más conocido como “el Mata-López”, pues lanzó mensajes en redes sociales de acuerdo a los cuales, el líder de Voluntad Popular, Leopoldo López, había muerto en la cárcel de Ramo Verde. Sin duda, era una información destinada a causar una gran conmoción. Una vez que se desmintió la especie, el ex figura-ancla de Globovisión guardó silencio.
Linchamientos y otros crímenes
La vergüenza opositora adquiere la forma de silencio y encubrimiento cuando las masas enardecidas y sin dirección política cometen tropelías espantosas, como el linchamiento, las golpizas de turbas contra individuos desarmados y el asalto y quema de dependencias públicas.
Las muertes de Orlando Figuera (quemado vivo en Caracas) y de Danny Subero (asesinado a golpes en Lara) pesarán no solo sobre los hombros de quienes cometieron los hechos en sí, sino también de aquellos dirigentes que no los han condenado. En particular, en el caso de Figuera, será una carga en la conciencia de quienes, desde el Ministerio Público, han maniobrado para quitarle el carácter de “delito de odio” a un asesinato tan vil y pavoroso.
A veces, los hechos son tan graves que algunos voceros opositores sienten la necesidad de marcar distancia. Pero no pueden hacerlo porque serían calificados de traidores. Entonces, optan por uno de sus deportes favoritos (uno que nunca les ha dado pena): echarle la culpa al adversario político. Dicen que fueron infiltrados, colectivos armados, agentes de la dictadura, cubanos del G-2, matones de Hezbollah o cualquier otra cosa, menos “los muchachos de la resistencia”. Así pasó con los ataques a las sedes de la Dirección Ejecutiva de la Magistratura y el Ministerio del Poder Popular de Vivienda y Hábitat, en Chacao.
La vergüenza de la traición
En este oscuro lapso de tres meses, una persona merece un premio especial en esto de las vergüenzas opositoras. Se trata de la más reciente adquisición de ese bando político: la fiscal general Luisa Ortega Díaz. Lo que comenzó como una discrepancia jurídica perfectamente comprensible y digerible con el Tribunal Supremo de Justicia, ha ido derivando poco a poco hacia un nefasto ejercicio de proyección de imagen política. La abogada tiene todas las características de las personas a las que les han calentado la oreja con sueños palaciegos y de figuración en libros de historia. Se sonroja uno de pena ajena.
¡Qué bochorno!
La militancia no ha escapado de la ola de vergüenzas de la dirigencia. Individualidades del antichavismo han protagonizado actos realmente bochornosos, como el de la señora de El Cafetal que evacuó en plena calle; las mujeres que mostraron sus senos; el chico que se subió desnudo a un vehículo antimotines; el que se puso un disfraz de la Guerra de las Galaxias y la señora que declaró, en medio de una refriega con chavistas en la avenida Baralt, que ella luchaba por su derecho “a comprar en un bodegón, lo que me dé la gana”.
Colectivamente hablando, las huestes opositoras se han dedicado a usar los excrementos como arma de ataque a la fuerza pública y contra funcionarios del Estado o sus familiares, tanto en el territorio nacional como fuera de él. Al intentar hacerlo afuera, por cierto, sufrieron una grave vergüenza internacional, y algunos hasta resultaron procesados judicialmente por actos inciviles. Vea usted.
Entre tantas vergüenzas de dirigentes y militantes, aparecieron también las de los intelectuales y comunicadores. El lauro principal lo conquistó tempranamente Tulio Hernández, ahora conocido como “el Sociólogo del Matero”, quien instó a la gente a “neutralizar” chavistas mediante cualquier objeto a su alcance, incluyendo las macetas.
Posiblemente fue por su culpa que un abogado fuera de sí arrojó un frasco lleno de agua congelada y mató a una señora que, para colmo de desgracia, ni siquiera estaba en la marcha progubernamental que el profesional del derecho pretendía repudiar.
El segundo lugar en el ranking de la vergüenza de la élite intelectual opositora lo tiene –hasta ahora, porque la pelea es reñida- el locutor y guionista de telenovelas César Miguel Rondón, quien animó a la gente a perseguir, molestar, cacerolear y hasta escupir a los chavistas, donde quiera que se metan. Un agudo tuitero, en trino dirigido a un programa de VTV, se preguntó: “¿Si así son los cultos, qué queda para los ignorantes?”.
Supuesto Negado
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