Desde Río de Janeiro
En 2016, el 17 de abril fue un domingo. Y en aquel domingo hubo sesión extraordinaria en el pleno de la Cámara de Diputados. Los diputados votaron, por amplia mayoría (367 votos favorables contra 137), la apertura del juicio contra la entonces presidenta Dilma Rousseff, del PT, que luego el Senado se encargó de destituir el 31 de agosto.     
Lo que se vio aquel domingo de abril del año pasado ha sido un espectáculo grotesco. Diputados envueltos en banderas del Brasil decían votar por la apertura del juicio político a nombre de la “moralidad”, por oponerse “a la corrupción”, mientras otros dedicaban sus votos “a mis hijos”, “a mi familia” o, como el ahora precandidato a la presidencia en 2018, el militar retirado Jair Bolsonaro, “a la memoria del capitán Carlos Alberto Brillante Ustra”, uno de los más crueles torturadores del tiempo de la dictadura (1964-1985).  
Los senadores depusieron a la mandataria (y a sus 54 millones 500 mil votos) por un placar igualmente amplio: 61 contra solamente 20.
Pasado un año de aquella noche de escenas patéticas, el país está inmerso en la más aguda recesión de su historia. Michel Temer, un obscuro y habilidoso político experto en maniobras nebulosas, cuenta con solamente cinco por ciento de aprobación popular. Todos –todos– los diputados que votaron de manera favorable a la apertura del juicio también votaron, bajo el gobierno de Temer, por la imposición de un techo de los gastos públicos por 20 años, que significa recortes drásticos en los presupuestos de salud y educación, por “reformas” en la legislación laboral que liquidan derechos existentes desde hace casi medio siglo, por cambios retroactivos en el currículo de la enseñanza y por la entrega del petróleo del llamado “pre sal”, en aguas ultra-profundas, a las grandes multinacionales. 
El desempleo ronda los 14 millones de trabajadores, un 60% de las familias están endeudadas, y la corrupción que los diputados y senadores prometían combatir salpica a ocho de los 27 ministros de Temer, y a más de un tercio del Congreso. Muchos de los más vehementes combatientes de la corrupción están bajo investigación de la Corte Suprema por haber denuncias concretas de que practicaron lo que decían combatir.
Eduardo Cunha, el ejecutor del golpe institucional, entonces presidente de la Cámara de Diputados, perdió su escaño y reside actualmente en un presidio federal. En su primera condena (hay al menos otros seis juicios abiertos) fue sentenciado a 15 años de cárcel.
Michel Temer y los que respaldaron el golpe que lo benefició, como el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, siempre argumentó que se trató de ‘un procedimiento contemplado por la Constitución’. Prometió recuperación rápida de la economía, estabilidad política, pacificación social y retorno de la confianza por parte de los inversionistas. 
No cumplió con ninguna de esas promesas. Al contrario: el país está sumergido en un pantano de escándalos de todos los calibres, y el mismo Temer es protagonista de lujo de denuncias tremendas.
En vísperas del primer aniversario del golpe, el actual presidente, cuya ilegitimidad jamás fue puesta en duda, pese a sus esfuerzos para hacer valer una supuesta legitimidad, concedió una entrevista al canal Bandeirantes de televisión. Y lo que admitió, no se sabe por ingenuidad, candidez o carencia extrema de inteligencia, confirma que Dilma Rousseff – y, con ella, el país – ha sido víctima de una jugada injustificable, escandalosamente impuesta a los ojos pasivos e cómplices, por omisión, del Supremo Tribunal Federal, supuesto guardián de la Constitución.
Los argumentos para aceptar la destitución de la presidenta giraban alrededor de un solo tema: ella habría cometido “crimen de responsabilidad” por haber echado mano del “crédito suplementario”, o sea, la transferencia de recursos de un destino a otro dentro del Presupuesto Nacional, además de haber “demorado” en aprobar recursos al Banco do Brasil, para cubrir los préstamos concedidos a agricultores. Cabe recordar que no hay ley que establezca plazo alguno. 
Volviendo al domingo 15 de abril de 2017, vísperas del primer aniversario del golpe: en la entrevista concedida a un canal de televisión de escasa audiencia, Michel Temer, finalmente contó la verdad. El entonces todopoderoso Eduardo Cunha, presidente de la Cámara, estaba bajo juicio de una Comisión de Ética formada por sus pares, acusado de cometer corrupción en escala amazónica. 
Tenía guardada, como carta decisiva, varios pedidos de “impeachment” contra Dilma Rousseff. Si los tres diputados del mismo PT de la presidenta votaban a su favor en la Comisión de Ética, impidiendo que se elevara al Pleno de la Cámara un juicio que podría costarle el mandato, el pedido de apertura del juicio político tendría como destino la oscuridad de un cajón de su gabinete. En caso contrario, aceptaría llevar el tema a votación.
Los diputados del PT, y la misma presidenta, rechazaron la amenaza de chantaje. El juicio fue abierto, y lo demás ya es historia.
Lo más admirable es que Temer lo confiesa sin mover un milimétrico centímetro de su rostro.  
Y esa traición, esa venganza, mereció espacio exiguo en los grandes medios hegemónicos de comunicación, los mismos que han sido uno de los pilares fundamentales del golpe. Y, por lo tanto, cómplices del caos que se instauró sobre todos los brasileños.