martes, 25 de abril de 2017

LA POSTVERDAD
La posverdad no es un contenido determinado, sino un programa que se instala en la cabeza de la gente y que luego procesa todos los materiales diseñados para ratificar esa convicción profunda. 
Es por eso que usted ve a unos vándalos destrozando las vías y otros bienes públicos, y piensa que son valientes luchadores pacíficos por la libertad.
El programa, una vez implantado, no falla. Veamos: lanzan un objeto contundente y le parten el cráneo a una señora que, fatídicamente, estaba por allí cuando cruzaba un grupo de manifestantes chavistas. El objeto contundente fue lanzado contra dicho grupo de personas, lo que hace sospechar que lo arrojó alguien fanatizado en contra del gobierno, pero la versión que usted decide creer es que a la señora la mataron los colectivos chavistas. No tiene lógica por ningún lado que se le mire, pero para usted esa es la única verdad admisible. La señora queda así automáticamente sumada a la lista de víctimas del gobierno, no a la de la derecha fascista.
Matan a tiros a una muchacha en Táchira. Las experticias determinan que la mató un señor equis, pero usted –chip mediante- no quiere creer eso. Usted quiere creer que la mataron los colectivos chavistas. “¡Fueron los colectivos, fueron los colectivos!”, repite usted, en una especie de trance, un cacerolazo verbalizado, mediante el cual no oye argumentos en contrario.
En San Antonio de los Altos, un francotirador mató a un guardia nacional, joven venezolano de 28 años, con un hijo recién nacido. Usted, gracias al programa, opta por considerarla una muerte justa (tal vez sería mejor decirle “justiciera”, pero no compliquemos la cosa). Además, a la hora de hacer los balances, el guardia también figura como víctima de la represión de la dictadura contra el pueblo desarmado, no de los instintos asesinos de alguien que se dice demócrata.
En medio de la locura generalizada, un grupo de manifestantes se lanzó al río Guaire. Lo hicieron porque quisieron, pero usted –con su app mental en marcha– piensa que los gendarmes del rrrégimen los obligaron sádicamente. Como suele ocurrir con tantas otras cosas en estos tiempos, la incidencia provocó comentarios jocosos y memes. Lo mismo hubiese pasado si los protagonistas del insólito suceso hubiesen sido chavistas creyentes en las promesas que una vez hizo una funcionaria respecto a la descontaminación del río caraqueño. Pero en este caso, gracias a su posverdad intracerebral, a usted le parece que burlarse de los bañistas escatológicos es un delito de lesa humanidad. “Serán juzgados en La Haya”, dice usted indignado.
Un muchacho muy enjuto aparece desnudo frente a los equipos antimotines de la Guardia Nacional. Avanza hacia ellos caminando como si fuera una víctima del napalm gringo en Vietnam y hasta se monta en el capot de una de las unidades. Eso podría indicar que los agentes del orden público fueron tolerantes con el exhibicionista hasta un nivel casi cómico. Pero como usted tiene el software metido en el coco, lo toma como una muestra de la brutal represión de la autocracia madurista. Las versiones más acabadas dicen que los esbirros lo obligaron a desnudarse. Sería difícil explicar por qué, si fue así, esos bichos tan malos le permitieron que se quedara con los zapatos y las medias y que conservara su koala. Misterios de la ciencia, diría el profesor Lupa. Pero a usted esa tesis de que los malvados guardias obligan a la gente a desnudarse le viene de perlas como verdad indiscutible.
Le toca el turno a una señora mayor colocada frente a otra de las unidades de orden público. La GN se porta bien con ella, incluso la retiran del lugar hasta que quede fuera el radio de acción del disturbio (porque, que conste, la guardia arrojaba gases porque había un disturbio). Pero usted es una criatura amaestrada por su circuito integrado y dice que la señora fue salvajemente reprimida y que ahora está desaparecida o, tal vez, que está siendo sometida a crueles torturas en El Helicoide.
Unos jóvenes, que resultaron ser mellizos, son capturados luego de participar en el ataque e intento de quema de la Dirección Ejecutiva de la Magistratura, un delito que en otros países podría acarrear cadena perpetua o decenas de años de prisión. Las autoridades muestran videos con el testimonio de uno de ellos. La oposición pacífica y democrática dice que los pobres morochitos fueron torturados salvajemente. Usted, microprocesador en acción, cree esto último. Las autoridades muestran informes médicos forenses según los cuales, los gemelos traviesos están en perfectas condiciones, no muestran signos de maltrato alguno. Pero usted, por obra de su pequeño implante, decide que miente el presidente, mienten los ministros, mienten los doctores, mienten los fiscales, mienten los funcionarios de la Defensoría… miente todo el mundo, excepto la MUD y el padre de los valientes morochos. “El del papá es un testimonio desgarrador”, dice un dirigente en tono telenovelesco que hubiese envidiado Raúl Amundaray en sus buenos tiempos. Usted también llora, de rabia y de solidaridad.
Repentinamente, en plena noche, en la zona del Valle irrumpe un grupo muy bien armado, causado muertes, terror, destrozos y saqueos. El acontecimiento no es precisamente favorable para un gobierno que se ufana de la paz en las zonas populares. Según fuentes confiables de inteligencia, parece haber sido ejecutado por bandas criminales que mantienen relaciones peligrosas con ciertos personajes de la oposición. Usted, por supuesto, no va a creer nada de eso. El filtro que tiene instalado junto a la amígdala cerebral le dice que “fueron los colectivos chavistas o, en todo caso, malandros, que también son chavistas porque todos los malandros lo son”.
La lista sería interminable, pero por hoy basta. Y, claro, el chip de la posverdad sabe también defenderse de cualquiera que intente hacerlo a usted reflexionar un poco acerca de lo que habitualmente toma como verdades y lo que se niega siquiera a considerar como una posible alternativa.
Por eso es que, en este momento, usted siente muchas ganas de descalificar esta nota. Tal vez decida pensar que la escribió un colectivo armado.
Es que, repito, ese programa nunca falla.
Clodovaldo Hernández

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