viernes, 24 de marzo de 2017

Almagro y la guerra de los panes


Foto: Archivo
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Hace dos años nadie pensaba que el nuevo Secretario de la OEA, manejaba en secreto la idea de acabar con ella. Si en aquel momento hubiera enarbolado esa bandera de lucha, seguramente buena parte de las corrientes progresistas del continente lo hubiesen acompañado en su gesto. Es tal la obsesión de Almagro con la República Bolivariana de Venezuela, que en este tiempo transcurrido se olvidó de hablar de los demás Estados miembros y ha reducido el organismo regional a la condición de guachimán de nuestro país. Quiere acabar con Venezuela y de paso con la OEA.
Antes de ser elegido como Secretario General, el Sr. Almagro procedió a despojarse de todo tufillo que oliese a frente amplista, a ciudadano de izquierda en Uruguay, el país más polarizado de la región y vistió el nuevo traje de malinche, tan usado por los Secretarios Generales que le precedieron, el cual dio pie para que, en plena guerra fría bautizaran a este cuerpo burocrático como el Ministerio de Colonias.
Para la visión almagrista, el único país con problemas es Venezuela y los medios de comunicación internacionales que le acompañan se encargan de difundirlo diariamente con la carga de perversidad que los caracteriza. Este enfoque da por descontado que las masacres, dominio de los carteles de la droga, corrupción de gobernadores y policías, violación de los DDHH que caracterizan a México, no revisten importancia. Son cosas insignificantes. Que la DEA señale en su informe 206, que la vecina Colombia sigue siendo la primera productora y sembradora de coca y a su regazo, florecen como arroz las bandas armadas criminales conocidas como Bacrim, son cosas sin importancia. Banal si se quiere. Que Centroamérica sea golpeada por las Maras pandilleros a sueldo, suerte de lumpen que corroe al Salvador y Honduras, que el Golpe de Estado de Temer contra el legítimo mandato de Dilma Roussef y el acoso jurídico contra Lula, son apenas pequeñas imperfecciones de los golpistas. Sin olvidar la Argentina saqueada por Macri, quien ha producido en un año el milagro de cesantear 200.000 trabajadores, poner presa a una diputada indígena al Parlatino y avalar los negocios de su familia con el Estado, correos y líneas aéreas, que se suman a la persecución judicial contra la expresidenta Cristina Fernández.
En el plano local, las medidas a favor del Pueblo que ha tomado el ejecutivo para echarle un parao a los dueños de las panaderías, han sido objeto de provocaciones y saboteos por grupos opositores que quieren pescar en rio revuelto. Basta con leer las informaciones que se reproducen en la red, para entender el rol desestabilizador que juegan los grupos extremistas en este asunto. En escala industrial, las panaderías están clasificadas como oficios artesanales y casi siempre, son gerenciadas por un grupo familiar y en un alto porcentaje son de origen portugués o italiano. La batalla por la fijación de los precios del pan popular o canilla, ha dado pie a especulaciones. El estado ha girado instrucciones para que el 70% de la harina que les llegue a los panaderos, sea transformada en pan popular y el 30%, destinada para dulcería y repostería. No ha sido así. Esta es la llama que aviva el conflicto, azuzado por la derecha que le importa un comino la producción del pan regulado. Lo que ellos pretenden, es agitar y crear en el país la guerra de los panes.

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