martes, 22 de febrero de 2011

Las revoluciones no lo son porque triunfen frente a su enemigo sino por lo que los pueblos aprenden de ellas.

Las revoluciones no lo son porque triunfen frente a su enemigo sino por lo que los pueblos aprenden de ellas. Nuestra función es ayudar en ese aprendizaje.
La revolución francesa no triunfó plenamente. Derrocó y guillotinó a un rey y a una reina, pero el pueblo no estaba preparado para auto-gobernarse. Sobre esa insurrección se trepó Napoleón. Pero quedó la experiencia y el mundo cambió.
Las revoluciones europeas de 1830, 1845 y 1871 - la Comuna de París -, el “primer asalto al cielo por los proletarios” como la calificó Marx, fueron derrotadas. Sin embargo, fueron revoluciones porque hicieron temblar de miedo a los poderosos y los trabajadores vibraron de emoción y valentía. Y aprendieron.
Las revoluciones rusas de 1905 y febrero de 1917, fueron pequeños pasos que el pueblo y el proletariado ruso dio, en donde despertó a su terrible realidad. Además, en medio del fragor revolucionario creó una gran simiente: en esas jornadas nació el germen del nuevo poder proletario. Y la memoria popular no lo dejó perder.
En 1905 los obreros rusos descubrieron que el Zar Nicolás no era su “padrecito”. Es lo que está sucediendo con los “padrecitos árabes” (Ben Ali, Mubarak, Gadafi, Bouteflika, Mohamed VI, Hamad Ben, o Ali Abdalá Saleh.). Al igual que los rusos, el pueblo árabe se está bautizando en sangre; derramada por quienes ellos hasta ayer veneraban. Es un primer paso, pero es fundamental para ellos y para nosotros.   
Se percibe – desde la distancia - que los alzamientos en el Norte de África y Medio Oriente son espontáneos. Pero hay allí una profunda conciencia social. Falta organización pero esa necesidad deben ya estarla sintiendo los trabajadores árabes más avanzados.
Dice Fidel: “Los pueblos no desafían la represión y la muerte ni permanecen noches enteras protestando con energía por cuestiones simplemente formales. Lo hacen cuando sus derechos legales y materiales son sacrificados sin piedad a las exigencias insaciables de políticos corruptos y de los círculos nacionales e internacionales que saquean el país”.[1] Tiene razón, como siempre.
Lo mismo sucede en Latinoamérica. El “caracazo” (1989) fue el primer alzamiento revolucionario contra las políticas neoliberales. El pueblo venezolano fue masacrado y derrotado. Chávez y los militares nacionalistas recogieron su espíritu y se hicieron notar en 1992 (intento de golpe). Siete años después lo acumulado en esos eventos reventó con la elección de Chávez. Y… ¡aquí vamos!
Lo mismo pasó en Bolivia. En 1952 los obreros bolivianos se insurrectaron, fueron vencidos pero aprendieron. En dura brega no solo mostraron valor sino que aportaron teoría y experiencia para las nuevas generaciones. Ahora, iniciando el siglo XXI, campesinos y obreros indígenas y mestizos se unieron, recogieron las banderas y echaron al neoliberal “gringo” Lozada. Evo tomó la batuta.
El presidente boliviano y la dirigencia que está al frente de los gobiernos progresistas de Sudamérica, así como los revolucionarios del mundo entero, debemos tomar nota del llamado de atención hecho por el pueblo boliviano (diciembre pasado). El “contra-gasolinazo” es una pequeña revolución. Es la primera revolución dentro de la revolución nacionalista-democrática de América Latina.
El pueblo empieza a exigir un nuevo camino que recuerda la famosa frase de Marx: “Hay que romper la vieja máquina del Estado”. Necesitamos nuestro propio Estado. El viejo Estado neocolonial – por más que le pongamos flores y adornos “pluri-nacionales” – ya no da más. ¡Hay que destruirlo!  
Igual le ha ocurrido al pueblo ecuatoriano. Echó a Bucaram y dejó que Mahuad, otro neoliberal, lo reemplazara. Volvió a sacar a Mahuad y cuando el pueblo tenía el poder, se lo entregó al coronel Gutiérrez. Éste traicionó al pueblo y a la revolución, y también lo echaron.
Ahora el presidente Correa y la dirigencia de la revolución ciudadana están en el dilema de interpretar a su pueblo, de ayudarlo a avanzar. El espíritu de la “Constituyente” y la democracia participativa deben traducirse no sólo en referendos sino en una nueva forma superior de Estado.
El problema actual no es “si hay o no socialismo” como plantea mi estimado profesor Heinz Dieterich.[2] El problema central es cómo profundizar la revolución con el pueblo, motivarlo a que el espíritu de cambio se materialice en la construcción de un Estado que nos facilite la “revolucionarización” de nuestras vidas.
Que no dependamos para actuar en nuestra vereda, barrio, fábrica o frente de trabajo, de lo que diga u ordene un presidente. Que no estemos atrás del contenido de unas leyes aprobadas en un vetusto parlamento que pertenece al pasado colonial y oligárquico de nuestras naciones.
La principal tarea del momento, de acuerdo a mi modesto punto de vista, es revivir – reeditar - el espíritu revolucionario de las jornadas heroicas y concretarlo en formas de gobierno y Estado en donde los trabajadores y el pueblo puedan liberar sus energías creadoras. Es el paso que debemos dar y si lo damos, haremos un gran aporte a la humanidad.
En Venezuela el pueblo – en cabeza de Chávez – ya utilizó durante 11 años el viejo Estado colonial. Ha llegado el momento de enterrarlo. En los demás países, debemos apretar el paso. Seguramente no será de un día para otro pero ya hay importantes experiencias. Los Consejos Comunales estaban en esa dirección… ¿Qué pasó?
La experiencia de los gobiernos de los municipios autónomos de los indígenas chiapanecos impulsados por los “zapatistas” son un importante aprendizaje en la dinámica de “mandar obedeciendo”. Hay que echar mano a todo. Evaluar, adaptar y fortalecer. Crear, inventar, errar y aprender. No hay otro camino.  

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