El elefante bocarriba
Federico Ruiz Tirado
ALFREDO MANEIRO Y EL TIEMPO PRESENTE
Dedicado a la memoria de Ruiz Guevara, la biblioteca de nuestra casa en
Barinas y la eterna presencia de mi hermano Wladimir, quien partió también con
sus secretos. En especial a Ana Brumlik, compañera de Alfredo.
"Esa idea
de que escribir es un avance
laborioso contra
la estupidez humana."
Rodolfo Walsh
Federico Ruiz Tirado
(San Félix, 30 de
enero 2016)
Quizás luzca temerario, pero para
mí es casi imprescindible y con sabor sacrificial -no vayan a tildarlo a uno de
aguafiestas, o como aquellas plantas de Augusto Monterroso que eran carnívoras
y se comieron entre ellas mismas cuando se convirtieron en vegetarianas-,, tal
como parece dictarlo el sentido común, o el más común de los sentires.
Digo para mí es necesario –y los invito a asomarse, a cruzar el
pasadizo, las históricamente entramadas
compuertas y abrirlas; buscar las verdaderas vías, las naturales y dialécticas,
que nos conduzcan con objetivación a una salida esclarecedora del aparente
estancamiento ideológico y práctico que padecen
ciertos actores y factores protagónicos de la revolución
bolivariana.
Este párrafo es en sí mismo una suerte de síncope:
el corazón salta como un sapo cuando la tan cacareada “crítica” debe
ejercerla uno. Cuando no es así, poco importa. Veamos: Que nadie se asuste.
Voy.
Hace menos de tres años el propio Presidente Nicolás
Maduro, y en otra oportunidad y contexto, Roy Chaderton, hicieron públicas esas
preocupaciones: todavía la derecha parlamentaria no había copado el Poder
Legislativo, pero todo estaba abonado para que los embates de las guerras
cayeran sobre el imaginario venezolano, primero la psicológica, esa que taladró
el hipotálamo del “modelo y el Estado Fallido”; luego sobre nuestras
existencias (la mediática, la llamada guerra asimétrica, esa guerra que nos
ciega y nos cerca).
Nos sobrevino a la partida de Hugo Chávez, una
conmoción, un vómito de afuera, pero de las entrañas del monstruo que no
termina de morir y que Alfredo Maneiro había olfateado cuando el sobre ingreso
petrolero hizo que CAP saltara charcos y la izquierda lo mimetizara miserablemente,
allá en los 70.
El protagonismo transformador
El antes llamado Movimiento Popular, ahora conocido
como “Poder”, en su diversa amalgama de actores no es un cuerpo social consolidado, ni político, ni
autónomo, con musculatura revolucionaria y calidad para revertir la crisis digamos
“temperamental” de este trayecto que parece conducirnos hacia un reacomodo
bastante dificultoso bajo las actuales formas del capitalismo mundial; sean éstas chinas, rusas, gringas, etc.;
tampoco es un factor que constituya una plataforma, ni siquiera tímida (más allá de la retórica consignista y
socialdemocratizante sobre “epopeyas” del pasado), generadora de alianzas
dinamizadoras del papel del protagonismo transformador, revoltoso, de esa
vanguardia social.
Maneiro se preguntaría por aquellas patas ¿recuerdan? Y tal vez indague
con su mirada escrutadora, mirando fijamente a cada unos de nosotros, ¿“quién
nos quitó el Portón de Sidor”? ¿Es la calle la Avenida Bolívar? ¿"Y la
vanguardia, qué hay de sus cartabones"; David, Roger, Arráez? ¿”Dónde fue
a parar aquello de que sin clase obrera no hay transformación social”?
El enemigo
histórico
No me cabe duda que ese Poder Popular que zigzagueante y golpeado se
preguntará cifradamente estas candentes cuestiones, no ya encapsulado y
amordazado por los mecanismos de la IV República, pero sí al filo del abismo
del cual habla Gustavo Pereira. ¿Cómo fue que nos infiltró
el enemigo histórico, de cuándo acá Capriles comenzó a hablarnos de tú a
tú? Camaradas, el movimiento popular, el poder popular hoy incipiente, sabemos
es una presa fácil del populismo y de la burocracia, de la corrupción y del
“migajismo”, que se esconde camuflado en un gobierno radical, de raigal
naturaleza que comenzó con Chávez; gobierno que no queriendo ser populista, es
lo que no quiere parecer ser.
Pintar el nuevo mapa
Vivimos un momento especial, ciertamente: en el
pluricultural imaginario de novísima data, se cuece a medio fuego la percepción
de que no hay gobierno pero tampoco hay oposición, y eso resulta no ser bueno ni malo, sino todo lo contrario. Esto no es una
caracterización de nada ni un chiste: es un coletazo de la historia que los
verdaderos revolucionarios deben saber interpretar, aunque no sepamos cómo
hilar el tejido, la nueva madeja; para transformar.
No hay que ser sociólogo ni psicoanalista para hacer
un sumario del legado que nos puede ayudar a pintar un nuevo mapa. Nos
cambiaremos de nombre, seremos subversivos o lo que sea, pero basta con marcar
con un creyón los períodos: antes del positivismo, poco hay que buscar, aunque
sí, pero en nuestros ratos de ocio: Briceño Iragorry, el antiimperialista;
Mijares, el de las vísceras; y de otro lado: a Ruiz Guevara (ver su ruta de
Zamora), a Briceño Guerrero (El discurso Salvaje). Más acá del positivismo, para
mí: Maneiro, Duno, Rangel, Domingo Alberto; García Ponce y muchos o pocos
otros: no exageremos.
En estos revolucionarios e ideólogos están las fuentes para iniciar
aquella máxima que históricamente se ha denominado, y que Chávez promovió hasta el final: Revolución
en la Revolución. No tengo duda. Hay que regresar a la tradición de la lectura
y dejar los cliché y las fobias a la historia escrita. Porque, por otra parte,
esta revolución, no puede ser ágrafa. Hay que pensar para luchar y así,
escribir. Hay que producir con la escritura un poderoso influjo de ideas que
conlleven a la revisión de los errores, a las nuevas visiones, a las nuevas y
no viciosas discusiones. Maneiro es un ejemplo vivo de ellos. Lo seducía la
inteligencia. La letra impresa, la idea gráfica, la imaginación al servicio de
todo proceso de transformación.
Por esta vía va la cosa, Gordito, Comandante Tomás.
Estás aquí. Siempre, con Hugo, Wladimir y mi Padre Ruiz-Guevara,
guiándonos. Viéndonos.
Y ya que lo nombro, a mi querido hermano Wladimir, Popeye, hace poco
fallecido, debo dedicarle unas palabras que no necesariamente hay que
interpretarlas como una apreciación crítica o académica sino como una visión
que Wladimir plasmó de Maneiro, cuando señalaba que era fundamentalmente un filósofo,
no al modo de quienes construyeron métodos para interpretar al mundo, como
señaló Marx, sino haciendo una suerte de lego de la realidad para transformar
la realidad, las relaciones humanas, al modo de Maquiavelo, por ejemplo. Por
eso Alfredo, no por casualidad sino por causalidad, estudió a Maquiavelo, por
considerarlo el artífice de la filosofía política. “Teoría y práctica estaban
milimétricamente calculados en Alfredo”, escribió Wladimir: en su teoría de la
Vanguardia, en el análisis de las fuerzas y contra fuerzas revolucionarias y
contra revolucionarias en el planeta, en el análisis más allá de la superficie,
de la apariencia.
Es decir, que en Alfredo se concentra lo que Marx
dijo de los filósofos: No se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo.
Lo hizo hasta su muerte, con decisiones que tomó que no quiero recordar por
amargas, duras, aunque ejemplarizantes.
Es, entre otras
cosas, por eso que en Alfredo Maneiro se cumple un rasgo de la política
latinoamericana de la década de los 60 y 70 donde el compromiso presenta
una alta incidencia en la creación literaria de la época. En su caso específico
esta acción ética-estética, se
manifiesta a contra corriente de la tradición de los países del cono sur donde
los grandes autores (Arlt, Soriano, el mismo Cortázar, y hasta otros en el
campo de la derecha fascista, como Borges, quien dijo que Pinochet era “la
espada libertaria de América”, por ejemplo, Uslar, aquí en Venezuela, Carlos
Rangel) accedían a una forma de hacer política, al menos de meter sus narices, desde el ejercicio literario.
Maneiro usa en cambio
la literatura, en este caso el ensayo, como dispositivo de acción política
partidista y formativa, siguiendo el caso de otros políticos venezolanos
conversos a la literatura de la época. Ruiz Guevara, Federico Brito Figueroa, Orlando
Araujo, Ludovico Silva y muchos otros queridos y admirados intelectuales.
Camaradas: no
permitamos que la pátina del olvido nos haga presa también del olvido: con Hugo
Chávez y Maneiro jamás podrán las sombras.
Me despido
leyendo un párrafo de una correspondencia entre Gustavo Pereira y yo hace pocos
años. Lo hago porque habla por sí sólo y por muchos de los que aquí estamos:
Dice Gustavo:
En un texto de 1980, escrito en respuesta a un
cuestionario sobre la domesticación del intelectual en Venezuela, Alfredo
Maneiro ponía el dedo en una llaga que aún siendo ostensible y palpable pocos
lograron por aquel entonces percibir: los perversos efectos que sobre la
conciencia nacional ejercía la fabulosa renta petrolera en un país entregado a
la avidez de todo tipo de rufianes,
políticos o no, en medio de una suerte de alucinación colectiva.
Que yo recuerde, aparte de Juan Pablo Pérez Alfonzo y
Rodolfo Quintero, quien incluso escribió sobre ello un libro singular (La
cultura del petróleo, ediciones de la UCV) sólo un contado número de
intelectuales venezolanos se ocupó del asunto, y menos de sus dramáticas
connotaciones y consecuencias. “Hoy todo el mundo -escribía Alfredo-, hasta los
beneficiarios más evidentes del boom petrolero, se llenan la boca para hablar
de la corrupción, la descomposición, los petrodólares, categorías que perdieron
toda carga definitoria ante la creciente prostitución de su uso por toda clase
de demagogos y oportunistas”.
Por
esos años parecía indetenible el estallido de la crisis de la llamada “Gran
Venezuela” nacida del pacto tripartito de Punto Fijo, hija contrahecha a su
vez, bajo otras máscaras, del “Nuevo Ideal Nacional” perezjimenista.
La abrumadora contundencia
de las cifras sobre el incremento de la pobreza en los más -y de la riqueza en
los menos- desbordaba todas las paradojas, pero también todas las impudicias.
Las riquezas de un país supuesta y cacareadamente pródigo en ellas parecían
haberse desvanecido ante los ojos de un pueblo clara y arteramente empobrecido:
empobrecido hasta límites escandalosos. Para 1995, trece años después de la
muerte de Alfredo, un respetable organismo oficial, Fundacredesa, revelaba lo
que él ya había vislumbrado con pesar: el cáustico y convulso abismo de la
exclusión y las desigualdades sociales. De una población de 21.332.515
habitantes, el 81,58% se hallaba en situación de pobreza, de la cual el 41.75%,
es decir, más de nueve millones de venezolanos -dos tercios de la población- padecían
miseria, entre ellos unos cuatro millones de niños sin hogar o escuela o con
severos cuadros de desnutrición.
Lo
peor -si puede hablarse en este caso de peor- no era, sin embargo, sólo eso.
Junto a este horror se incubaba la progresiva desintegración del país, un
proceso armado minuciosamente por los factores antinacionales de poder,
asociados a los grandes capitales imperiales. Un proceso que comenzó con el
abandono de escuelas, hospitales y otros servicios públicos para justificar su
privatización, que eliminó los estudios de historia patria y fomentó, con sus mass media, la descerebración colectiva,
el reino de la banalidad y la estupidez, la orgía del consumismo, la jaula
dorada de la desmemoria y la alienación, y el feudo del individualismo metalizado
e irresponsable.
Leamos a Alfredo: “Lo cierto es que la paradoja
expresa un grado tal de fariseísmo que no vacilamos en sospechar que la
venezolana es una nacionalidad en desintegración. Queremos decir que la
condición nacional, el respeto y la dignidad de los venezolanos por su propia
existencia social, está amenazada gravemente por el deterioro creciente del
país en todos los órdenes. Si ayer la indolencia del país, su frivolidad, el
despilfarro del gobierno, los empresarios y la clase media, la despolitización
y la banalidad, reinaron en virtud de un encandilador proyecto económico que
virtualizó el bienestar, la abundancia, el progreso, hoy corremos el serio
peligro de que todos aquellos males se afiancen en el alma nacional a pesar del
derrumbe apoteósico de la ilusión”. Y agregaba: “Cuando la ideología -llámese
petróleo, betamax, Miami o pobreza resignada- encandila hasta la ceguera al
conjunto popular, alguien tiene que contribuir a despejar la ilusión. Y
ese -¿cuál otro?- es el papel que le
atribuimos a la inteligencia que queremos. Nada más y nada menos que lo que nos
exigimos a nosotros mismos”.
Han
pasado treinta y dos años desde entonces.
De vivir hoy físicamente entre nosotros, Alfredo
constataría satisfecho, o más bien con fundada esperanza -porque toda satisfacción
es provisoria- la indetenible conformación de otra realidad en la Venezuela de
su angustia: el borde del abismo se ha alejado y se aleja cada vez más de
nuestra casa. Y ello gracias a un pueblo que ha reasumido su dignidad y su
poder al lado de aquel joven capitán con quien tantas veces, en la furtiva y
secreta confabulación de los sensibles, compartió su corazón y su palabra.
Con este texto del poeta Pereira me despido y dejo
entre todos y para todos, la inquietante pregunta si ese abismo que señalaba
Gustavo hace un poco más de tres años, debemos caminarlo como diría Confucio,
“con la cautela de zorro sobre la pista de hielo sin mojarse la cola!.
MUCHAS GRACIAS