El diario desfile de los féretros
por COLAREBO
LUZ MARINA LÓPEZ ESPINOSA | PACOCOL.ORG
El triste desfile casi diario de acongojados dolientes
tras un humilde féretro por polvorientos o enfangados caminos de pueblos
lejanos y perdidos caseríos, es la más palmaria muestra de la impostura que en
Colombia siempre fue el alegato gubernamental con saña pregonado por los
medios, de que la violencia, el terrorismo y su más degradada forma el sicariato
por décadas enseñoreado del país, tenía un solo y único nombre: “las Farc”.
Y fiel a aquél discurso, se prometía que si se lograba que
la organización insurgente depusiera las armas, ello sería no sólo garantía
sino fuente propicia de paz para “todos los colombianos”. Se acabaría la que,
unas veces sí y otras no, llamaban “guerra” con su secuela de muerte y dolor. Y
ello se traduciría en justicia, progreso y paz para la población. Se doblaría
de una buena vez y para siempre la oscura página de las masacres, y los
activistas sociales, defensores de derechos humanos y reclamantes de las
tierras despojadas, ya no serían asesinados. Ese era el discurso del
establecimiento en la voz de su máximo y más preclaro portavoz, el Premio Nobel
de la Paz, Presidente Juan Manuel Santos.
Pues bien, las Farc silenciaron sus fusiles hace ya un par
de años. Y aunque el gobierno no tiene reparos en reconocer la honradez con que
la histórica guerrilla ha honrado su compromiso, sí tiene una salvedad,
oportuno comodín que ha mostrado serle útil a la hora de justificar su
proverbial burla a todos los pactos de paz que suscribe: la disidencia. Esa
pequeña parte de las Farc que no reconoció el Acuerdo suscrito por su
Secretariado, y bajo la comandancia del guerrillero conocido como “Guacho”,
continúa alzado en armas en nombre de la legendaria insurgencia.
Y silenciados los fusiles de las antiguas Farc, no vino la
paz. Mermaron significativamente hasta niveles casi inexistentes, la muerte,
las heridas, los sabotajes y otro tipo de afectaciones que tocaban al Estado –
militares- y las exacciones a los empresarios del campo y la ciudad. Sin
embargo, paradoja inexplicable, no ocurrió lo mismo con las violencias que
sufrían los sectores populares, en particular las víctimas del conflicto, esas
de las que el presidente Santos parece burlarse al mencionarlas en cada uno de
sus discursos como el motivo mayor de sus desvelos, quienes ahora sí, gracias a
él, ya no volverían jamás a ser perseguidas por su verdugo, las Farc. Violencia
pos-paz que fue llegando primero disimulada y anónima, hasta manifestarse
desembozada en la primera masacre posterior al Acuerdo: siete campesinos
cultivadores de hoja de coca, que se manifestaban reclamando la erradicación
concertada y programas de sustitución, fueron asesinados en el corregimiento de
Llorente del municipio de Tumaco al sur del país el 5 de octubre de 2017. Más
de veinte resultaron heridos, todos con tiros de fusil.
El Premio Nobel de la Paz no dijo nada de la masacre. Esas
víctimas, al aparecer nos eran aquellas de sus desvelos. Sí lo dijo en cambio
su más autorizado vocero, el Ministro de la Defensa, representante del gran
empresariado, Luis Carlos Villegas: con pelos y señales –como decimos en
Colombia-, y cual si hubiera estado en el sitio de los hechos, contó como
“Guacho”, el comandante de la disidencia de las Farc, lanzó un cilindro cargado
de explosivos y metralla contra los pobres labriegos, con el resultado
conocido. La tropa que estaba allí según él no para reprimir el reclamo
campesino sino para protegerlos, no puedo hacer nada para impedir el aleve
ataque. Tal la maldad de “Guacho”.
Los medios cubrieron amplísimamente la noticia de la primera
“masacre de la paz” como sarcásticamente se la empezó a llamar, acogiendo como
verdad axiomática la versión de Villegas y celebrando su llamado apremiante a
dar de baja al criminal que tal cosa hacía. Santos, naturalmente ahí sí,
haciendo gala de su condición de Premio Nobel, rompió su mutismo, lamentó las
nuevas víctimas, hizo nueva declaración de amor incondicional a ellas, y dijo
lo de siempre, lo que inmemorialmente han dicho todos los gobernantes desde los
primeros brotes insurreccionales en el país: hay que fortalecer el ejército
para derrotar la amenaza terrorista, hay que dar de baja a “Guacho”. El
oportuno comodín comenzaba a ser, como siempre hubo uno, feliz ocasión para
enmascarar el terrorismo de Estado.
Los campesinos cocaleros de Tumaco que sobrevivieron a la
masacre –y eran muchos-, al unísono dijeron que quien los asesinó fue un ataque
combinado de ejército y policía. Que no había por ahí ningún Guacho, ninguna
disidencia, ni menos un explosivo artesanal que les hubiera sido lanzado cuando
discutían con la policía su derecho a movilizarse y protestar. Los medios de
prensa llegados al lugar así como las organizaciones nacionales e
internacionales de derechos humanos que se hicieron presentes –incluidos
veedores del cumplimiento del Acuerdo de Paz-, recogieron y dieron difusión a
la voz indignada de las víctimas. Entonces tuvo que actuar la Fiscalía General
con su cuerpo técnico especializado. Y claro, a las primeras de cambio fue
evidente, incontestable, que la masacre la habían cometido las tropas
oficiales. Al mando mediato y último del Ministro Villegas y del Presidente
Santos.
La Fiscalía General abrió investigación formal y llamó a
audiencia de imputación de cargos criminales contra los oficiales del ejército
y de la policía comandantes de sus respectivas patrullas en la zona. Y hasta
ahí el escándalo. Villegas no renunció, gesto elementalísimo de dignidad que
habría mostrado un mínimo de vergüenza. Santos volvió de nuevo a callar. Ni una
palabra de reproche a los homicidas. Ahora, tampoco una de solidaridad con las
víctimas. La justicia para éstas ya no era no el motivo mayor de sus angustias.
Los medios unánimemente desaparecieron el hecho de sus radares y ninguno ha
mencionado nombre o rango de los imputados, ni se ha servido mostrar su
fotografía ni indagarlos sobre el crimen que habría cometido la disidencia de
las Farc.
Y a qué viene lo anterior? ¿Qué pertinencia tiene ello en
este momento cuando de esa parte a hoy ha habido un número quince ¿veinte?-
veces mayor de asesinados, líderes de restitución de tierras, de derechos
humanos, de causas comunitarias, uno a uno, muy selectiva y sistemáticamente,
“fuerzas oscuras” dice el gobierno?
El exterminio del movimiento político Unión Patriótica,
nacido de un generoso y plausible proceso de paz intentado por el presidente
Belisario Betancur en el año 1985, fracasado por el sabotaje abierto del más
hirsuto militarismo aunado a los gremios del capital y el todopoderoso diario
El Tiempo de la familia Santos, es referente fidelísimo para juzgar la conducta
del Nobel de Paz en esta materia. Porque él era voz colegiada principal en la
política editorial de El Tiempo que con sevicia atacó a Betancur por su proceso
de paz con las Farc, haciéndolo fracasar. Fracaso que por esas paradojas
insólitas de la Historia, lo llevó a obtener el altísimo galardón, al adelantar
y culminar ese mismo proceso, aunque muy mezquino, equívoco e imperfecto como
se evidencia cada día que pasa. Y después de treinta años de muertos,
terrorismo estatal, despojos, cárcel y torturas, que van por cuenta de quienes
no permitieron se alcanzara la paz justa en ese entonces. Y la aniquilación a
sangre y fuego de ese movimiento político, ya se sabe, fue obra del aparato
militar del estado utilizando la estrategia contrainsurgente del
paramilitarismo. Y a nada de ésto pudo ser ajeno el hoy Presidente Santos.
Demasiado influyente y poderoso, demasiado vinculado con los gobiernos del
exterminio y más con la casta militar, para poder reclamar ajenidad al hecho.
Para protestar inocencia.
Y hoy, en esta oleada de crímenes de gentes humildes cuyo
pecado ha sido ser voz que asume la justa causa de sus comunidades, ese
silencio de Santos, sus anodinos saludos e inanes lugares comunes, esas
manifestaciones de impotencia e ignorancia sobre el qué y el por qué de lo que
ocurre, son además de una inconsciente confesión de culpabilidad. Un baldón que
se lanza sobre esos féretros que suben y bajan trabajosamente por las trochas
ya polvorientas, ya fangosas de la Colombia profunda. Y sobre los que van en
ellos sorprendidos de tanto bullicio a su alrededor, de tanto fulgor de sus
nombres en la televisión, ellos que siempre fueron y se sintieron anónimos
ignorados. Baldón sobre los hombres y mujeres fatigados que los cargan y
lloran. Unos y otras ya curtidos de muchas muertes, veteranos de muchas
versiones oficiales como para no saber de dónde viene la mano que dispara.
El Ministro Luis Carlos Villegas volvió a hablar a propósito
del escándalo nacional e internacional por la avalancha de asesinatos de
líderes populares. Y qué dijo? Dijo que muchas de esas muertes han sido por
problemas de faldas. Y en el caso de uno de los últimos crímenes, el de Ana
María Cortes en el municipio de Cáceres en el Bajo Cauca antioqueño, la vinculó
con un grupo criminal por lo cual estaría siendo investigada. No dijo que las
llamadas amenazantes que recibiera poco antes de su muerte, eran del comandante
de policía de la localidad. El escritor suizo Joel Dicker acababa de afirmar en
su novela best seller mundial: “Los buenos policías no se concentran en el
asesino, sino en la víctima.” Aunque la realidad es que el escritor se refería
a una investigación seria, no en el sentido avieso en que lo hizo el ministro.
El Premio Nobel fiel a su reconocida insensibilidad, respalda esas
declaraciones que colmaron la copa de la indignación de las víctimas y de la
sociedad sana solidarizada con ellas, que se movilizó masivamente en cincuenta
municipios del país la noche del 6 de Julio.
Hombres y mujeres de hierro y de sol, de barro y de luna,
las velas encendidas la noche del 6 de Julio no sólo alumbran la memoria de los
asesinados: realzan la oscuridad de los asesinos.
Alianza de Medios por la Paz
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