miércoles, 25 de abril de 2018


Las nuevas dictaduras 

latinoamericanas



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Protestas tras el fraude en Honduras
Foto: Luis Méndez
El ascenso autoritario

La radicalización reaccionaria de los gobiernos de países como Paraguay, Argentina, Brasil, México u Honduras comienza a generar la polémica en torno de su caracterización. 

Ninguno de esos regímenes ha sido el resultado de golpes de estado militares, en los casos de Brasil, Honduras o Paraguay la destitución de los presidentes fue realizada (parodia constitucional mediante) por el poder legislativo en combinación más o menos fuerte con los poderes judicial y mediático. En Brasil la Presidencia pasó a ser ejercida por el vicepresidente Temer (ungido por un golpe parlamentario), cuyo nivel de aceptación popular, según diversas encuestas, rondaría apenas el 3 % de los ciudadanos. En Paraguay ocurrió lo mismo, y el presidente destituido fue remplazado por el vicepresidente a través de un procedimiento parlamentario exprés y luego fueron realizadas elecciones presidenciales que consagraron a Horacio Cartes un personaje de ultraderecha claramente vinculado al narcotráfico.

En Honduras se realizaron elecciones presidenciales en noviembre 2017[1], la “Alianza de Oposición contra la Dictadura” había ganado claramente pero el gobierno haciendo honor al calificativo con que lo había marcado la oposición consumó un fraude escandaloso afirmando así la continuidad del dictador Juan Orlando Hernández.

Un caso por demás curioso es el de Argentina donde se realizaron en 2015 elecciones presidenciales en medio de una avalancha mediática, económica y judicial sin precedentes contra el gobierno y favorable al candidato derechista Mauricio Macri. El resultado fue la victoria de Macri por escaso margen quien apenas asumió la presidencia avanzó sobre los otros poderes del Estado logrando al poco tiempo de hecho la suma del poder público. Si a esa concentración de poder le agregamos el control de los medios de comunicación y del poder económico nos encontramos ante una pequeña camarilla con una capacidad de control propia de una dictadura. Completa el panorama el comportamiento cada vez más represivo del gobierno que por primera vez desde el fin de la dictadura militar en 1983 ha decidido la intervención de las Fuerzas Armadas en conflictos internos mediante la constitución de una “fuerza militar de despliegue rápido” integrada por efectivos del Ejército, la Marina y la Aeronáutica y la conformación de una fuerza operativa conjunta con la DEA utilizando la excusa de la “lucha contra el narcotráfico y el terrorismo[2]. De ese modo Argentina se incorpora a una tendencia regional impuesta por los Estados Unidos de reconversión convergente de las Fuerzas Armadas convencionales, las policías y otras estructuras de seguridad en policías-militares capaces de “controlar” a las poblaciones de esos países. No siguiendo el viejo estilo conservador-cuartelario inspirado en la “doctrina de seguridad nacional” sino estableciendo espacios sociales caóticos inmersos en el desastre, precisamente atravesados por el narcotráfico (promovido, manipulado desde arriba) y otras formas de criminalidad disociadora siguiendo la doctrina de la Guerra de Cuarta Generación. 

En México como sabemos se suceden los gobiernos fraudulentos inmersos en una creciente ola de barbarie y en Colombia la abstención electoral tradicionalmente mayoritaria llegó recientemente a cerca de dos tercios del padrón electoral[3] adornada por un muy publicitado “proceso de paz” que logró la rendición de las FARC asegurando al mismo tiempo la preservación de la dinámica de saqueos, asesinatos y concentración de ingresos que caracteriza tradicionalmente a ese sistema. En estos dos casos no nos encontramos ante algo “nuevo” sino frente a regímenes relativamente viejos que fueron evolucionando hasta llegar hoy a constituir verdaderos ejemplos exitosos de aplicación de las técnicas más avanzadas de desintegración social. La tragedia de esos países muestra el futuro que aguarda a los recién llegados al infierno.

El panorama queda completado con las tentativas de restauración reaccionaria en Bolivia y Venezuela. En el caso venezolano la intervención directa de Estados Unidos busca recuperar (recolonizar) la mayor reserva petrolera del mundo en momentos en que el reinado del petrodólar (fundamento de la hegemonía financiera global del Imperio) entra en declinación rápida ante el ascenso de China (el mayor comprador internacional de petróleo) que busca imponer su propia moneda respaldada por oro (el petro-yuan-oro) en alianza precisamente con Venezuela y otros gigantes del sector energético como Rusia e Irán.

En Bolivia el aparato de inteligencia imperial realiza una de sus manipulaciones de manual inspirada en la doctrina de la Guerra de Cuarta Generación. Pone en acción sus apéndices mediáticos locales y globales intentando desplegar la histeria (en este caso racista) de franjas importantes de las clases medias blanca y mestiza contra el presidente indio. Aquí no solo se trata de barrer a un gobierno progresista sino de apropiarse de las reservas de litio, las mayores del mundo (según distintas prospecciones Bolivia contaría con aproximadamente el 50 % de las reservas de litio del planeta), pieza clave en la futura reconversión energética global.  

Principales características

Las actuales dictaduras tienen todas las características de presentar una imagen civil con apariencia de respeto a los preceptos constitucionales, manteniendo un calendario electoral con pluralidad de partidos y demás rasgos de un régimen democrático de acuerdo a las reglas occidentales. Por otra parte no nos encontramos ante mecanismos explícitos de censura y aunque marginales o en posiciones muy secundarias se escuchan algunas voces divergentes. Los prisioneros políticos pasan casi siempre por los juzgados donde los jueces los condenan de manera arbitraria pero aparentando apoyarse en las normas legales vigentes. Los asesinatos de opositores son minimizados u ocultados por los medios de comunicación y quedan por lo general envueltos por mantos de confusión que diluyen las culpas estatales amalgamando de manera sistemática los crímenes políticos con las violencias policiales contra pobres y pequeños delincuentes sociales y represiones a las protestas populares

Esa máscara democrática, prolijamente desprolija, resulta ser lo que es: una máscara, cuando constatamos que los medios de comunicación convertidos en un instrumento de manipulación total de la población están controlados por monopolios como el grupo Clarín en Argentina, O Globo en Brasil o Televisa en México cuyos propietarios forman parte del estrecho círculo del Poder. O cuando llegamos a la conclusión de que el sistema judicial está completamente controlado por ese círculo del que participan los principales intereses económicos (transnacionalizados) manejando a discreción al aparato policial-militar. Y que en consecuencia los partidos políticos significativos, los medios de comunicación, las grandes estructuras sindicales y otros espacios de potencial expresión de la sociedad civil están estratégicamente controlados (más allá de ciertos descontroles tácticos) mediante una embrollada maraña de represiones, chantajes, crímenes selectivos, abusos judiciales, bombardeos mediáticos apabullantes disociadores o disciplinadores y fraude  electoral más o menos descarado según el problema concreto a resolver.    

El nuevo panorama ha provocado una notable crisis de percepción donde la realidad choca con principios ideológicos, conceptualizaciones y otras componentes de un “sentido común” heredado del pasado. No somos víctimas de un rígido encuadramiento de la población con pretensiones totalitarias explícitas anulando toda posibilidad de disenso, buscando integrar al conjunto de la sociedad a un simple esquema militar, sino ante sistemas flexibles, en realidad embrollados, que no intentan disciplinar a todos sino más bien desarticular, degradar a la sociedad civil convirtiéndola en una víctima inofensiva, apabullada por la tragedia.

No se presentan proyectos nacionales desmesurados, propios de los militares “salvadores de la patria” de otros tiempos o imágenes siniestras como la de Pinochet, ni siquiera discursos hiper optimistas como el de los globalistas neoliberales de los años 1990 o personajes cómicos como Carlos Menem, sino presidentes sin carisma, por lo general torpes, aburridos repetidores de frases banales preparadas por los asesores de imagen que conforman una red regional globalizada de “formadores de opinión” made in USA.

En suma, las dictaduras blindadas y triunfalistas del pasado parecen haber sido reemplazadas por dictaduras o protodictaduras grises que ofrecen poco y nada montadas sobre aplanadoras mediáticas embrutecedoras. Siempre por detrás (en realidad por encima) de estos fenómenos se encuentran el aparato de inteligencia de los Estados Unidos y los de algunos de sus aliados. La CIA, la DEA, el MOSSAD, el M16 según los casos manipulan los ministerios de seguridad o de defensa, los de relaciones exteriores, las grandes estructuras policiales de esos regímenes vasallos y diseñan estrategias electorales fraudulentas y represiones puntuales.

Capitalismo de desintegración

Se forjan así articulaciones complejas, sistemas de dominación donde convergen élites locales (mediáticas, políticas, empresarias, policial-militares, etc.) con aparatos externos integrantes del sistema de poder de los Estados Unidos.

Estas fuerzas dominan sociedades marcadas por lo que podría ser calificado como  “capitalismo de desintegración” basado en el saqueo de recursos naturales y la especulación financiera, y la creciente marginación de población, radicalmente diferente de los viejos capitalismos subdesarrollados estructurados en torno de actividades productivas (agrarias, mineras, industriales). No es que en los viejos sistemas no existiera el saqueo de recursos ni el bandidaje financiero, en algunos momentos y países ocupaban el centro de la escena pero en el largo plazo y en la mayor parte de los casos quedaban en un segundo plano. La superexplotación de la mano de obra y el acaparamiento de las ganancias productivas aparecían como los principales objetivos económicos directos de aquellas dictaduras.

Tampoco es cierto que ahora las élites dominantes se desinteresen de los salarios o de la propiedad de la tierra, por el contrario desarrollan una amplio abanico de estratagemas destinadas a reducir los salarios reales y adueñarse de territorios, ya que si en los viejos capitalismos no existía solamente producción sino también especulación y saqueo, en los actuales la base productiva, en retracción a causa del pillaje desmesurado, sigue siendo una fuente importantísima de beneficios. Sin embargo su preservación, su reproducción en el largo plazo no está en el centro de las preocupaciones cotidianas de las élites atrapadas psicológicamente por la dinámica parasitaria de la especulación financiera y su entorno de negocios turbios.

Entre otras cosas porque en el actual imaginario burgués ha desaparecido el largo plazo, sus operaciones más importantes están regidos por el corto plazo lumpecapitalista. En el saqueo de recursos naturales a través de la megaminería a cielo abierto, de la extracción de gas y petróleo de esquisto o de la agricultura basada en transgénicos, se utilizan tecnologías orientadas por la velocidad del ritmo financiero al servicio de gente que no tiene tiempo ni interés para dedicarse a temas tales como la salud de la población afectada, el equilibrio ambiental y otras áreas impactadas por los “daños colaterales” del éxito empresario (financierización del cambio tecnológico, la cultura técnica dominante como auxiliar del saqueo).

Estos capitalismos de desintegración son conducidos por élites que pueden ser caracterizadas como lumpenburguesías, burguesías principalmente parasitarias, transnacionalizadas, financierizadas, oscilando entre lo legal y lo ilegal, crecientemente alejadas de la producción. Son inestables no por accidentes de la coyuntura sino por su esencia decadente. Por encima de ellas se encuentran las grandes potencias y sus élites embarcadas desde hace tiempo en el camino de la degradación, en un planeta donde los productos financieros derivados representaban a fines de 2017 unas siete veces el Producto Bruto Global, donde la deuda global total (pública más privada) era de casi tres veces el Producto Bruto Global, donde solo cinco grandes bancos estadounidenses disponían de “activos financieros derivados” por unos 250 billones de dólares (13 veces el Producto Bruto Interno de los Estados Unidos), donde sumadas las ocho personas más ricas del mundo disponen de una riqueza equivalente al 50 % de la población mundial (los más pobres).

La formación y encumbramiento de esas élites latinoamericanas son el resultado de prolongados procesos de decadencia estructural y cultural, de un subdesarrollo que incluyó hace ya varias décadas componentes parasitarias que se fueron adueñando del sistema, lo fueron carcomiendo, envenenando, pudriendo, siguiendo la lógica sobredeterminante del capitalismo global, no de manera mecánica sino imponiendo especificidades nacionales propias de cada degeneración social.

Por debajo de esas élites aparecen poblaciones fragmentadas, con trabajadores integrados desde el punto de vista de las normas laborales vigentes separados de los trabajadores informales, precarios. Con masas crecientes de marginales urbanos, de pobres e indigentes estigmatizados por los medios de comunicación, despreciados por buena parte de las clases integradas que se van achicando en la medida en que avanzan los procesos de concentración económica y pillaje de riquezas.

No se trata entonces de espacios sociales estancados, segmentados de manera estable sino de sociedades sometidas a la reproducción ampliada de la rapiña elitista transnacionalizada, a la sucesión interminable de transferencias de ingresos de abajo hacia arriba y hacia el exterior, a la degradación ascendente de la calidad de vida de las clases bajas pero también de porciones crecientes de las capas medias. 

Algunos autores se refieren al fenómeno calificándolo de “neoliberalismo tardío[4], algo así como un regreso a los paradigmas ideológicos neoliberales que tuvieron su auge en los años 1990 pero en un contexto global desfavorable a ese retorno (ascenso del proteccionismo comercial, declinación de la unipolaridad en torno de los Estados Unidos, etc.). Nos encontraríamos entonces frente a una aberración histórica, un contrasentido económico y geopolítico protagonizado por círculos dirigentes empecinados en su subordinación al Imperio norteamericano, interrumpiendo la marcha normal, racional, progresista y despolarizante que predominaba en América Latina. Las derechas latinoamericanas se encontrarían embarcadas en un proyecto a contramano de la evolución del mundo.

Pero ocurre que el mundo no se encamina hacia una nueva armonía, un nuevo ciclo productivo, sino hacia la profundización de una crisis de larga duración, iniciada hace casi medio siglo. La misma se caracteriza entre otras cosas por la declinación tendencial de las tasas de crecimiento de las economías capitalistas centrales tradicionales y la hipertrofia financiera (financierización de la economía global) impulsando el quiebre de normas, legitimidades institucionales y equilibrios socioculturales que aseguraban la reproducción de la civilización burguesa más allá de las turbulencias políticas o económicas. La mutación parasitaria-depredadora del capitalismo tiene como centro a Occidente articulado en torno del Imperio norteamericano pero envuelve al conjunto de la periferia y también afecta a potencias emergentes como China o Rusia muy dependientes de sus exportaciones donde los mercados de Europa, Estados Unidos y Japón cumplen un papel decisivo. Así es como las tasas de crecimiento del Producto Bruto Interno de China se vienen desacelerando y la economía rusa oscila entre la recesión, el estancamiento y el crecimiento anémico.

Un aspecto esencial de la nueva situación global es el carácter abiertamente devastador de las dinámicas agrarias, mineras e industriales motorizadas tanto por las potencias tradicionales como por las emergentes, cuyos efectos han dejado de ser una borrosa amenaza futura para convertirse en un desastre presente que se va amplificando año tras año.

Todo ello nos debería llevar a la conclusión de que los regímenes reaccionarios de América Latina no tienen nada de tardío, de desactualizado, de desubicación histórica sino que son la expresión de la podredumbre radical de sus élites, de su mutación parasitaria enlazada con un fenómeno global que las incluye. Lo que nos permite descubrir no solo la fragilidad histórica, la inestabilidad de esas burguesías, tan prepotentes y voraces como enfermas, sino también las vanas ilusiones progresistas negadoras de la realidad, que al calificar de tardío al lumpencapitalismo dominante lo marcan como anormal, anómalo, a destiempo, alentando la esperanza del retorno a la “normalidad” de un nuevo ciclo de prosperidad en la región, más o menos keynesiano, más o menos productivo, más o menos democrático, más o menos razonable, ni muy derechista ni muy izquierdista, ni tan elitista ni tan populista. El sujeto burgués de ese horizonte burgués fantasioso solo está en su imaginación, la marcha real del mundo lo ha convertido en un habitante fantasmagórico de la memoria. Mientras tanto los grandes “empresarios”, los círculos concretos de poder, participan de cuerpo y alma en la orgía de la devastación, tan desinteresados en el largo plazo y el desastre social y ambiental como en la racionalidad progresista (a la que consideran un estorbo, una traba populista al libre funcionamiento del “mercado”).     

Reacciones populares y profundización de la crisis

La gran incógnita es la que se refiere al futuro comportamiento de las grandes mayorías populares que fueron afectadas tanto desde el punto de vista económico como cultural por la decadencia del sistema. Las élites pudieron aprovechar la desestructuración, las irracionalidades sociales generadas por un fenómeno perverso que atravesó tanto las etapas derechistas como las progresistas. Durante los períodos de gobiernos de derecha civiles o militares promoviendo y garantizando privilegios y abusos de todo tipo, afirmando un “sentido común” egoísta, disociador, subestimador de identidades culturales solidarias. Pero cuando llegaron las experiencias progresistas esas élites utilizaron la degradación social existente, la fragmentación neoliberal heredada (enlazada en algunos casos con tradiciones de marginación muy enraizadas) impulsando irrupciones racistas, neofascistas de las capas medias extendidas a veces hasta espacios medio-bajos donde se mezclan el pequeño comerciante con el asalariado integrado (en consecuencia por encima del marginado, del precario).

Vimos así en Brasil, Argentina, Bolivia o Venezuela movilizaciones histéricas de clases medias urbanas neofascistas exigiendo las cabezas de los gobernantes “populistas”, manipuladas por los medios de comunicación y los poderes económicos que el progresismo había respetado como parte de su pertenencia al sistema (admitida abiertamente, silenciada o negada de manera superficial o insuficiente).

Ahora las llamadas restauraciones conservadoras o derechistas no están restaurando el pasado neoliberal sino instaurando esquemas de devastación nunca antes vistos. Pudieron triunfar gracias a las limitaciones y desinfles de progresismos acorralados por las crisis de sistemas que ellos pretendían mejorar, reformar o en algunos casos superar de manera indolora, gradual, “civilizada”.

Pero las crisis nacionales no se detienen, por el contrario son incentivadas por los comportamientos saqueadores de las derechas gobernantes que siguen practicando sus tácticas disociadoras, de embrutecimiento colectivo, buscando generar odio social hacia los pobres. Los medios de comunicación trabajan a pleno detrás de esos objetivos y como la declinación económica avanza empujada por las políticas oficiales y por la marcha de la crisis global, las manipulaciones mediáticas comienzan a demostrarse impotentes ante la marea ascendente de protestas populares. La virtualidad del marketing neofascista empieza a ser desbordado por la materialidad de las penurias no solo de los pobres sino también de capas medias que se van empobreciendo. Males materiales que al amplificarse les abren la puerta a la rebeldía de quienes nunca fueron engañados y de los que han sido embaucados. Es así como en Brasil el repudio popular al gobierno de Temer es abrumador o en Argentina la imagen edulcorada de Macri se va diluyendo velozmente mientras se extienden las protestas populares.

La represión, la militarización de los gobiernos de derecha aparece entonces como alternativa de gobernabilidad, las dinámicas dictatoriales de esos regímenes van engendrando dispositivos policial-militares con la esperanza de controlar a los de abajo, van funcionando con cada vez mayor intensidad los mecanismos de “cooperación hemisférica”: operaciones conjuntas con la DEA, suministro de armamento y capacitación para el control de protestas sociales, multiplicación de estructuras represivas nacionales y regionales monitoreadas desde los Estados Unidos.

Se trata de un combate con final abierto entre fuerzas sociales que buscan sobrevivir y que al hacerlo pueden llegar a engendrar vastos movimientos de regeneración nacional, radicalmente antisistémicos y élites degradadas e inestables, dependientes del amo imperial (que se reserva el derecho a la intervención directa, si las circunstancias lo requieren y permiten), animadas por un nihilismo portador de pulsiones tanáticas.

Jorge Beinstein es economista argentino, docente de la Universidad de Buenos Aires.

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