UN PAÍS DE VAQUEROS
Morella Barreto López
Donald Trump decidió atacar Siria, sin pruebas ni
argumentos, solo con mentiras. No le importó las advertencias de numerosos
países y, cual cowboy del lejano oeste, emprendió una nueva guerra contra un
pueblo inocente. La arrogancia característica del magnate esta vez se vio
acompañada de una profunda ignorancia y violando el derecho internacional
cumplió su deseo de dar la orden para el ataque militar. Se puso su sombrero
tejano, respiró profundo y sintió su autoestima, deshecha por las victorias de
Bashar Al Asad y Vladimir Putin, recuperada.
Esta semana hemos sido testigos de la gran tensión
internacional creada por los falsos positivos químicos levantados por Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia contra Siria y Rusia. La guerra fría está de
vuelta, aunque todos creíamos se había quedado en el siglo XX. Pero no. Karen
Pierce, la embajadora británica en la ONU, se encargó de recordarnos que para
ellos el enemigo es el mismo: ¡la Unión Soviética! ¿No se ha enterado la señora
Pierce que la URSS se desmembró en 1990? Parece que no, porque en un encendido
debate en el Consejo de Seguridad de la
ONU, le espetaba al embajador ruso Vasili Nebenzia: “Carlos Marx debe estar revolcándose en su tumba de ver lo que Rusia, el
país fundado en base a varios de sus preceptos, hace al apoyar a Siria”
(sic). A lo que el embajador de Bolivia, Sacha Llorenti, respondió: “estoy seguro de que Churchill y Roosevelt si
se están revolcando en su tumba como padres de este orden mundial”, desde
fines de la Segunda Guerra Mundial en 1945.
Los dos bloques geopolíticos que ahora resucitan se
enfrentan en Siria, pero en condiciones históricas totalmente diferentes: un
Estados Unidos en claro declive de su hegemonía mundial, que fomenta la guerra para
mantener la industria armamentística que sostiene su economía, y una Rusia no
comunista, recuperada de la debacle soviética y en pleno crecimiento y nuevo dominio.
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El cineasta estadounidense Oliver Stone ha intentado
una reinterpretación de la historia de su país y, cual cronista contemporáneo,
ha realizado una multitud de filmes políticos que revelan las cualidades de la élite
gobernante. Ignorante, arrogante, amenazante. Y es una conducta estructural que
viene de su pasado histórico, de los “padres
fundadores”. El supremacismo blanco ha dirigido el poder ese país desde
siempre, desde su propia constitución nacional que establece una democracia muy
limitada de varones, ricos y blancos. Bueno recordar que Estados Unidos se
fundó en 1776, en una pequeña franja del este de América del Norte, desde
Massachusetts hasta Georgia, a partir de la independencia de trece colonias
británicas fundadas por colonos y que declararon su independencia ese año. Estas
trece colonias fueron el germen de colonizador del resto del territorio que
ocurrió durante el siglo XIX. Invasiones de asentamientos y exterminio de los
pueblos indios originarios en Dakota del Norte y del Sur, Montana, Iowa; compra
de territorios a los antiguos imperios español y francés; anexión de Florida,
Texas, California, Oregón y Hawái; invasión de México y apropiación de la mitad
de su territorio; compra de Alaska a Rusia; la fiebre del oro y la conquista
del lejano oeste. Su existencia nacional está fundamentada en la invención imaginaria
de un enemigo que justifique su vocación belicista.
Trump no expresa más que eso y Hollywood, cual
maquinaria propagandística, construyó el imaginario simbólico de la “nación de
la libertad” con el que han dominado el mundo y se autodefinen “excepcionales”. En el pasado, Estados
Unidos cuidaba las apariencias y ante amenazas reales actuaba; como pasó en la
crisis de los misiles rusos en Cuba y norteamericanos en Turquía en 1962. Pero,
en el último tiempo las mentiras que fabrica son tan débiles y obvias que no
engañan a nadie. Solo a quienes visitan Disney World.
Otro cineasta norteamericano, Stanley Kubrick realizó
en 1964 una de las películas antibélicas más trascendentes y que revela la
vocación guerrerista de esa élite, Doctor
Strangelove o como aprendí a dejar de preocuparme y amar a la bomba. En una
escena memorable, el piloto de un avión B-52 repleto de bombas atómicas y sobre
territorio soviético, en el momento del bombardeo, al constatar que la puerta
del depósito de las bombas se ha atascado y no funciona, intenta soltarla
manualmente. La puerta se abre y el mayor sobre la bomba cae al espacio,
iniciando así la destrucción total del mundo. El mayor se ha puesto su sombrero
de ala grande, coge la bomba con una mano y arreándola rumbo a Rusia, cual
vaquero del lejano oeste, ondea su sombrero vaquero en el aire. Eso hizo Trump
al atacar a Siria y como Homero Simpson, quien remedaba al Mayor T.J. King
Kong, el piloto del B-52 de la película de Kubrick, cogió su sombrero texano y
decidió cabalgar la bomba.
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