LAS IDENTIDADES DEL VENEZOLANO
Rafael Pompilio Santeliz
En el Día de la resistencia es bueno recordar lo que han hecho de nosotros. Un estigma del humano es ser inconforme y eso es bueno pues permite la superación. Pero mucho hay en nosotros, como resultados de constructos diseñados por el capital, donde lo fundamental que cultivamos es la angustia del tener, en una espiral tan ascendente que nos niega la vida.
Las categorías de “progreso” y “felicidad” siempre estarán en discusión cuando comparamos y balanceamos los resultados de estas categorías en la historia de vida de los pueblos. En el fondo hay mucho de una alineación que nos cosifica. Una monstruosa enajenación por lo material, cuando mayormente vinimos a este mundo a vivir y no ha otra cosa. Quizá esté en lo mejor de la vida la valoración de las cosas sencillas que nos llenen lo vital del alma.
Uno pasa su existencia complaciendo peticiones y demostrando que es capaz de lo que otros consideran el deber ser del “triunfador”. En estas diferentes acrobacias en el asunto la vida se nos va en un comprar-vender-comprar. Una parte demostrando a otros que eres capaz y otra, la poca que queda, en seguir demostrando lo que creen que uno es.
Buena parte de nuestros comportamientos son los imaginarios de una “clase media” a la que creemos pertenecer enfermizamente. Estar en el medio es lo que las torna, justamente, un producto indefinido: demasiado pobres para sentirse aristócratas, demasiado ricos para sentirse pueblo, para sentirse plebe. Su lugar social es casi imposible: un poco de cada cosa, pero sin ser nada en definitiva. Despreciadas y utilizadas por los ricos, son personas muy sufridas, que atesoran sus posesiones con un celo patógeno, sus problemas existenciales son inagotables.
El juicio y el síndrome de la homogeneidad destruye lo autentico que hay en nosotros y el posible encuentro con otras maneras de ver la vida. Occidente nos ha inculcado el amor como contra revolución, con sus constantes trampas. El mismo que busca reproducir en chiquito al Estado burgués con todas sus facetas de propiedad y represión.
En el fondo de estas sociedades hay un gran vacío en el que pareciera que cada ser humano anda aquejado de una enfermedad distinta. Un modelo civilizatorio nos clasifica, nos amasa, con exámenes de eficiencia para ver qué tan capaces somos en el “éxito” instituido como standard.
De ahí que hayan hay tantas patologías. Somos inconclusos. Para muchos latinoamericanos nuestra réproba anatema es una suerte de saudade: “felizmente mal”. Una soledad no llenada por nada ni por nadie. Una búsqueda paranoica por un concepto que no se consigue, una tristeza “sin causa”, un devaneo intemperante, una añoranza atávica por los juntos y a conseguir sólo por momentos lo que sabemos ya furtivo.
Consecuencialmente, somos un producto no acabado de lo que han hecho de nosotros. No escogimos nacer en este tiempo, ni de nuestros padres, ni en los espacios de una parte de la patria. Nacimos y somos el resultado de un constructo hecho por otros, en algunos casos en términos de dominancia y dependencia. La etiqueta que nos cuelguen para calificarnos siempre será insuficiente. Por eso los zapatistas contestan: “Somos eso y más que eso” o también “Todavía no somos lo que quisiéramos ser”. Uno no es el nombre, ni el lugar, ni el título, ni el carro que tiene. Sólo es lo que es y la vida que hemos vivido es nuestro verdadero capital. Es lo que podemos dar y lo que nos vamos a llevar a la hora final.
En este transcurrir en medio de saltos, sueños y dificultades se conforma un modo vivencial trastocado por diferentes matices culturales que van dibujando la línea maestra de nuestra personalidad. En este anonadamiento por la prisa, por estar a nivel de los cambios, se producen nuestras atonías. Hemos pasado por intensos procesos de cambalaches. Por eso nuestra mentalidad coexiste con tiempos pasados que consideramos no terminados pues sentimos que no se agotaron sino que decretaron su muerte artificiosamente.
El no tener claro un panorama, el haber vivido en lo inconcluso crea incoherencias y falta de perseverancia. Nuestro híbrido se protege, creando una actitud defensiva, incluso agresiva de la personalidad. Su subtexto es: “no descubras mis desnudos, mis debilidades escondidas”. De esta argamasa vivencial heterogénea, irresoluta y truncada, nuestro pesimismo, melancolía y rochela. Tierra fértil de crímenes violentos y pasionales. Amor y desprecio juntos curten al ser, quizá sabio y carismático, pero desordenado y contradictorio en su andar.
Los Estados declarados y estructurados desde arriba y sin el corazón, también han contribuido a que nuestro tejido psico-social no encuentre una estructura institucional donde explayarse. La cultura aluvional no permitió refugios ideológicos y si los lográbamos lo hicimos acorazados en el dogma, defendiendo nuestra verdad sin reflexión holística ni particular. Nos marcaron los abrevaderos por donde principiamos nuestra travesía con la inocencia de los iniciados. Muchas veces dejamos lo que no teníamos que dejar y tomábamos el desacierto. Sin atavismos integradores se nos extravió el alma, se disgregaron nuestras piezas en impresiones inmediatistas y retazos no soldados. Perdidos los intersticios de la conciencia se decoloró la inspiración. Se malogró el sentido de nuestros ritos: la alegría por la llegada de las lluvias, el alborozo del verano, el canto a la la fertilidad y al trabajo, la llegada de los meses con sus juegos. Nos plagamos de sitios sin nuestra historia, abandonando el melifluo trato, el vecindario y sus testimonios cotidianos. El no lugar opacó nuestra personalidad colectiva. La angustia del “no tener” nos hizo miserables en cada gesto. La vorágine de la multitud y el “modernismo” obstruyó nuestra identidad que, entre otras cosas, es la comprensión de nuestro propio valor.
El desarraigo y el no lugar obnubilaron nuestro andar. La vida del trashumante en las grandes urbes sólo es un trotar sin rumbo, un apuro sin razón, una dolencia sin cura. Es como mirar lo que no cabe en los ojos. Pusilánime callejea el sin sentido. El apuro no permite la conciencia y afirma la costumbre a ver sólo caos. El absurdo acaba siendo el lugar donde no somos. Desagradable forma de desamor y desarraigo, ver perder nuestra pertenencia a un espacio o un país, que, de alguna forma, también hemos forjado.
Nuestra alma debería de ser un andar degustado, un hálito que pasea valorando sus propios pasos en esa búsqueda de los escondrijos del afecto. Avanzar en un destilar sin prisa, da un sabor siempre diferente, una conciencia de lo que se tiene y todavía no se ha perdido. Sobre todo porque el hoy siempre será mejor que el ayer... cuando no existíamos. Quizás comparar con otras realidades más destrozadas ayudaría a ponderar lo todavía virginal de nuestro país y lo infinito por hacer. La queja y el dolor son punto muerto si nos atrevemos a descubrir lo que la vida se cansa de mostrarnos, y luego se repliega, agotada por nuestra indiferencia.
Nuestra alma debería de ser un andar degustado, un hálito que pasea valorando sus propios pasos en esa búsqueda de los escondrijos del afecto. Avanzar en un destilar sin prisa, da un sabor siempre diferente, una conciencia de lo que se tiene y todavía no se ha perdido. Sobre todo porque el hoy siempre será mejor que el ayer... cuando no existíamos. Quizás comparar con otras realidades más destrozadas ayudaría a ponderar lo todavía virginal de nuestro país y lo infinito por hacer. La queja y el dolor son punto muerto si nos atrevemos a descubrir lo que la vida se cansa de mostrarnos, y luego se repliega, agotada por nuestra indiferencia.
En buena parte hemos perdido el niño que habitaba en nosotros. Hay tantas cosas que valorar: el juego al azar, que en nuestra tierra mágica logra lo real maravilloso; la embriagante bohemia; el compromiso con una causa que nos trascienda; el afecto, la amistad, el sortilegio de los amantes, la fiesta de los cuerpos retozando, la abstracción artística, el escribir y escribirnos, las notas de despedida en un espejo, el beso sorpresa, la sonrisa sola y pícara, el mirar para arriba, el dejarse mimar, el todavía sonrojarse, el bordón de una guitarra en serenata, el bailar solo; fundirse con un río o mirar juntos la inmensidad del mar... Pero ya esas son cosas “raras” que se reducen a un desconocido amigo que llamamos “personaje”, pues pareciéramos que somos extraños a la vida. Nuestros pasos siguen perdiéndose en grandes salas de espera, buscando la casualidad y el encuentro que experimente furtivamente la posibilidad de la aventura y se vaya definitivo este sentimiento de que no queda más que “ver venir”. Entonces, nos vamos quedando descifrando lo que somos, a la luz de lo que ya no somos.
Pareciéramos el diario de un moribundo o más bien de un sobreviviente. Somos muchos y a la vez somos uno, unidos en lo diverso. Afanosos buscamos unir pedazos de un rompecabezas como para ensamblarnos de nuevo. Tenemos una racionalidad demasiado occidental y descuidamos o desconocemos tantos aportes de nuestros pueblos originarios que en términos de la política y de la vida misma tienen mucho que enseñarnos. Un buen punto de partida debería ser volver a nuestra génesis y mirarnos, o como decía mi querido poeta Carlos Augusto León en un verso: “Vuelve a ti, vuelve a ti. ¿Quién más que tu ha estado esperándote?
No hay comentarios:
Publicar un comentario