Historias de vidas. Cimarrona, Lara, 1997.
El Paisa era un viejo juglar que recorría caminando el occidente del país desde tiempos imprecisos.
Hasta los más ancianos cuentan haberlo visto cuando niños. Él siempre aparecía en el imprevisto, sonando, al llegar y al irse, unas botellas que cargaba en un fardo, con una melodía inolvidable.
Allí la chiquillería se llenaba de gozo, las mujeres dejaban el fogón mustio, los hombres las escardillas y los viejos sus tristezas. Llenándose de brillo sus ojos.
Era esa savia anónima que hace vivir a los pueblos.
El hablador daba noticias de sucesos, muertes y hasta del cielo, si le preguntaban.
El ruedo humano se aglutinaba con respeto alrededor del anciano parlante. Las mujeres traían sus dulces y tortas de maíz rellenas y el paisa contestaba cada pregunta ampliándolas con noticias del más allá.
Una vez, al entrar a una aldea señaló un viejo roble y le dijo a alguien como si lo conociera: “Allí los hombres me mataron, pero me gustó tanto la muerte que volví a vivir, para seguir muriendo”.
Paisa, preguntó otro: ¿Cómo hago para llegar rápido a la capital por estos cujisales?
-Enderece los caminos y recoja la velocidad de los carros-, fue la respuesta.
Otro joven estudiado y de visita le preguntó por la oscuridad de la noche. “La noche –dijo el hablador- fue la desgracia de un muchachito de estos lados. Con una fonda de ligas muy fuertes, le dio por matar a un pájaro de dulces coloridos. La estiró hasta lo último, apuntó y falló; la piedra iba tan fuerte que quebró al sol. El niño corrió asustado por el estallido y los añicos; y de ahí para delante: la noche. Porque antes habían dos soles: uno para la noche y otro para el día”.
Así pasaba los ratos contando cuentos de asombro, hasta recoger sus botellas y volverlas a sonar, con su música característica, para regresar algún día.
Uno de esos que marcharon a la ciudad y que vuelven con armas y camioneta nueva, le ofreció la cola. El paisa, sin mirarlo, la rechazó diciéndole a otro: “Cómo le parece Don fulano, ahora y que se llega más rápido sentado que caminando”.
A dos años después de haberlo conocido, supe de la muerte del Paisa.
Me cuentan que en sus delirios hablaba de un lugar llamado Soroapo donde batallaba contra los españoles. “Eran muchos –dicen que decía-, peleé hasta el final y cuando ya no pude con ellos, me acosté pecho en tierra y con los brazos abiertos para sentirla, pero siempre me apuñalearon. Las puntas de sus espadas venían desde adentro de la tierra”.
Esta es una historia de vida que siempre quedará grabada en los caseríos larenses de Boro, Cimarrona, Maraca, Ira y todos los que se encuentran por esas rutas de yabos, cañas y cujíes, hasta el estado Zulia.
Hasta los más ancianos cuentan haberlo visto cuando niños. Él siempre aparecía en el imprevisto, sonando, al llegar y al irse, unas botellas que cargaba en un fardo, con una melodía inolvidable.
Allí la chiquillería se llenaba de gozo, las mujeres dejaban el fogón mustio, los hombres las escardillas y los viejos sus tristezas. Llenándose de brillo sus ojos.
Era esa savia anónima que hace vivir a los pueblos.
El hablador daba noticias de sucesos, muertes y hasta del cielo, si le preguntaban.
El ruedo humano se aglutinaba con respeto alrededor del anciano parlante. Las mujeres traían sus dulces y tortas de maíz rellenas y el paisa contestaba cada pregunta ampliándolas con noticias del más allá.
Una vez, al entrar a una aldea señaló un viejo roble y le dijo a alguien como si lo conociera: “Allí los hombres me mataron, pero me gustó tanto la muerte que volví a vivir, para seguir muriendo”.
Paisa, preguntó otro: ¿Cómo hago para llegar rápido a la capital por estos cujisales?
-Enderece los caminos y recoja la velocidad de los carros-, fue la respuesta.
Otro joven estudiado y de visita le preguntó por la oscuridad de la noche. “La noche –dijo el hablador- fue la desgracia de un muchachito de estos lados. Con una fonda de ligas muy fuertes, le dio por matar a un pájaro de dulces coloridos. La estiró hasta lo último, apuntó y falló; la piedra iba tan fuerte que quebró al sol. El niño corrió asustado por el estallido y los añicos; y de ahí para delante: la noche. Porque antes habían dos soles: uno para la noche y otro para el día”.
Así pasaba los ratos contando cuentos de asombro, hasta recoger sus botellas y volverlas a sonar, con su música característica, para regresar algún día.
Uno de esos que marcharon a la ciudad y que vuelven con armas y camioneta nueva, le ofreció la cola. El paisa, sin mirarlo, la rechazó diciéndole a otro: “Cómo le parece Don fulano, ahora y que se llega más rápido sentado que caminando”.
A dos años después de haberlo conocido, supe de la muerte del Paisa.
Me cuentan que en sus delirios hablaba de un lugar llamado Soroapo donde batallaba contra los españoles. “Eran muchos –dicen que decía-, peleé hasta el final y cuando ya no pude con ellos, me acosté pecho en tierra y con los brazos abiertos para sentirla, pero siempre me apuñalearon. Las puntas de sus espadas venían desde adentro de la tierra”.
Esta es una historia de vida que siempre quedará grabada en los caseríos larenses de Boro, Cimarrona, Maraca, Ira y todos los que se encuentran por esas rutas de yabos, cañas y cujíes, hasta el estado Zulia.
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