lunes, 14 de abril de 2014

Al César lo que es del Chirinos

YVKE Mundial/Luis Britto García
1 ¿Qué ha sido Venezuela para nuestros narradores? Para los románticos, compilación de anécdotas de picaresca costumbrista; para los positivistas, catálogo de taras raciales; para los izquierdistas, relampagueante violencia prometeica. En el último tercio del siglo XX, sin embargo, se perfila una narrativa que intenta la recuperación de una imagen del país sin el cotejo con un proyecto sociopolítico de gran escala. Me gusta llamarla la teluricidad personal: el retorno al terruño, pero no desde la óptica del reformista predicador, sino desde la de quien espiritualmente nunca se ha separado de su región, al extremo de ser una misma cosa con ella.
2 Este enfoque se patentiza en 1970 con El osario de Dios, de Alfredo Armas Alfonzo. La obra impone pautas que seguirán la mayoría de quienes cursan el tema: el narrador confundido con los personajes; la sencillez y la coloquialidad en el lenguaje, la tensión poética, la fragmentación y la extrema brevedad de los textos. Dichos rasgos caracterizan también a Compañero de viaje, de Orlando Araujo, y a los textos de tema rural de Rajatabla, libros publicados el mismo año. También los comparten Redes maestras y A dos palmos apenas, de Efraín Hurtado; Gracias por los favores recibidos, de Orlando Chirinos: Zona de tolerancia, de Benito Yradi, Memorias de Altagracia, de Salvador Garmendia, y Diccionario de los hijos de papá y Buchiplumas, de César Chirinos. Se trata casi sin excepción de provincianos que han buscado una nueva vida en las urbes; afectados por el choque cultural de un desarraigo temprano. Hasta César Chirinos, epítome de zulianidad, nace en Coro y resume ancestralmente herencias del hebraísmo sefardí, de la africanidad y de las mil corrientes que confluyen en los embarcaderos corianos y zulianos. Entrevistado, declara sobre su verba: “Todos los del área del Caribe que hemos vivido en los puertos tenemos ese lenguaje que es propio del Caribe”.
César reconstituye esa inmensa orilla mediante una densa elaboración lingüística: terruño y orígenes se funden en una manera de decir: un habla. Ya desde sus títulos nos asaltan agresivos regionalismos: El quiriminduña de los ñereñeres, Buchiplumas. Sí, hemos dado con el barroco, la primera de las constantes del espacio alucinatorio del Caribe: la intrincación, el agobio decorativo que como el calor lo llena todo. Leamos esta línea inicial de El quiriminduña..: “La mano de tres dedos en situación redonda tiembla en una de sus penumbras”. Cursemos este final de Sombrasnadamás: “(…) sin teomanía, solo con el símbolo de tu voluntad de palabra, ejercido como oficio de guerra del amor”.
Pues quien dice barroco dice musicalidad y sensualidad. Escuchemos al César que declara para Yordi Piña: “Claro porque yo soy hijo de afrodescendientes. Siempre lo digo, en África el sentido guía es el oído, pero en occidente es el ojo, pero este tiene errores. Con el oído yo recojo y trabajo con los haceres no con los seres (…). Soy espontáneo al escribir porque si hiciera esfuerzo no lo haría. Veo las imágenes y me impulsan a escribir, hasta la más simple”.
Mas las fiestas caribeñas del cuerpo son solo disfraz para la lejanía, para el desasimiento. En las novelas del terruño el sujeto se debilita mediante la difusión de la anécdota entre centenares de pequeñas criaturas. Los personajes de Chirinos son muchedumbres, sujetos colectivos. Su autor se niega intencionalmente a hacer de uno de ellos protagonista. Incluso el narrador, cuando se presenta como un testigo de los hechos, aparece borrado o borroso. El sujeto es solo una voz ansiosa de confundirse con las voces en la comunidad inmensa de las voces, que son la memoria.
Seres que incendian universidades y preescolares cortaron unas vías y me impidieron decirle personalmente esto a César. Jamás quemarán el símbolo de la voluntad de palabra, ejercido como oficio de guerra del amor.

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