martes, 31 de julio de 2012

EL CONSUMISMO: ¿UNA ENFERMEDAD? 
por Marcelo Colussi 

En el corazón de las selvas del Petén, en lo que actualmente es Guatemala,
en la cima del Templo IV, joya arquitectónica legada por los mayas del Período
Clásico, dos jovencitas turistas estadounidenses -con ropa Calvin Klein,
con calzado Nike, con lentes de sol Rayban, con teléfonos portátiles Nokia,
cámaras fotográficas digitales Sony, videofilmadoras JVC y tarjeta de crédito
Visa, hospedadas en el hotel Westing Camino Real y habiendo viajado con millas
de "viajero frecuente" por medio de American Airlines, hiperconsumidoras
de Coca-Cola, Mc Donald?s y de cosméticos Revlon- comentaban al escuchar
los gritos de monos aulladores encaramados en árboles cercanos: "pobrecitos.
Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un "moll" donde ir a comprar".

Consumir, consumir, hiper consumir, consumir aunque no sea necesario, gastar
dinero, hacer shopping? todo esto ha pasado a ser la consigna del mundo moderno.
Algunos -los habitantes de los países ricos del Norte y las capas acomodadas
de los del Sur- lo logran sin problemas.

Otros, los menos afortunados -la gran mayoría planetaria- no; pero igualmente
están compelidos a seguir los pasos que dicta la tendencia dominante: quien
no consume está out, es un imbécil, sobra, no es viable. Aunque sea a costa
de endeudarse, todos tienen que consumir. ¿Cómo osar contradecir las sacrosantas
reglas del mercado?

Podríamos pensar que el ejemplo de las jóvenes arriba presentado es una ficción
literaria -una mala ficción, por cierto-; pero no: es una tragicómica verdad.
El capitalismo industrial del siglo XX dio como resultado las llamadas sociedades
de consumo donde, aseguradas ya las necesidades primarias, el acceso a banalidades
superfluas pasó a ser el núcleo central de toda la economía. Desde la década
de los 50, primero en Estados Unidos, luego en Europa y Japón, la prestación
de servicios ha superado largamente la producción de bienes materiales. Y
por supuesto los bienes masivos suntuarios o destinados no sólo al aseguramiento
de la subsistencia física (recreación, compras no unitarias sino por cantidades,
mercaderías innecesarias pero impuestas por la propaganda, etc., etc.) encabezan
por lejos la producción general. ¿Por qué esa fiebre consumista?

Todos sabemos que la pobreza implica carencia, falta; si alguien tiene mucho
es porque otro tiene muy poco, o no tiene. En una sociedad más justa, llamada
socialismo, "nadie morirá de hambre porque nadie morirá de indigestión",
dijo Eduardo Galeano. No es necesario un doctorado en economía política para
llegar a entender esta verdad. Pero contrariamente a lo que podría considerarse
como una tendencia solidaria espontánea entre los seres humanos, quien más
consume anhela, ante todo, seguir consumiendo. La actitud de las sociedades
que han seguido la lógica del híper consumo no es de detener el mismo, repartir
todo lo producido con equidad para favorecer a los desposeídos, detener el
saqueo impiadoso de los recursos naturales. No, por el contrario el consumismo
trae más consumismo. Un perro de un hogar término medio del Norte come un
promedio anual de carne roja mayor que un habitante del Tercer Mundo.

Mientras mucha gente muere de hambre y no tiene acceso a servicios básicos
en el Sur (agua potable, alfabetización mínima, vacunación primaria), sin
la menor preocupación y casi con frivolidad se gastan cantidades increíbles
en, por ejemplo, cosméticos (8.000 millones de dólares anuales en Estados
Unidos), o helados (11.000 millones anuales en Europa), o comida para mascotas
(20.000 millones anuales en todo el Primer Mundo). ¿Somos entonces los seres
humanos unos estúpidos y superficiales individualistas, derrochadores irresponsables,
vacíos compradores compulsivos? Responder afirmativamente sería parcial,
incompleto. Sin ningún lugar a dudas todos podemos entrar en esta loca fiebre
consumista; la cuestión es ver por qué se instiga la misma, o más aún: es
hacer algo para que no continúe instigándosela.

Lo cual lleva entonces a reformular el orden económico-social global vigente.
¡Esta locura no puede seguir así!

Si bien es cierto que en las prósperas sociedades de consumo del Norte surgen
voces llamando a una ponderada responsabilidad social (consumos racionales,
energías alternativas, reciclaje de los desperdicios, ayuda al subdesarrollado
Sur), no hay que olvidar que esas tendencias son marginales, o al menos no
tienen la capacidad de incidir realmente sobre el todo.

Recordemos, por ejemplo, el movimiento hippie de los años 60 del pasado siglo:
aunque representaba un honesto movimiento anti-consumo y un cuestionamiento
a los desequilibrios e injusticias sociales, el sistema finalmente terminó
devorándolo. Dicho sea de paso: las drogas o el rock and roll, sus insignias
de las décadas de los 60 y 70, acabaron siendo otras tantas mercaderías de
consumo masivo, generadoras de pingües ganancias (no para los hippies precisamente,
por cierto).

Una vez fomentado el consumismo, todo indica que es muy fácil -muy tentador
sin dudas- quedar seducido por sus redes. Por ejemplo: los polímeros (las
distintas formas de plástico) constituyen un invento reciente en la historia;
en el Sur recién se van conociendo a mediados del siglo XX, luego que ya
eran de consumo obligado en el Norte, pero hoy ya ningún habitante de sus
empobrecidos países podría vivir sin ellos, y de hecho, en proporción, se
consumen más ahí que en el mundo desarrollado donde comienza a haber una
búsqueda del material reciclado. Por diversos motivos (¿para estar a la moda
que le impusieron?), es más probable que un pobre del Tercer Mundo compre
una canasta de plástico que de mimbre. El consumismo, una vez puesto en marcha,
impone una lógica propia de la que es muy difícil tomar distancia. Es "adictivo",
podría decirse.

Del mismo modo, y siempre en esa dinámica, veamos lo que sucede con el automóvil.
Actualmente es archisabido que los motores de combustión interna -es decir:
los que le rinden tributo a la monumental industria del petróleo en definitiva-
son los principales agentes causantes del efecto invernadero negativo; y
sabido es también que producen un muerto cada dos minutos a escala planetaria
por accidentes de tránsito, inconvenientes todos que podrían verse resueltos,
o minimizados al menos, con el uso masivo de medios de transporte público,
más seguros en términos de seguridad individual y ecológica (un solo motor
puede transportar cien personas, por ejemplo, pero hasta no acabar la última
gota de petróleo no habrá vehículos impulsados por energías limpias: agua
o sol por ejemplo).

Un motor quemando combustibles fósiles por persona no es sostenible a largo
plazo en términos medioambientales, pero curiosamente para los primeros veinticinco
años del siglo en curso las grandes corporaciones de fabricantes de automóviles
estiman vender mil millones de unidades en los países del Sur, y los habitantes
de estas regiones del globo, sabiendo de las lacras arriba mencionadas y
conocedores de los disparates irracionales que significa moverse en ciudades
atestadas de vehículos, no obstante todo aquello están gozosos con el boom
de estas máquinas fascinantes.

En esa lógica entonces, quien puede, aún endeudándose por años, hace lo imposible
por llegar al "cero kilómetro". Todo lo cual nos lleva a dos conclusiones:
por un lado pareciera que todos los seres humanos somos demasiado manipulables,
demasiado fáciles de convencer (los publicistas lo saben a la perfección).
No otra cosa nos dice la semiótica, o la psicología social de cuño estadounidense
centrada en el manejo mercadológico de las masas. De no ser así George Bush
hijo, un alcohólico recuperado bastante poco ducho en las lides políticas,
no podría haber sido presidente de su país en dos ocasiones (gracias a un
video sensacionalista en su segunda campaña presidencial, por ejemplo, que
explotó los miedos irracionales del electorado); o el cabo del ejército alemán
Adolf Hitler no podría haber hecho creer al "educado" pueblo alemán ser una
raza superior y llevarlo a un holocausto de proporciones dantescas.

Pero por otro, como segunda conclusión -y esto es sin dudas el nudo gordiano
del asunto- las relaciones económico-sociales que se han desarrollado con
el capitalismo no ofrecen salida a esta encerrona de la dinámica humana.
El gran capital no puede dejar de crecer, pero no pensando en el bien común:
crece, al igual que un tumor maligno, en forma loca, desordenada, sin sentido.
¿Para qué la gran empresa tiene que continuar expandiéndose? Porque su lógica
interna lo fuerza a ello; no puede detenerse, aunque eso no sirva para nada
en términos sociales. ¿Por qué los millonarios dueños de sus acciones tienen
que seguir siendo más millonarios? Porque la dinámica económica del capital
lo fuerza, pero no porque ese crecimiento sirva a la población. Y ese crecimiento,
justamente -como tejido canceroso- se hace a expensas del organismo completo,
del todo social en este caso, haciendo consumir, consumir lo innecesario,
depredando recursos naturales, y volviéndonos cada vez más tontos, manipulando
nuestras emociones a través de las técnicas de mercadeo para que sigamos
comprando. "Pobrecitos. Aúllan de tristeza, porque no tienen cerca un ?moll?
donde ir a comprar"?

Dictando modas, fijando patrones de consumo, obligando a cambiar innecesariamente
los productos con ciclos cada vez más cortos (obsolescencia programada),
haciendo sentir un "salvaje primitivo" a quien no sigue esos niveles de compra
continua, con refinadas -y patéticas- técnicas de comercialización (propaganda
engañosa, manipulación mediática que no da respiro, crédito obligado), el
gran capital, dominador cada vez más omnímodo de la escena económica-político-cultural
planetaria, impone el consumo con más ferocidad que las fuerzas armadas que
lo defienden lanzan bombas sobre territorios díscolos que se resisten a seguir
ese guión.

Por cierto que, dadas ciertas circunstancias, el "consumismo" irrefrenable
podría ser considerado como una conducta patológica. De hecho en la Clasificación
Internacional de las Enfermedades -CIE- de la Organización Mundial de la
Salud, así como en el Manual de Trastornos Mentales de la Asociación de Psiquiatras
de Estados Unidos -DSM, versión IV- aparece como una posible forma de las
compulsiones. Y desde esa matriz médico-psiquiatrizante pudo llegar a describirse
la "compra compulsiva" como una categoría diagnóstica determinada. "Preocupación
frecuente por las compras o el impulso de comprar, que se experimenta como
irresistible, intrusivo y/o sin sentido. Compras más frecuentes de lo que
uno se puede permitir y de objetos que no se necesitan, o sesiones de compras
durante más tiempo del que se pretendía".

Sin negar que ello exista como variable psicopatológica ("Se calcula que
la compra compulsiva afecta entre 1.1% y el 5.9% de la población general
y es más común entre las mujeres que entre los hombres"), el consumismo voraz
que nos impone el sistema es más que una conducta compulsivo-adictiva individual.
En todo caso, nos habla de una "enfermedad" intrínseca al sistema mismo.
Si las jovencitas del ejemplo con que se abría el presente texto son tan
"estúpidas", frívolas y superficiales, no son sino el síntoma de un trastorno
que se mueve a sus espaldas. Trastorno que, por cierto, no se arregla con
ningún producto farmacéutico, con un nuevo medicamento milagroso, con otra
mercadería más para consumir, por más bien presentada y publicitada que esté.
Se arregla, en todo caso, cambiando el curso de la historia. 

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