lunes, 30 de abril de 2012


Historia del Día de los Trabajadores


 Los Mártires de Chicago – (De izquierda a derecha) George Engel, Samuel Fielden, Adolph Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Albert Parsons, Oscar Neebe y August Spies.

Reeditamos esta información,  en la cual el autor relata los acontecimientos previos a la gran manifestación del 1º de mayo de 1886 en Chicago, por la conquista de la jornada de ocho horas. Describe en detalle el nivel de agitación y movilización del proletariado, el odio burgués que producía, las provocaciones policiales que tuvieron su pico el 4 de mayo, el arresto de los principales dirigentes, su juicio y ejecución.

El mencionado folleto circuló hace ya muchos años, sin editorial ni autor reconocidos. La constatación histórica realizada posteriormente lo señala como un material absolutamente fiel a los hechos. Su publicación por la Rel-UITA -en la que eliminamos el capítulo referido a Lucy Parsons por tratar este tema en un artículo aparte (1) no tiene solamente una motivación histórica, pretendemos que también resulte de utilidad para la formación de los trabajadores y trabajadoras jóvenes.          

  
Recordemos el 4 de mayo de 1886
Plaza de Haymarket
 
Un hermoso día en Chicago

Aun en tiempos normales, los industriales de Chicago gozaban de merecida fama de salvajismo. El Departamento de Policía -según Henry David en su autorizado trabajo El caso Haymarket- "hacía tiempo que era utilizado como si fuera una fuerza privada al servicio de los patronos". Como si fuera asunto de rutina, rompía todas las reuniones de trabajadores repartiendo garrotazos a cuantos hallaba a su alcance, encarcelando a los dirigentes obreros indiscriminadamente, y abusando de sus revólveres muy a menudo, después de derribar las puertas de los locales sindicales. La mayoría de los agentes policiales, además del pago que recibían del municipio, percibían dinero también de las organizaciones patronales. Se les había inculcado en tal forma la idea de que todo huelguista era agente extranjero y que todos los nacidos fuera del país eran anarquistas o socialistas que tramaban destruir el orden establecido, que estaban más convencidos que los propios industriales de esas falsedades.

Los magnates locales de la carne, de la prensa, del comercio, de las maquinarias agrícolas, los Armours, Swifts, Medills, Fields y Mc Cormicks, paseaban por las calles de Chicago arrogantemente como si fuera su feudo, considerándose a sí mismos como de un barro infinitamente más fino que el de los polacos, irlandeses, bohemios y alemanes que poblaban la ciudad enriqueciéndolos con su sudor. Algo del espíritu de ese Chicago, aún antes del 1º de mayo de 1886, puede apreciarse en un suelto del Chicago Tribune publicado el 23 de noviembre de 1875, comentando una reunión de 50 desempleados, que protestaban por la política seguida por la Sociedad de Ayuda y Alivio en la distribución de subsidios: "No hay gente más inclinada que la norteamericana a hacer justicia por sus propias manos. El juez Lynch es norteamericano de nacimiento y de carácter  [...] Todos los postes de luz de Chicago serán decorados con el esqueleto de un comunista si es necesario para evitar que se propague el incendio y para prevenir cualquier intento subversivo".

Durante los dos meses que precedieron al 1° de mayo, escribe David, "ocurrían repetidos disturbios y era común ver vagones patrulleros llenos de policías armados precipitándose a


Albert Parsons
 través de la ciudad". En marzo y abril subió la tensión, como un termómetro al sol, al informarse en los periódicos de Chicago sobre los miles de trabajadores que diariamente declaraban que se adherirían a la huelga el 1°, de mayo. A lo largo de marzo y abril Albert R. Parsons y August Spies trabajaron como nunca lo habían hecho antes, persuadiendo a los sindicatos locales para que se plegaran al movimiento del 1° de mayo.

Parsons, orador elocuente, era un incansable activista. Destacado dirigente del sindicalismo de Chicago, no solo era miembro de los Caballeros del Trabajo (Knights of labor), sino que también fue fundador del Sindicato Obrero Central, con 12 mil afiliados.

En marzo los sindicatos de ebanistas, maquinistas, gasistas, fontaneros y estibadores de Chicago, tomaron resoluciones para realizar una huelga el 16 de mayo, si antes de esa fecha no se les concedía la jornada de ocho horas. A principios de abril 35 mil trabajadores de los corrales votaron en favor de la adhesión al paro. Pocos días después los albañiles, carniceros, jugueteros, zapateros, empleados del comercio y tipógrafos, se unían al ya gigantesco movimiento. En la última semana de abril, el "Bradstreet" calculaba que 62 mil trabajadores de Chicago se habían comprometido a realizar el paro del 16 de mayo, mientras que el viernes 30 de abril otros 25 mil trabajadores habían exigido la jornada de ocho horas sin amenaza de paro, y 20 mil ya habían logrado esa conquista.

Ante los preparativos de los patronos movilizando a la Guardia Nacional, aumentando las fuerzas policiales y fundando un cuerpo especial de represión, el sindicalismo realizó dos grandes y militantes reuniones masivas. La primera una asamblea de los Caballeros del Trabajo el 17 de abril, que se realizó en el local Cavalry Armory colmando su capacidad con 7 mil trabajadores, mientras 14 mil más escuchaban afuera. La segunda ocurrió el domingo 25 de abril, en la que Albert Parsons y August Spies hablaron ante 25 mil trabajadores.

Los periódicos locales, con el "Tribuno" usando con diversas variaciones su lema favorito de "el esqueleto de un socialista en cada poste", concentraron sus fuegos sobre Parsons y Spies como los mayores responsables del movimiento en favor de la jornada de ocho horas.

El 1° de mayo de 1886 fue un hermoso día en Chicago. El fuerte viento proveniente del lago, con frecuencia muy inclemente en la primavera, había amainado ese día y había un sol radiante. Era un día calmo en más de un aspecto, las fábricas paradas y vacías, los almacenes cerrados, las calles desiertas, los conductores ociosos, las construcciones detenidas, los corrales estaban silenciosos y ninguna columna de humo surgía de las chimeneas.

Era sábado, ordinariamente día de trabajo. Una multitud de trabajadores riendo, charlando, bromeando y vestidos de domingo, acompañados de sus esposas e hijos, se reunían para el gran desfile en la Avenida Michigan. Esta presentaba el aspecto de los días de fiesta. Hombres robustos y rudos, ataviados con ropas de "fiesta" pero algo toscas, repetían satisfechos: "Todos salieron de mi casa, hasta el gato". Pero el enemigo acechaba desde sitios estratégicos.

A los lados de la ruta que seguiría el desfile y en las calles adyacentes policías armados, agentes del cuerpo de represión y agentes "especiales" buscaban ubicación, listos para hacer respetar "la ley y el orden". Todos los techos próximos estaban ocupados por estos "agentes del orden" munidos de rifles y otros materiales bélicos. En las Armerías del Estado, 1.350 miembros de la Guardia Nacional, equipados con fusiles Gatling, estaban acuartelados y prontos a marchar contra los manifestantes. En un edificio de oficinas de la zona central estaba reunido en sesión permanente el Comité de Ciudadanos, para recibir informaciones inmediatas desde todos los puntos de posibles conflictos: era el estado mayor que dirigiría la batalla para salvar a Chicago de la "socialista" jornada de ocho horas.

Albert Parsons, bien acicalado, se sentía alegre y optimista. Caminando bajo el espléndido sol de ese día, con su esposa Lucy y sus dos hijitos hacia la Avenida Michigan, su corazón

Lucy Parsons
 saltaba dentro del pecho al ver a los miles y miles de huelguistas que se aprestaban para el desfile. August Spies, su mejor amigo, con su bigote rubio temblándole de excitación y placer, corría de un lado para otro con un ejemplar del "Chicago Mail" bajo el brazo. Unos 340 mil trabajadores desfilarían ese día en todo el país. Cerca de 190 mil se habían plegado a la huelga. En Chicago alrededor de 80 mil obreros se habían lanzado a la calle para conquistar la jornada de ocho horas. "Y la mayoría -decía Spies agitando el diario- están aquí esperando que comience el desfile". En cierto momento se detuvo en sus idas y venidas, y, en forma pausada, como si reflexionase para sí, leyó en voz alta estos dos párrafos del editorial del mencionado periódico:

"Hay dos rufianes peligrosos que andan en libertad en esta ciudad; dos cobardes que se ocultan y que están tratando de crear dificultades. Uno de ellos se llama Parsons, el otro Spies. Señálenlos hoy. Manténganlos a la vista.

Indíquenlos como personalmente responsables de cualquier dificultad que ocurra. Hagan un escarmiento realmente ejemplar con ellos si en verdad se producen dificultades".

El desfile estaba comenzando, miles de trabajadores lo iban engrosando. Cada uno de ellos experimentaba la emoción de ver concretada su aspiración de solidaridad y fraternidad en la lucha común, y todos marchaban regocijados. Los niños se desprendían de vez en cuando de la mano de sus padres y corrían adelante haciendo cabriolas. La gente reía presa de raro júbilo, y miraba continuamente hacia atrás a la vasta concurrencia que la seguía y que parecía un símbolo visible del poder del trabajo al unificarse. Entre el número aparentemente sin fin había Caballeros del Trabajo y afiliados a la Federación Norteamericana del Trabajo, bohemios, alemanes, polacos, rusos, italianos, irlandeses, negros, blancos y antiguos vaqueros que ahora trabajaban en los corrales de los mataderos de Chicago. Había católicos, protestantes y judíos; anarquistas, socialistas, republicanos, comunistas y demócratas; pagadores de impuesto único y, en fin, gente corriente que formaba una sola e irresistible columna de voluntades para reclamar la implantación de la jornada de las ocho horas de trabajo en todas partes.

Parsons marchaba cerca de la cabeza del desfile, del brazo de Lucy; Lulú, su hija de siete años, iba tomada de su mano y Albert, el varoncito de ocho años, tomaba la mano de su madre. El desfile se encaminó hacía el lago Front, punto de reunión para escuchar los discursos de los oradores. Hablaron en inglés, bohemio, alemán y polaco. Parsons fue el penúltimo en hacer uso de la palabra. Se refirió especialmente al poder invencible de la unidad obrera.

Spies cerró el acto. Era joven, 31 años, muy bien parecido, con perfil clásico, ojos azules y piel muy blanca. Editaba el periódico de los trabajadores alemanes, "Arbeiter-Zeitung", y era extraordinariamente elocuente, tanto en su idioma nativo como en inglés. Su dinamismo y fogosidad lo hacían el favorito de las muchedumbres. El cerrado aplauso con que la multitud acogió el fin de su discurso culminó el acto. El 1° de mayo de 1886 había terminado.

Pero esta gran manifestación y la movilización masiva realizada en todo el país por la jornada de ocho horas, no pasó desapercibida para los trabajadores del mundo. En La historia de un luchador norteamericano, H. M. Morais y W. Cahn escriben:

"En 1888 la Federación Norteamericana del Trabajo [...] votó la continuación del movimiento por la conquista de la jornada de ocho horas, fijando el 1° de mayo de 1890 como el día para una acción decisiva. Al año siguiente, dirigentes del Movimiento Obrero organizado de muchos países se reunieron en París. Después de haber escuchado lo que había sucedido en los Estados Unidos, votaron unánimemente en apoyo de la lucha para la conquista de la jornada de ocho horas, y designaron también el 1° de mayo de 1890 para una acción internacional para lograr aquella conquista. Y en la fecha fijada los trabajadores de toda Europa demostraron su solidaridad con sus hermanos de los EE.UU. realizando numerosos desfiles, reuniones y manifestaciones masivas exigiendo en todas partes la reducción de las jornadas de trabajo".

Decepción de las "fuerzas del orden"

El 1° de mayo de 1886 no había habido derramamiento de sangre, no se había repetido la Comuna de París. La milicia se desmovilizó y habiendo desaparecido la agitación de la mañana, los miembros de los diversos cuerpos de represión se miraban tímidamente entre sí, desconcertados. Al marchar hacia sus domicilios, sus uniformes se destacaban desagradablemente entre los grupos de civiles, muchos de los cuales habían participado en el desfile. Toda la prensa minimizó u olvidó hipócritamente sus muchas predicciones de violencia. La policía volvió a su trabajo rutinario diario.

Esperando a Armagedón, Chicago se sintió muy defraudada al haber transcurrido en paz un día que esperaba turbulento. El día siguiente era domingo y Parsons viajó a Cincinnati, de donde había sido llamado para hablar en una reunión. El lunes continuó la huelga en muchos gremios y su resultado fue que varios miles de trabajadores conquistaron las ocho horas. Mientras, el Comité de Ciudadanos insistía en sus declaraciones de que "se tenía que hacer algo".

La policía, exasperada por tanta expectativa y por la esterilidad de su movilización del 1° de mayo, buscaba desahogar sus ímpetus. Y lo inició apaleando a los trabajadores despedidos de la Mc Cormick Harvester, para hacer entrar a trabajar a 300 rompehuelgas. Pero tuvo "desahogo" pleno a la hora de cerrar ese establecimiento. Muchos de los despedidos se habían reunido allí, esperando la salida de los esquiroles. La policía se presentó repentinamente, revólver en mano. Y cuando los obreros se retiraban a la desbandada, según un testigo, "abrió fuego sobre sus espaldas. Mataron a hombres y muchachos que corrían". Se informó que seis trabajadores habían sido muertos. Spies, quien había estado hablando en una reunión próxima de trabajadores de la madera en huelga, fue también testigo de la masacre. Reunió rápidamente varios dirigentes sindicales y después de informarles, se decidió convocar un acto de protesta contra la violencia de la policía, para la noche siguiente en la Plaza Haymarket.

Parsons había regresado de Cincinnati, satisfecho de su misión y lleno de júbilo al irse informando de que miles de trabajadores iban conquistando en todo el país la jornada de ocho horas. Almorzó en su hogar, en la calle Indiana, donde su esposa le informó sobre la

Sam Fieldem
 reunión a realizarse en Haymarket. Pero agregó que el domingo, durante su ausencia, ella había convocado una reunión de costureras que querían organizarse sindicalmente. Entusiasmado por la perspectiva, Parsons decidió no asistir a la reunión de Haymarket y citar a Sam Fieldem y otros dirigentes de la Asociación del Pueblo Trabajador en la oficina del "Alarm", en el 107 de la Quinta Avenida, para planificar la organización de las costureras.

Esa noche el matrimonio Parsons, los dos niños y la señora Holmes, periodista del "Alarm", fueron a tomar un tranvía para trasladarse a la reunión. Estaban esperándolo cuando se les acercaron varios periodistas para preguntarles sobre la reunión de Haymarket. Uno de los reporteros le dijo a Parsons: "Hemos oído que esta noche va a haber dificultades". Este sonrió y le preguntó: "¿Está usted armado para la batalla?" "No -respondió el periodista-, ¿lleva usted alguna dinamita consigo?" Llegaba el tranvía y Parsons alzó en brazos a su hijita. Su esposa, mirándolo cariñosamente, preguntó al reportero: "¿Le parecería que tiene aspecto de hombre muy peligroso?"

Ya en el lugar de la reunión, estaban debatiendo diversas proposiciones para la mejor organización de las costureras, cuando llegó un mensajero a la carrera. "Hay una gran reunión en Haymarket -comunicó- y Spies es el único orador. Quiere que vaya Parsons y también Fieldem".

Fueron. La multitud reunida resultaba pequeñita para la Plaza Haymarket. Spies, que había llegado muy temprano, había empujado un vagón de ferrocarril hacia una esquina, para que le sirviera de tribuna. Muy cerca estaba la Comisaría de Policía de la Calle Desplaines, bajo el mando de John Bonfield, un capitán apodado "el apaleador". Allí, sin que Spies lo supiese, estaban reunidos 180 patrulleros dispuestos a marchar sobre la reunión si la ocasión se presentaba. También ignoraba Spies que el alcalde, Carter Harrison, estaba entre la muchedumbre.

Spies estaba hablando desde el vagón, cuando vio a Parsons que se acercaba con su familia. La multitud también lo vio y comenzó a aplaudirlo. Después de dejar a su esposa y sus hijos en otro vagón vacío, Parsons subió a la improvisada tribuna. Entre otras cosas, dijo: "Yo no estoy aquí para incitar a nadie, ese no es mi propósito. Simplemente vengo para relatar los hechos tal cual son". El Alcalde de Chicago, que estaba escuchando, se alejó de la Plaza después de esas palabras. Fue a la comisaría y le dijo al capitán Bonfield que el mitin era pacífico y que debía desmovilizar a los patrulleros y enviarlos a cumplir sus tareas corrientes.

Parsons terminó de hablar a las diez. Un viento frío que venía del lago azotaba a las gentes y habían caído algunos aguaceros. Amenazaba una fuerte tormenta. Muchos de los asistentes se retiraban. En esos momentos estaba hablando Sam Fieldem, y Parsons buscó a su familia y con otros trabajadores se retiró al salón de un bar situado en una esquina próxima, conocida como Zepf’s. Muy pronto el grupo estuvo riendo y charlando, mientras circulaban los vasos de cerveza. Entre tanto afuera, Fieldem, último orador, continuaba su discurso ante un gentío que disminuía constantemente.

"¿No es un hecho -estaba diciendo- que no controlamos nuestras propias vidas, que otros nos dictan las condiciones de nuestra existencia?" En ese momento fue interrumpido por una alarma general. Se oyeron gritos de urgente advertencia: ¡La policía! En efecto, calle abajo, en formación militar, con sus garrotes enarbolados, avanzaban los 180 patrulleros, dirigidos por los capitanes Bonfield y Ward. La muchedumbre comenzó a dispersarse a la carrera. El capitán Ward se encaminó al sitio donde hablaba Fieldem y le increpó: "En nombre del pueblo del Estado de Illinois, ordeno que se disuelva este mitin inmediatamente." El asombrado Fieldem le contestó con firmeza: "Pero capitán, este es un acto pacífico."

Las "fuerzas del orden" provocan el desorden

Se produjo un momento de silencio que permitió oír el rumor de las carreras de los asistentes que huían para evitar la violencia policial. Un instante después la oscuridad fue disipada por un enceguecedor relámpago rojo y se oyó el estruendo de una tremenda explosión. Alguien había hecho estallar una poderosa bomba. Hubo una terrible confusión. En la oscuridad, la policía disparaba sus armas locamente en todas direcciones. Muchos de los que huían tropezaban y caían, otros yacían heridos, la mayoría corría maldiciendo, quejándose del bárbaro atropello. La policía, como enloquecida, continuaba pisoteándolos salvajemente. El balance final dio como saldo un hombre muerto en el sitio y otros siete mortalmente heridos que expirarían poco después.

Al día siguiente los patronos de Chicago y de todo el país explotaron en un gran grito de venganza. Su vocero servil de siempre mereció este juicio: "Con la explosión de la bomba -escribe David en su relato del "Caso de Haymarket"- la prensa perdió todo vestigio de exactitud, veracidad y objetividad..." Un titular característico exhibía en sus grandes tipos "¡AHORA ES SANGRE! Una bomba arrojada contra la policía inaugura el trabajo de la muerte."

El "New York Tribune" informaba falsamente: "La multitud aparecía enloquecida por un deseo frenético de sangre y de sostener su terreno, disparando descarga tras descarga contra los agentes de policía."

Aunque desde el principio muchos pensaron que la bomba había sido lanzada por un agente provocador pagado -hipótesis que más tarde obtuvo en cierta medida la corroboración policial- no era posible afirmarlo así en la mañana del 5 de mayo, ni por mucho tiempo después. Un nativo de Chicago escribió por aquellas fechas: "Pasé por muchos grupos de personas cuyas agitadas conversaciones acerca de los hechos de la noche anterior no podía dejar de oír. Todo el mundo suponía que los oradores que hablaron en la reunión y otros agitadores obreros habían perpetrado el horrible crimen. ‘Primero ahórquenlos y después júzguenlos’, era la expresión que escuchaba repetidamente... El aire estaba preñado de ira, temor y odio."

La prensa de toda la nación predicaba unánime que no importaba sí Parsons, Fieldem o Spies habían arrojado o no la bomba. Debían de ser ahorcados por sus puntos de vista políticos, por sus palabras y por sus actividades en general. Y cuantos más alborotadores se entreguen al verdugo, tanto mejor será. El "Chicago Tribune" decía: "La justicia pública exige

Michael Schwab
 que a los asesinos europeos August Spies, Michael Schwab (otro dirigente de la Asociación del Pueblo Trabajador) y a Samuel Fieldem, se les detenga, se les juzgue y se les ahorque. La justicia pública exige que el asesino A. R. Parsons, de quien se dice que deshonra este país por haber nacido en él, sea capturado, juzgado y ahorcado por asesinato."

R. H. Baugh, periodista del "Spectator", escribía que "aunque hay convicción unánime, aun si sucediese lo inimaginable y se absolviera a los acusados, ese hecho no los salvaría de la muerte. Un Comité de Vigilancia -afirmaba- tomaría la ley en sus propias manos y restablecería el orden social, suspendiendo la civilización por tres días."

La policía, apremiada por la prensa, la cátedra y el púlpito, por los grandes y pequeños magnates, todos ellos exigían venganza inmediata, perdió todo control atestando las cárceles con detenidos extranjeros, allanando hogares, rompiendo puertas de domicilios privados, destruyendo las imprentas que editaban periódicos en idiomas extranjeros, invadiendo las sedes y oficinas de los sindicatos y de todas las otras organizaciones de los trabajadores. "A los sospechosos se los golpeaba y se les sometía al ‘tercer grado’ -escribe el profesor Harvey Wish- la policía torturaba a individuos totalmente ignorantes de lo que significaba anarquismo y socialismo. Algunas veces también se les obligaba a actuar como testigos para el Estado. ‘Primero invadan, y después busquen la ley’, decía Julius S. Grinnell, fiscal de Chicago designado para actuar en el caso."

El reinado del terror

El reino del terror, que se iba extendiendo a muchas otras ciudades, se orientó a los dirigentes sindicales como las primeras víctimas. En las semanas siguientes se arrestó a toda la junta directiva de los Caballeros del Trabajo, del distrito de Milwaukee, y se le acusó de "sedición y conspiración". Cuatro dirigentes de los Caballeros del Trabajo de Pittsburg fueron también encarcelados y acusados de conspiración, mientras que en Nueva York toda

Adolph Fischer
 la junta directiva del Distrito 75 de la misma organización fue arrestada, acusada también de conspiración por haber dirigido la huelga de la Tercera Avenida Elevada. John Swinton declaró: "La clase trabajadora de Nueva York está viviendo bajo el reinado del terror. Jueces corrompidos y la policía, que es esclava de los monopolios, están ahora arrestando a los ciudadanos en número incalculable."

Parsons, que presintió enseguida que la bomba había sido arrojada por un agente pagado, y que él era uno de los primeros candidatos a ser acusado, logró escapar en medio de la confusión, inmediatamente después del atentado terrorista de Haymarket. Pocos días más

Louis Lingg
tarde, efectivamente, se le acusaba de conspiración en el asesinato de Mathias J. Degan, el policía muerto en Haymarket. Igualmente se hizo la misma acusación contra Spies, Fieldem, Michael Schwab, George Engel, Adolph Fischer, Louis Lingg y Oscar Neebe. De todos ellos, únicamente Spies y Fieldem habían estado en el lugar del estallido de la bomba. Parsons con su esposa y sus dos hijos, se recordará, habían estado en el bar de la esquina de Zepf’s, y pocas horas más tarde Parsons estaba fuera de Chicago en viaje a Cincinnati.

Mientras la policía lo buscaba frenéticamente, él estaba en lugar seguro, dejando correr los días en lo alto de una colina que tenía vista hacia los pacíficos campos de Wisconsin.

Pero le resultaba incómodo y difícil aceptar esa tranquilidad y esa seguridad, mientras sus compañeros estaban corriendo serios peligros. Aun sabiendo que lo iban a ahorcar si regresaba, sentía no obstante que no podía permanecer por mucho tiempo en su refugio en momentos en que se acusaba falsamente a sus compañeros, tan inocentes como él.

George Engel

En esa disyuntiva, aún perfectamente convencido -como tiempo después demostró el gobernador de Illinois John P. Altgeld, que había sido un hecho comprobado- de que iba a enfrentarse a un jurado predispuesto en su contra, a testigos perjuros y vendidos, a un juez decidido a hacerlo ahorcar a como diera lugar, él sin embargo decidió presentarse a esa caricatura de juicio. Sorpresivamente apareció en la Corte el día en que se reunía para tratar el caso, y expresó con altivez: "Nuestras Honorabilidades, he venido para que se me procese junto a todos mis inocentes compañeros."

En confidencias a un amigo, le había manifestado con firme decisión: "Yo sé lo que estoy haciendo. Sé que me matarán. Pero me resultaba imposible estar gozando de libertad, sabiendo, como sé, que mis compañeros sufrirán condenas o serán ajusticiados, acusados de un crimen del cual son tan inocentes como yo".

¿Proceso judicial o farsa antiobrera?

El ya célebre proceso comenzó el 21 de junio de 1886, ante el juez Joseph E. Gary. El jurado, compuesto en su mayoría de comerciantes, industriales y empleados de esos mismos comerciantes e industriales, era lo menos imparcial que pueda imaginarse. Según investigaciones realizadas posteriormente por un gobernador de Illinois, John P. Altgeld, "cuando el juez que actuó en este caso falló que un pariente de uno de los muertos era jurado competente, y eso después de que ese hombre había declarado ingenuamente que estaba profundamente prejuiciado contra el acusado... y cuando en una serie de oportunidades afirmó que eran competentes como testigos o como jurados hombres que se proclamaban convencidos de la culpabilidad de los acusados antes de haberlos escuchado... entonces ese proceso perdió toda y cualquier semejanza con un juicio justo."

El Gobernador afirma, además, "muchas de las pruebas aceptadas como evidencias en el juicio, eran fantasías prefabricadas", y agrega que "los testimonios se lograban de hombres ignorantes y aterrorizados, a quienes la policía había amenazado con torturarlos si se rehusaban a jurar por lo que ella les ordenaba..."

Fueron testigos de esta clase, todos aterrados y muchos de ellos pagados, quienes atestiguaron que los acusados formaban parte de una conspiración para derrocar al gobierno de los Estados Unidos por la fuerza y la violencia, y que la bomba de Haymarket y el asesinato de Degan habían sido el primer golpe de lo que estaba proyectado como un asalto general a todo el orden establecido. Pero sus testimonios estaban tan llenos de contradicciones que el Estado se vio obligado a cambiar los términos y fundamentos de su acusación.

Y entonces la médula de los cargos del Estado consistió en alegar que el desconocido que había arrojado la bomba lo había hecho fuertemente influido por las palabras e ideas de los acusados.

El juicio se convirtió así en una especie de competencia para amontonar palabras y más palabras -vinieran o no al caso, tuvieran o no sentido, fueran pruebas o no- hasta llegar a formar impresionantes montañas de papelería. Procedimiento que lamentablemente se repetiría en muchos tribunales de los Estados Unidos. Se leyeron interminablemente editoriales y artículos escritos por Parsons y Spies. Al jurado se le recitaban continuamente los discursos pronunciados por los acusados. Se extraían trozos fuera de contexto de escritos sobre la naturaleza y filosofía de la política y se presentaban como evidencias condenatorias contra los que estaban en el banquillo. La plataforma política de la Asociación del Pueblo Trabajador, sus resoluciones y declaraciones, se consideraban como evidencias de culpabilidad en el asesinato de Degan.

El juicio se desarrolló con todo el sensacionalismo histriónico, con todas las características escénicas que a menudo transforman los procesos legales norteamericanos en lóbregos espectáculos públicos. Como es costumbre en estas circunstancias, una fuerte guardia armada se estacionó alrededor de la Corte, pretextando que en cualquier momento un "ejército anarquista" podía intentar rescatar a los implicados. Como también es acostumbrado, la gente se peleaba por conseguir asientos en el local; algunos hasta se llevaban sus almuerzos, y por las tardes se advertía en la sala del Tribunal una fuerte fragancia de naranjas y los pisos estaban resbaladizos por las cáscaras de bananas. Cosa también habitual, asistir al juicio se convirtió en sello de elegancia, y los aristócratas de la ciudad se buscaron la manera de lograr lugares muy próximos al mismo juez Gary. El augusto jurista reía y charlaba, y mientras se desarrollaba el juicio entretenía a "su público" con jueguitos haciendo caricaturas y acertijos en los papeles de formularios del juzgado y hasta ofrecía dulces a sus amigos mientras los acusados luchaban desesperadamente por salvar su vida y defender su causa.

La prensa, desde luego, estaba allí con toda su gloria, representada por periodistas venidos de todas las grandes ciudades del país. Diariamente los periódicos imprimían millares de palabras sobre el juicio. Por estos despachos sabemos de esa gente "selecta", despreocupada y alegre que rodeaba al juez Gary, y cómo éste amenizaba las horas de sus adeptos; sabemos de las esposas de los acusados, pálidas y demacradas, con sus hijos inquietos y asustados colgándoseles del cuello, apiñados todos en las filas delanteras de los asientos de la sala. Esos despachos nos informan que en la sala el calor era sofocante, que la gente estaba apretujada y apenas tenía espacio para agitar los abanicos que se les habían suministrado. Y que la lentitud del juicio, arrastrándose semana tras semana, reflejó, a pesar de todo, un aspecto "justo" de la legislación norteamericana por el cual hasta el culpable más evidente puede apelar a todos los recursos -hasta los más impresionantes- que le ofrece la ley, antes de ser ahorcado.

Nina van Zandt

Por los despachos de esa prensa sabemos de una joven que, cuando entraban a la Corte los acusados, ofreció un ramo de flores a cada uno. De un hombre muy pobremente vestido que sollozó cuando Fieldem se dirigió al jurado, hombre que más tarde declaró a un periodista: "He vivido cerca de él durante años y puedo asegurar que nunca conocí un hombre más bueno, más honesto y mejor vecino". Esos despachos de prensa nos informan también de la bella Nina van Zandt, juvenil heredera que se enamoró de Spies al verlo luchar por su vida, y sacrificó su fortuna para casarse con él por poder, con la remota esperanza de que la boda pudiera influir de alguna manera en el veredicto.

Spies

Esos despachos de prensa describen una y otra vez a los acusados: el "impasible" Fieldem; el "elegante" Spies; el "melodramático" Parsons; el "alto y pálido" Fischer; el "reflexivo" Schwab; el "desafiante" Lingg. Un reportero con muy poco sentimiento y ningún seso escribía: "Son irreductibles, no tienen ningún remordimiento, y para sus mentes distorsionadas es la sociedad la que está en juicio y no ellos mismos."

El veredicto fue una simple formalidad. Pero el gran momento del juicio llegó el día en que los acusados se irguieron en la Corte para acusar a sus acusadores. Para decir por qué el juez Gary no debía sentenciarlos a muerte, y porqué no eran ellos los culpables sino la sociedad. Ese día ellos dominaron a la Corte y al país. Ningún periódico fue tan extremadamente conservador como para no admitir que los acusados, al defender a la clase trabajadora desafiando la muerte, impresionaban por su extraordinaria dignidad.

Los alegatos

Neebe, sentenciado a quince años de prisión, único de los acusados que no fue condenado a muerte, fue el primero:

"Vi que a los panaderos de esta ciudad se les trataba como a perros. Y ayudé a organizarlos... ¿Es eso un crimen? Ahora trabajan 10 horas al día en vez de las 14 y 16 que trabajaban antes. ¿Es otro crimen? Pues cometí otro mayor. Una madrugada observé que los trabajadores cerveceros de Chicago comenzaban sus tareas a las cuatro de la mañana. Regresaban a sus casas hacia las siete u ocho de la noche. Nunca veían a sus familias ni a sus hijos a la luz del día. Fui a trabajar para organizarlos. Pero, Vuestras Honorabilidades, aún cometí otro crimen: vi a los empleados de comercios y a otros empleados de esta ciudad que trabajaban hasta las diez y once de la noche. Emití una convocatoria, y hoy están trabajando solamente hasta las siete de la noche y no trabajan los domingos. ¡Estos son mis grandes crímenes!".

Neebe concluyó exigiendo que también a él se le condenara a muerte, declarando a voz en cuello que él no era menos culpable que sus compañeros, ya que todos eran inocentes.

Después habló Parsons. Una flor en la solapa y una poesía en los labios, ya que comenzó recitando:

"Rompe el terror y la miseria de tu esclavitud; pan es libertad, libertad es pan."

Desafiante y apasionado, hubo quienes lo tildaron de teatral, hasta que percibieron que estaba a punto del colapso al cabo de dos días de esfuerzo para explicar y justificar su acción y sus convicciones. Insistió en que nunca había abogado por la fuerza salvo como una respuesta inevitable a la fuerza que utilizaban en primer término los patronos. Leyó extensamente párrafos tomados de editoriales de periódicos en los que se predicaba el uso de la violencia contra los huelguistas, y con ellos documentó su cargo, dando ejemplo tras ejemplo de casos en que los militares y policías habían hecho fuego y matado trabajadores sin que hubiese habido provocación alguna. Además presentó una acusación concreta sobre el atentado de Haymarket: afirmó que la bomba había sido lanzada por un agente pagado por los industriales, en un intento por anular el movimiento en favor de la jornada de ocho horas de trabajo. Continuando su alegato, expresó:

"En los últimos veinte años de mi vida he estado íntimamente identificado y he participado activamente en lo que se conoce como el Movimiento Obrero de los Estados Unidos. Soy anarquista. Ahora, ¡golpeen! Pero antes de hacerlo, escúchenme. ¿Qué son el socialismo o el anarquismo? Brevemente son el derecho del trabajador a tener igual y libre utilización de las herramientas de la producción y el derecho de los productores a su producto. Eso es el socialismo.

"Yo soy socialista. Soy uno de esos que piensan que el salario esclaviza, que es injusto, que es injusto para mi, para mi vecino y para mis compañeros. Pero no aceptaría dejar de ser esclavo del salario para convertirme en patrón y dueño de esclavos yo mismo [...] Si hubiese escogido otro sendero en la vida, ahora podría estar viviendo en una bella casa, rodeado de mi familia, con lujo y tranquilidad, con esclavos obedeciendo mis mandatos. Pero escogí otro camino, y hoy estoy aquí en el banquillo. Estos son mis crímenes.

"¿No fueron ellos, los capitalistas, los primeros en decir: lancen bombas de dinamita contra los huelguistas, para que escarmienten los demás? ¿No fue Tom Scott (presidente de la empresa Pensylvania) el primero que dijo: denles una dieta de balas. ¿No fue el ‘Chicago Tribune’ quien afirmó: ‘dénles estricnina’? Y lo hicieron... Han tirado bombas y balas. La bomba de Haymarket del 4 de mayo fue lanzada por manos de un asesino pagado por los monopolios y enviado desde Nueva York con el propósito específico de quebrar el movimiento por la jornada de ocho horas. Vuestras Honorabilidades, nosotros somos las víctimas de la conspiración más negra y más sucia que jamás haya tramado el oprobio humano en los anales del tiempo."

Pero quien hizo sonar la nota más alta, al dirigirse al juez Gary, fue Spies:

"Si usted cree que ahorcándonos puede eliminar el Movimiento Obrero, el movimiento del cual millones de pisoteados, millones que trabajan duramente y pasan necesidades, y miserias esperan la salvación, si esa es su opinión [...] ¡entonces ahórquenos! Así aplastará una chispa, pero allá y acullá, detrás de usted y frente a usted y a sus costados, en todas partes, se encienden llamas. Es un fuego subterráneo. Y usted no podrá apagarlo.

"Y ahora, estas son mis ideas. Constituyen parte de mí mismo. No puedo despojarme de ellas, y si pudiese, no lo haría. Y si usted cree que puede destruir esas ideas que están ganando más y más terreno cada día, mandándonos a la horca, si una vez más usted dicta pena de muerte a la gente por haber osado decir la verdad, entonces, ¡orgullosa y desafiantemente pagaré ese tan caro precio! ¡Llame a su verdugo! Las verdades que fueron crucificadas en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Huss, en Galileo, todavía viven. Ellos y otros cuyo número es legión, nos precedieron por este sendero. ¡Estamos listos para seguirlos!"

Todos los alegatos de los acusados fueron inútiles. Como es sabido, el 9 de octubre de 1886 se dictó la sentencia de muerte. De acuerdo con una descripción del "New York Times" de aquellas fechas:

"El rostro del juez Gary, al dictar la sentencia contra Spies, se estremecía convulsivamente [...] y cuando llegó a la palabra ‘ahorcado’, apenas pudo balbucearla, y con extrema dificultad pudo proferir ‘hasta que esté muerto’. Estas últimas palabras apenas fueron perceptibles."

El hombre de letras más destacado de los EE.UU., William Dean Howells, escribió: "Nunca los he creído culpables de asesinato, ni de ninguna otra cosa como no sea de sus opiniones, y no creo justo el juicio en que se les declaró culpables. Este caso constituye la injusticia más grande que jamás haya amenazado nuestra fama como nación".

No hubo clemencia

Después que la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos se rehusó terminantemente a examinar el caso, denegando todas las apelaciones, se fijó la fecha de la ejecución para el 11 de noviembre de 1887. La única esperanza que quedó entonces fue que el gobernador Oglesby conmutase las condenas a muerte por las de cárcel perpetua.

Y los pedidos de clemencia llegaron a millares al despacho del gobernador de Illinois. Robert Ingersoll, Henry Demarest, John Brown, hijo del gran emancipador, y cientos de ciudadanos destacados de Chicago, le escribieron en ese sentido. También centenares de dirigentes sindicales norteamericanos, incluyendo a Samuel Gompers. Y desde todos los puntos del país, millares de personas apelaron al gobernador Oglesby pidiéndole clemencia y destacando que esos hombres iban a ser ahorcados por sus opiniones políticas.

La Cámara de Diputados de Francia envió un despacho oficial solicitando clemencia y justicia al Gobernador. En Europa, en Italia, Francia, España, Rusia, Holanda e Inglaterra los trabajadores realizaron numerosas reuniones de protesta, y sus organizaciones hicieron llegar hasta las autoridades de Chicago centenares de pedidos de clemencia.

En Inglaterra, Bernard Shaw y William Morris trabajaron intensamente en múltiples gestiones tratando de salvar la vida de los condenados.

De éstos, Fieldem y Schwab habían apelado las sentencias y solicitado clemencia. También lo había hecho Spies, pero lo lamentó poco después cuando se enteró de que había algunos que lo interpretaron como señal de cobardía. Parsons, en cambio, se rehusó terminantemente a pedir misericordia, manifestando que eso era admitir su culpabilidad.

Recién mucho más tarde, cuando ya el fin estaba próximo, Parsons dirigió una comunicación al Gobernador. En los mismos momentos, también Spies enviaba una nueva nota a Oglesby.

Ambas fueron leídas ante la máxima autoridad del Estado de Illinois, justamente dos días antes de la fecha fijada para la ejecución de los condenados. Joe Buchanan, dirigente de los trabajadores y editor de un periódico sindical de Denver (Colorado) fue quien se encargó de leerle ambas comunicaciones al gobernador Oglesby.

La carta de Spies era un deliberado esfuerzo para anular en todos sus términos su anterior petición de clemencia.

Decía en uno de sus párrafos:

"Durante todo nuestro juicio, a través de toda su tramitación, a lo largo de todo el proceso, fue bien evidente y manifiesto el propósito de hacerme pedazos para condenar con castigos más leves a mis co-acusados. Me parecía a mi entonces, y a muchísimos más, que la venganza pública podía darse por satisfecha con una sola y única vida, es decir, la mía. Tómela entonces, tome ya mi vida... Si debe haber un asesinato legal, que sea de una sola persona, que sea suficiente con el mío."

Según comentarios de la prensa de aquellos tiempos, que tanto papel imprimió sobre los pormenores del juicio, cuando Buchanan leyó el mensaje de Parsons al Gobernador, "la sangre de los que lo escucharon se les heló en las venas".

"Si soy culpable -había escrito Parsons- y se me debe ahorcar por mi presencia en la Plaza de Haymarket, entonces espero que se me conceda la suspensión temporal de mi caso, hasta que mi esposa y mis dos hijos sean procesados y condenados a la horca, ya que también estuvieron conmigo en la Plaza de Haymarket en aquella reunión." El gobernador Oglesby, escondiendo el rostro entre sus manos exclamó: "¡Dios mío, esto es verdaderamente terrible!"

Pero ese mismo gobernador Oglesby, recién el día anterior al fijado para la ejecución, conmutó las condenas a muerte de Fieldem y Schwab, por las condenas a prisión perpetua.

Y ese mismo día Louis Lingg apareció muerto en su celda. Se dijo que se había suicidado, pero nunca se pudo establecer concretamente si se suicidó o fue asesinado. Lingg tenía 22 años de edad, desconocía totalmente el inglés, y, aunque con bien poco fundamento, se decía que "no tenía ningún amigo en el mundo, fuera de su Alemania nativa".

Poco tiempo antes Parsons había escrito:

"A mi pobre y querida esposa: Tú eres una mujer del pueblo, y al pueblo te lego. Debo hacerte una petición: no cometas ningún acto temerario cuando yo me haya ido, pero asume la causa del socialismo, ya que yo me veo obligado a abandonarlo."

La ejecución

Los cuatro condenados, Spies, Parsons, Engels y Fischer, en su última noche parecieron aliviados al ver que por fin su calvario llegaba a su término. No pudieron dormir mucho, pues en un local cercano a sus celdas los carpinteros construían las horcas y el martilleo se oyó claramente durante toda la noche. Esos obreros concluyeron su lúgubre trabajo recién hacia la mañana. En esos momentos Parsons comenzó a cantar "Marchando hacia la libertad", y su voz de tenor se oía a través de toda la cárcel. Después cantó "Annie Laurie", pero en voz más baja, suavemente, como si fuese nada más que para él mismo.

En la mañana el alguacil Matson y sus ayudantes fueron a sus celdas, amarraron pies y manos de los condenados y los vistieron con unas mortajas blancas y flotantes.

Sabiendo que estaban preparando a su esposo para la ejecución, la señora Parsons y sus dos hijos suplicaron frenéticamente que se les permitiese entrar a la cárcel para verlo por última vez. Sin embargo se les negó ese postrer consuelo, y no pudieron pasar más allá del cordón policial que se había tendido alrededor de la prisión; como siempre, con el irrisorio pretexto de que los anarquistas intentarían el rescate. Ante la insistencia de la esposa de Parsons, las autoridades policiales no vieron solución más "humanitaria" que arrestarla y arrojarla a una celda con sus dos hijitos.

El local donde se iba a llevar a cabo la ejecución estaba colmado de periodistas y policías cuando entraron en él los cuatro condenados. Permanecieron erguidos y altivos frente a sus acusadores. La blancura de sus mortajas les hacía parecer aún más altos sobre el cadalso, por encima de las cabezas de los asistentes. Había mucha arrogancia en sus actitudes al ir a ocupar su lugar bajo el lazo corredizo que les correspondía a cada uno. Más de un testigo los comparó con John Brown y sus hombres, que también habían muerto por la humanidad.

Las últimas palabras

Cuando un verdugo bajó la máscara sobre el rostro de August Spies, éste pronunció una sola frase: "Llegará la hora en que nuestro silencio será mucho más elocuente que las voces que ustedes estrangulan hoy".

"Este es el momento más feliz de mi vida", fue la única exclamación de Fischer.

"¡Viva la anarquía!", gritó Engels.

Por último retumbó en la sala la potente voz de Parsons:

"¿Se me permitirá hablar, ¡oh! hombres de los Estados Unidos? ¡Déjeme hablar, alguacil Matson! ¡Que se escuche la voz del pueblo!" Y trató de continuar, pero se soltó el muelle que sujetaba la trampa del cadalso y su cuerpo pendió en el vacío.

La perspectiva histórica

Al ahorcar a los mártires de Chicago, los magnates dueños de los monopolios de aquel tiempo dirigían sus golpes no tanto a los hombres que eran sus víctimas ocasionales en el proceso de Haymarket, sino al movimiento que representaban; no a las siete personas procesadas, sino a la fuerza mucho más poderosa de los trabajadores organizados de todo el país. Era al movimiento sindical en general, y a los Caballeros del Trabajo en particular, a quienes los capitalistas estaban dispuestos a aplastar.

Esto quedó bien de manifiesto en las declaraciones que hizo un comerciante de Chicago refiriéndose a Parsons y sus compañeros: "No, yo no considero culpables de ningún delito a esas gentes, pero se les debe ahorcar. Yo no le tengo miedo a la anarquía. ¡Oh no! es el esquema utópico de unos cuantos maniáticos filantrópicos, que hasta resultan agradables. ¡Pero lo que sí considero que debe ser aplastado es el Movimiento Obrero! ¡Si se ahorca ahora a estos hombres, los Caballeros del Trabajo nunca más se atreverán a crearnos problemas!"

Sí los industriales no contrataron al desconocido que arrojó la bomba en la Plaza Haymarket, lo cierto es que se beneficiaron con el atentado utilizándolo hábil e inmediatamente para llevar a cabo su ignominioso asalto contra el sindicalismo. "La bomba que fue lanzada por un desconocido -escribió John Swinton- fue un magnífico regalo para todos los enemigos del Movimiento Obrero. La han utilizado sañudamente contra todos los objetivos que el pueblo trabajador está empeñado en conquistar y en defensa de todos los males que el capitalismo esta empecinado en mantener."

"La perspectiva histórica -escribió William Dean Howells- es que esta república libre ha matado a cuatro hombres por sus opiniones. Ahora todo ha terminado, excepto el juicio que comienza de inmediato por un acto maligno e injusto, y que continuará para siempre."

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