Historia del Día de los Trabajadores
Reeditamos esta información, en la cual el autor relata los
acontecimientos previos a la gran manifestación del 1º de mayo de 1886 en
Chicago, por la conquista de la jornada de ocho horas. Describe en detalle el
nivel de agitación y movilización del proletariado, el odio burgués que
producía, las provocaciones policiales que tuvieron su pico el 4 de mayo, el
arresto de los principales dirigentes, su juicio y ejecución.
El mencionado folleto circuló hace ya muchos años, sin
editorial ni autor reconocidos. La constatación histórica realizada
posteriormente lo señala como un material absolutamente fiel a los hechos. Su
publicación por la Rel-UITA
-en la que eliminamos el capítulo referido a Lucy Parsons por tratar este tema
en un artículo aparte (1) no tiene solamente una motivación histórica,
pretendemos que también resulte de utilidad para la formación de los
trabajadores y trabajadoras jóvenes.
Recordemos el 4 de mayo de 1886
Plaza de Haymarket
Un hermoso día en Chicago
Aun en tiempos normales, los industriales de Chicago gozaban
de merecida fama de salvajismo. El Departamento de Policía -según Henry David
en su autorizado trabajo El caso Haymarket- "hacía tiempo que era
utilizado como si fuera una fuerza privada al servicio de los patronos".
Como si fuera asunto de rutina, rompía todas las reuniones de trabajadores
repartiendo garrotazos a cuantos hallaba a su alcance, encarcelando a los
dirigentes obreros indiscriminadamente, y abusando de sus revólveres muy a
menudo, después de derribar las puertas de los locales sindicales. La mayoría
de los agentes policiales, además del pago que recibían del municipio,
percibían dinero también de las organizaciones patronales. Se les había
inculcado en tal forma la idea de que todo huelguista era agente extranjero y
que todos los nacidos fuera del país eran anarquistas o socialistas que
tramaban destruir el orden establecido, que estaban más convencidos que los
propios industriales de esas falsedades.
Los magnates locales de la carne, de la prensa, del
comercio, de las maquinarias agrícolas, los Armours, Swifts, Medills, Fields y
Mc Cormicks, paseaban por las calles de Chicago arrogantemente como si fuera su
feudo, considerándose a sí mismos como de un barro infinitamente más fino que
el de los polacos, irlandeses, bohemios y alemanes que poblaban la ciudad
enriqueciéndolos con su sudor. Algo del espíritu de ese Chicago, aún antes del
1º de mayo de 1886, puede apreciarse en un suelto del Chicago Tribune publicado
el 23 de noviembre de 1875, comentando una reunión de 50 desempleados, que
protestaban por la política seguida por la Sociedad de Ayuda y Alivio en la distribución de
subsidios: "No hay gente más inclinada que la norteamericana a hacer
justicia por sus propias manos. El juez Lynch es norteamericano de nacimiento y
de carácter [...] Todos los postes de
luz de Chicago serán decorados con el esqueleto de un comunista si es necesario
para evitar que se propague el incendio y para prevenir cualquier intento
subversivo".
Durante los dos meses que precedieron al 1° de mayo, escribe
David, "ocurrían repetidos disturbios y era común ver vagones patrulleros
llenos de policías armados precipitándose a
Albert Parsons
través de la
ciudad". En marzo y abril subió la tensión, como un termómetro al sol, al
informarse en los periódicos de Chicago sobre los miles de trabajadores que
diariamente declaraban que se adherirían a la huelga el 1°, de mayo. A lo largo
de marzo y abril Albert R. Parsons y August Spies trabajaron como nunca lo
habían hecho antes, persuadiendo a los sindicatos locales para que se plegaran
al movimiento del 1° de mayo.
Parsons, orador elocuente, era un incansable activista.
Destacado dirigente del sindicalismo de Chicago, no solo era miembro de los
Caballeros del Trabajo (Knights of labor), sino que también fue fundador del
Sindicato Obrero Central, con 12 mil afiliados.
En marzo los sindicatos de ebanistas, maquinistas, gasistas,
fontaneros y estibadores de Chicago, tomaron resoluciones para realizar una
huelga el 16 de mayo, si antes de esa fecha no se les concedía la jornada de
ocho horas. A principios de abril 35 mil trabajadores de los corrales votaron
en favor de la adhesión al paro. Pocos días después los albañiles, carniceros,
jugueteros, zapateros, empleados del comercio y tipógrafos, se unían al ya
gigantesco movimiento. En la última semana de abril, el "Bradstreet"
calculaba que 62 mil trabajadores de Chicago se habían comprometido a realizar
el paro del 16 de mayo, mientras que el viernes 30 de abril otros 25 mil
trabajadores habían exigido la jornada de ocho horas sin amenaza de paro, y 20
mil ya habían logrado esa conquista.
Ante los preparativos de los patronos movilizando a la Guardia Nacional ,
aumentando las fuerzas policiales y fundando un cuerpo especial de represión,
el sindicalismo realizó dos grandes y militantes reuniones masivas. La primera
una asamblea de los Caballeros del Trabajo el 17 de abril, que se realizó en el
local Cavalry Armory colmando su capacidad con 7 mil trabajadores, mientras 14
mil más escuchaban afuera. La segunda ocurrió el domingo 25 de abril, en la que
Albert Parsons y August Spies hablaron ante 25 mil trabajadores.
Los periódicos locales, con el "Tribuno" usando
con diversas variaciones su lema favorito de "el esqueleto de un
socialista en cada poste", concentraron sus fuegos sobre Parsons y Spies
como los mayores responsables del movimiento en favor de la jornada de ocho
horas.
El 1° de mayo de 1886 fue un hermoso día en Chicago. El
fuerte viento proveniente del lago, con frecuencia muy inclemente en la
primavera, había amainado ese día y había un sol radiante. Era un día calmo en
más de un aspecto, las fábricas paradas y vacías, los almacenes cerrados, las
calles desiertas, los conductores ociosos, las construcciones detenidas, los
corrales estaban silenciosos y ninguna columna de humo surgía de las chimeneas.
Era sábado, ordinariamente día de trabajo. Una multitud de
trabajadores riendo, charlando, bromeando y vestidos de domingo, acompañados de
sus esposas e hijos, se reunían para el gran desfile en la Avenida Michigan.
Esta presentaba el aspecto de los días de fiesta. Hombres robustos y rudos,
ataviados con ropas de "fiesta" pero algo toscas, repetían
satisfechos: "Todos salieron de mi casa, hasta el gato". Pero el
enemigo acechaba desde sitios estratégicos.
A los lados de la ruta que seguiría el desfile y en las
calles adyacentes policías armados, agentes del cuerpo de represión y agentes
"especiales" buscaban ubicación, listos para hacer respetar "la
ley y el orden". Todos los techos próximos estaban ocupados por estos
"agentes del orden" munidos de rifles y otros materiales bélicos. En
las Armerías del Estado, 1.350 miembros de la Guardia Nacional ,
equipados con fusiles Gatling, estaban acuartelados y prontos a marchar contra
los manifestantes. En un edificio de oficinas de la zona central estaba reunido
en sesión permanente el Comité de Ciudadanos, para recibir informaciones
inmediatas desde todos los puntos de posibles conflictos: era el estado mayor
que dirigiría la batalla para salvar a Chicago de la "socialista"
jornada de ocho horas.
Albert Parsons, bien acicalado, se sentía alegre y
optimista. Caminando bajo el espléndido sol de ese día, con su esposa Lucy y
sus dos hijitos hacia la
Avenida Michigan , su corazón
Lucy Parsons
saltaba dentro del
pecho al ver a los miles y miles de huelguistas que se aprestaban para el
desfile. August Spies, su mejor amigo, con su bigote rubio temblándole de
excitación y placer, corría de un lado para otro con un ejemplar del
"Chicago Mail" bajo el brazo. Unos 340 mil trabajadores desfilarían
ese día en todo el país. Cerca de 190 mil se habían plegado a la huelga. En
Chicago alrededor de 80 mil obreros se habían lanzado a la calle para
conquistar la jornada de ocho horas. "Y la mayoría -decía Spies agitando
el diario- están aquí esperando que comience el desfile". En cierto
momento se detuvo en sus idas y venidas, y, en forma pausada, como si
reflexionase para sí, leyó en voz alta estos dos párrafos del editorial del
mencionado periódico:
"Hay dos rufianes peligrosos que andan en libertad en
esta ciudad; dos cobardes que se ocultan y que están tratando de crear
dificultades. Uno de ellos se llama Parsons, el otro Spies. Señálenlos hoy.
Manténganlos a la vista.
Indíquenlos como personalmente responsables de cualquier
dificultad que ocurra. Hagan un escarmiento realmente ejemplar con ellos si en
verdad se producen dificultades".
El desfile estaba comenzando, miles de trabajadores lo iban
engrosando. Cada uno de ellos experimentaba la emoción de ver concretada su
aspiración de solidaridad y fraternidad en la lucha común, y todos marchaban
regocijados. Los niños se desprendían de vez en cuando de la mano de sus padres
y corrían adelante haciendo cabriolas. La gente reía presa de raro júbilo, y
miraba continuamente hacia atrás a la vasta concurrencia que la seguía y que
parecía un símbolo visible del poder del trabajo al unificarse. Entre el número
aparentemente sin fin había Caballeros del Trabajo y afiliados a la Federación Norteamericana
del Trabajo, bohemios, alemanes, polacos, rusos, italianos, irlandeses, negros,
blancos y antiguos vaqueros que ahora trabajaban en los corrales de los
mataderos de Chicago. Había católicos, protestantes y judíos; anarquistas,
socialistas, republicanos, comunistas y demócratas; pagadores de impuesto único
y, en fin, gente corriente que formaba una sola e irresistible columna de
voluntades para reclamar la implantación de la jornada de las ocho horas de
trabajo en todas partes.
Parsons marchaba cerca de la cabeza del desfile, del brazo
de Lucy; Lulú, su hija de siete años, iba tomada de su mano y Albert, el
varoncito de ocho años, tomaba la mano de su madre. El desfile se encaminó
hacía el lago Front, punto de reunión para escuchar los discursos de los
oradores. Hablaron en inglés, bohemio, alemán y polaco. Parsons fue el
penúltimo en hacer uso de la palabra. Se refirió especialmente al poder
invencible de la unidad obrera.
Spies cerró el acto. Era joven, 31 años, muy bien parecido,
con perfil clásico, ojos azules y piel muy blanca. Editaba el periódico de los
trabajadores alemanes, "Arbeiter-Zeitung", y era extraordinariamente
elocuente, tanto en su idioma nativo como en inglés. Su dinamismo y fogosidad
lo hacían el favorito de las muchedumbres. El cerrado aplauso con que la
multitud acogió el fin de su discurso culminó el acto. El 1° de mayo de 1886
había terminado.
Pero esta gran manifestación y la movilización masiva
realizada en todo el país por la jornada de ocho horas, no pasó desapercibida
para los trabajadores del mundo. En La historia de un luchador norteamericano,
H. M. Morais y W. Cahn escriben:
"En 1888 la Federación Norteamericana
del Trabajo [...] votó la continuación del movimiento por la conquista de la
jornada de ocho horas, fijando el 1° de mayo de 1890 como el día para una
acción decisiva. Al año siguiente, dirigentes del Movimiento Obrero organizado
de muchos países se reunieron en París. Después de haber escuchado lo que había
sucedido en los Estados Unidos, votaron unánimemente en apoyo de la lucha para
la conquista de la jornada de ocho horas, y designaron también el 1° de mayo de
1890 para una acción internacional para lograr aquella conquista. Y en la fecha
fijada los trabajadores de toda Europa demostraron su solidaridad con sus
hermanos de los EE.UU. realizando numerosos desfiles, reuniones y
manifestaciones masivas exigiendo en todas partes la reducción de las jornadas
de trabajo".
Decepción de las "fuerzas del orden"
El 1° de mayo de 1886 no había habido derramamiento de
sangre, no se había repetido la
Comuna de París. La milicia se desmovilizó y habiendo
desaparecido la agitación de la mañana, los miembros de los diversos cuerpos de
represión se miraban tímidamente entre sí, desconcertados. Al marchar hacia sus
domicilios, sus uniformes se destacaban desagradablemente entre los grupos de
civiles, muchos de los cuales habían participado en el desfile. Toda la prensa
minimizó u olvidó hipócritamente sus muchas predicciones de violencia. La
policía volvió a su trabajo rutinario diario.
Esperando a Armagedón, Chicago se sintió muy defraudada al
haber transcurrido en paz un día que esperaba turbulento. El día siguiente era
domingo y Parsons viajó a Cincinnati, de donde había sido llamado para hablar
en una reunión. El lunes continuó la huelga en muchos gremios y su resultado
fue que varios miles de trabajadores conquistaron las ocho horas. Mientras, el
Comité de Ciudadanos insistía en sus declaraciones de que "se tenía que
hacer algo".
La policía, exasperada por tanta expectativa y por la
esterilidad de su movilización del 1° de mayo, buscaba desahogar sus ímpetus. Y
lo inició apaleando a los trabajadores despedidos de la Mc Cormick Harvester,
para hacer entrar a trabajar a 300 rompehuelgas. Pero tuvo "desahogo"
pleno a la hora de cerrar ese establecimiento. Muchos de los despedidos se
habían reunido allí, esperando la salida de los esquiroles. La policía se
presentó repentinamente, revólver en mano. Y cuando los obreros se retiraban a
la desbandada, según un testigo, "abrió fuego sobre sus espaldas. Mataron
a hombres y muchachos que corrían". Se informó que seis trabajadores
habían sido muertos. Spies, quien había estado hablando en una reunión próxima
de trabajadores de la madera en huelga, fue también testigo de la masacre.
Reunió rápidamente varios dirigentes sindicales y después de informarles, se
decidió convocar un acto de protesta contra la violencia de la policía, para la
noche siguiente en la
Plaza Haymarket.
Parsons había regresado de Cincinnati, satisfecho de su
misión y lleno de júbilo al irse informando de que miles de trabajadores iban
conquistando en todo el país la jornada de ocho horas. Almorzó en su hogar, en
la calle Indiana, donde su esposa le informó sobre la
Sam Fieldem
reunión a realizarse
en Haymarket. Pero agregó que el domingo, durante su ausencia, ella había
convocado una reunión de costureras que querían organizarse sindicalmente.
Entusiasmado por la perspectiva, Parsons decidió no asistir a la reunión de
Haymarket y citar a Sam Fieldem y otros dirigentes de la Asociación del Pueblo
Trabajador en la oficina del "Alarm", en el 107 de la Quinta Avenida ,
para planificar la organización de las costureras.
Esa noche el matrimonio Parsons, los dos niños y la señora
Holmes, periodista del "Alarm", fueron a tomar un tranvía para
trasladarse a la reunión. Estaban esperándolo cuando se les acercaron varios
periodistas para preguntarles sobre la reunión de Haymarket. Uno de los
reporteros le dijo a Parsons: "Hemos oído que esta noche va a haber
dificultades". Este sonrió y le preguntó: "¿Está usted armado para la
batalla?" "No -respondió el periodista-, ¿lleva usted alguna dinamita
consigo?" Llegaba el tranvía y Parsons alzó en brazos a su hijita. Su
esposa, mirándolo cariñosamente, preguntó al reportero: "¿Le parecería que
tiene aspecto de hombre muy peligroso?"
Ya en el lugar de la reunión, estaban debatiendo diversas
proposiciones para la mejor organización de las costureras, cuando llegó un
mensajero a la carrera. "Hay una gran reunión en Haymarket -comunicó- y
Spies es el único orador. Quiere que vaya Parsons y también Fieldem".
Fueron. La multitud reunida resultaba pequeñita para la Plaza Haymarket.
Spies, que había llegado muy temprano, había empujado un vagón de ferrocarril
hacia una esquina, para que le sirviera de tribuna. Muy cerca estaba la Comisaría de Policía de la Calle Desplaines ,
bajo el mando de John Bonfield, un capitán apodado "el apaleador".
Allí, sin que Spies lo supiese, estaban reunidos 180 patrulleros dispuestos a
marchar sobre la reunión si la ocasión se presentaba. También ignoraba Spies
que el alcalde, Carter Harrison, estaba entre la muchedumbre.
Spies estaba hablando desde el vagón, cuando vio a Parsons
que se acercaba con su familia. La multitud también lo vio y comenzó a
aplaudirlo. Después de dejar a su esposa y sus hijos en otro vagón vacío,
Parsons subió a la improvisada tribuna. Entre otras cosas, dijo: "Yo no
estoy aquí para incitar a nadie, ese no es mi propósito. Simplemente vengo para
relatar los hechos tal cual son". El Alcalde de Chicago, que estaba
escuchando, se alejó de la Plaza
después de esas palabras. Fue a la comisaría y le dijo al capitán Bonfield que
el mitin era pacífico y que debía desmovilizar a los patrulleros y enviarlos a
cumplir sus tareas corrientes.
Parsons terminó de hablar a las diez. Un viento frío que
venía del lago azotaba a las gentes y habían caído algunos aguaceros. Amenazaba
una fuerte tormenta. Muchos de los asistentes se retiraban. En esos momentos
estaba hablando Sam Fieldem, y Parsons buscó a su familia y con otros
trabajadores se retiró al salón de un bar situado en una esquina próxima,
conocida como Zepf’s. Muy pronto el grupo estuvo riendo y charlando, mientras
circulaban los vasos de cerveza. Entre tanto afuera, Fieldem, último orador,
continuaba su discurso ante un gentío que disminuía constantemente.
"¿No es un hecho -estaba diciendo- que no controlamos
nuestras propias vidas, que otros nos dictan las condiciones de nuestra
existencia?" En ese momento fue interrumpido por una alarma general. Se
oyeron gritos de urgente advertencia: ¡La policía! En efecto, calle abajo, en
formación militar, con sus garrotes enarbolados, avanzaban los 180 patrulleros,
dirigidos por los capitanes Bonfield y Ward. La muchedumbre comenzó a
dispersarse a la carrera. El capitán Ward se encaminó al sitio donde hablaba
Fieldem y le increpó: "En nombre del pueblo del Estado de Illinois, ordeno
que se disuelva este mitin inmediatamente." El asombrado Fieldem le
contestó con firmeza: "Pero capitán, este es un acto pacífico."
Las "fuerzas del orden" provocan el desorden
Se produjo un momento de silencio que permitió oír el rumor
de las carreras de los asistentes que huían para evitar la violencia policial.
Un instante después la oscuridad fue disipada por un enceguecedor relámpago
rojo y se oyó el estruendo de una tremenda explosión. Alguien había hecho
estallar una poderosa bomba. Hubo una terrible confusión. En la oscuridad, la
policía disparaba sus armas locamente en todas direcciones. Muchos de los que
huían tropezaban y caían, otros yacían heridos, la mayoría corría maldiciendo,
quejándose del bárbaro atropello. La policía, como enloquecida, continuaba
pisoteándolos salvajemente. El balance final dio como saldo un hombre muerto en
el sitio y otros siete mortalmente heridos que expirarían poco después.
Al día siguiente los patronos de Chicago y de todo el país
explotaron en un gran grito de venganza. Su vocero servil de siempre mereció
este juicio: "Con la explosión de la bomba -escribe David en su relato del
"Caso de Haymarket"- la prensa perdió todo vestigio de exactitud,
veracidad y objetividad..." Un titular característico exhibía en sus
grandes tipos "¡AHORA ES SANGRE! Una bomba arrojada contra la policía
inaugura el trabajo de la muerte."
El "New York Tribune" informaba falsamente:
"La multitud aparecía enloquecida por un deseo frenético de sangre y de
sostener su terreno, disparando descarga tras descarga contra los agentes de
policía."
Aunque desde el principio muchos pensaron que la bomba había
sido lanzada por un agente provocador pagado -hipótesis que más tarde obtuvo en
cierta medida la corroboración policial- no era posible afirmarlo así en la
mañana del 5 de mayo, ni por mucho tiempo después. Un nativo de Chicago
escribió por aquellas fechas: "Pasé por muchos grupos de personas cuyas
agitadas conversaciones acerca de los hechos de la noche anterior no podía
dejar de oír. Todo el mundo suponía que los oradores que hablaron en la reunión
y otros agitadores obreros habían perpetrado el horrible crimen. ‘Primero ahórquenlos
y después júzguenlos’, era la expresión que escuchaba repetidamente... El aire
estaba preñado de ira, temor y odio."
La prensa de toda la nación predicaba unánime que no
importaba sí Parsons, Fieldem o Spies habían arrojado o no la bomba. Debían de
ser ahorcados por sus puntos de vista políticos, por sus palabras y por sus
actividades en general. Y cuantos más alborotadores se entreguen al verdugo,
tanto mejor será. El "Chicago Tribune" decía: "La justicia
pública exige
Michael Schwab
que a los asesinos
europeos August Spies, Michael Schwab (otro dirigente de la Asociación del Pueblo
Trabajador) y a Samuel Fieldem, se les detenga, se les juzgue y se les ahorque.
La justicia pública exige que el asesino A. R. Parsons, de quien se dice que
deshonra este país por haber nacido en él, sea capturado, juzgado y ahorcado
por asesinato."
R. H. Baugh, periodista del "Spectator", escribía
que "aunque hay convicción unánime, aun si sucediese lo inimaginable y se
absolviera a los acusados, ese hecho no los salvaría de la muerte. Un Comité de
Vigilancia -afirmaba- tomaría la ley en sus propias manos y restablecería el
orden social, suspendiendo la civilización por tres días."
La policía, apremiada por la prensa, la cátedra y el
púlpito, por los grandes y pequeños magnates, todos ellos exigían venganza
inmediata, perdió todo control atestando las cárceles con detenidos
extranjeros, allanando hogares, rompiendo puertas de domicilios privados,
destruyendo las imprentas que editaban periódicos en idiomas extranjeros,
invadiendo las sedes y oficinas de los sindicatos y de todas las otras
organizaciones de los trabajadores. "A los sospechosos se los golpeaba y
se les sometía al ‘tercer grado’ -escribe el profesor Harvey Wish- la policía
torturaba a individuos totalmente ignorantes de lo que significaba anarquismo y
socialismo. Algunas veces también se les obligaba a actuar como testigos para
el Estado. ‘Primero invadan, y después busquen la ley’, decía Julius S.
Grinnell, fiscal de Chicago designado para actuar en el caso."
El reinado del terror
El reino del terror, que se iba extendiendo a muchas otras
ciudades, se orientó a los dirigentes sindicales como las primeras víctimas. En
las semanas siguientes se arrestó a toda la junta directiva de los Caballeros
del Trabajo, del distrito de Milwaukee, y se le acusó de "sedición y
conspiración". Cuatro dirigentes de los Caballeros del Trabajo de
Pittsburg fueron también encarcelados y acusados de conspiración, mientras que
en Nueva York toda
Adolph Fischer
la junta directiva
del Distrito 75 de la misma organización fue arrestada, acusada también de
conspiración por haber dirigido la huelga de la Tercera Avenida
Elevada. John Swinton declaró: "La clase trabajadora de Nueva York está
viviendo bajo el reinado del terror. Jueces corrompidos y la policía, que es
esclava de los monopolios, están ahora arrestando a los ciudadanos en número
incalculable."
Parsons, que presintió enseguida que la bomba había sido
arrojada por un agente pagado, y que él era uno de los primeros candidatos a
ser acusado, logró escapar en medio de la confusión, inmediatamente después del
atentado terrorista de Haymarket. Pocos días más
Louis Lingg
tarde, efectivamente, se le acusaba de conspiración en el
asesinato de Mathias J. Degan, el policía muerto en Haymarket. Igualmente se
hizo la misma acusación contra Spies, Fieldem, Michael Schwab, George Engel,
Adolph Fischer, Louis Lingg y Oscar Neebe. De todos ellos, únicamente Spies y
Fieldem habían estado en el lugar del estallido de la bomba. Parsons con su
esposa y sus dos hijos, se recordará, habían estado en el bar de la esquina de
Zepf’s, y pocas horas más tarde Parsons estaba fuera de Chicago en viaje a
Cincinnati.
Mientras la policía lo buscaba frenéticamente, él estaba en
lugar seguro, dejando correr los días en lo alto de una colina que tenía vista
hacia los pacíficos campos de Wisconsin.
Pero le resultaba incómodo y difícil aceptar esa
tranquilidad y esa seguridad, mientras sus compañeros estaban corriendo serios
peligros. Aun sabiendo que lo iban a ahorcar si regresaba, sentía no obstante
que no podía permanecer por mucho tiempo en su refugio en momentos en que se
acusaba falsamente a sus compañeros, tan inocentes como él.
George Engel
En esa disyuntiva, aún perfectamente convencido -como tiempo
después demostró el gobernador de Illinois John P. Altgeld, que había sido un
hecho comprobado- de que iba a enfrentarse a un jurado predispuesto en su
contra, a testigos perjuros y vendidos, a un juez decidido a hacerlo ahorcar a
como diera lugar, él sin embargo decidió presentarse a esa caricatura de
juicio. Sorpresivamente apareció en la
Corte el día en que se reunía para tratar el caso, y expresó
con altivez: "Nuestras Honorabilidades, he venido para que se me procese
junto a todos mis inocentes compañeros."
En confidencias a un amigo, le había manifestado con firme
decisión: "Yo sé lo que estoy haciendo. Sé que me matarán. Pero me
resultaba imposible estar gozando de libertad, sabiendo, como sé, que mis
compañeros sufrirán condenas o serán ajusticiados, acusados de un crimen del
cual son tan inocentes como yo".
¿Proceso judicial o farsa antiobrera?
El ya célebre proceso comenzó el 21 de junio de 1886, ante
el juez Joseph E. Gary. El jurado, compuesto en su mayoría de comerciantes,
industriales y empleados de esos mismos comerciantes e industriales, era lo
menos imparcial que pueda imaginarse. Según investigaciones realizadas
posteriormente por un gobernador de Illinois, John P. Altgeld, "cuando el
juez que actuó en este caso falló que un pariente de uno de los muertos era
jurado competente, y eso después de que ese hombre había declarado ingenuamente
que estaba profundamente prejuiciado contra el acusado... y cuando en una serie
de oportunidades afirmó que eran competentes como testigos o como jurados
hombres que se proclamaban convencidos de la culpabilidad de los acusados antes
de haberlos escuchado... entonces ese proceso perdió toda y cualquier semejanza
con un juicio justo."
El Gobernador afirma, además, "muchas de las pruebas
aceptadas como evidencias en el juicio, eran fantasías prefabricadas", y
agrega que "los testimonios se lograban de hombres ignorantes y
aterrorizados, a quienes la policía había amenazado con torturarlos si se
rehusaban a jurar por lo que ella les ordenaba..."
Fueron testigos de esta clase, todos aterrados y muchos de
ellos pagados, quienes atestiguaron que los acusados formaban parte de una
conspiración para derrocar al gobierno de los Estados Unidos por la fuerza y la
violencia, y que la bomba de Haymarket y el asesinato de Degan habían sido el
primer golpe de lo que estaba proyectado como un asalto general a todo el orden
establecido. Pero sus testimonios estaban tan llenos de contradicciones que el
Estado se vio obligado a cambiar los términos y fundamentos de su acusación.
Y entonces la médula de los cargos del Estado consistió en
alegar que el desconocido que había arrojado la bomba lo había hecho
fuertemente influido por las palabras e ideas de los acusados.
El juicio se convirtió así en una especie de competencia
para amontonar palabras y más palabras -vinieran o no al caso, tuvieran o no
sentido, fueran pruebas o no- hasta llegar a formar impresionantes montañas de
papelería. Procedimiento que lamentablemente se repetiría en muchos tribunales
de los Estados Unidos. Se leyeron interminablemente editoriales y artículos
escritos por Parsons y Spies. Al jurado se le recitaban continuamente los
discursos pronunciados por los acusados. Se extraían trozos fuera de contexto
de escritos sobre la naturaleza y filosofía de la política y se presentaban
como evidencias condenatorias contra los que estaban en el banquillo. La
plataforma política de la
Asociación del Pueblo Trabajador, sus resoluciones y
declaraciones, se consideraban como evidencias de culpabilidad en el asesinato
de Degan.
El juicio se desarrolló con todo el sensacionalismo
histriónico, con todas las características escénicas que a menudo transforman
los procesos legales norteamericanos en lóbregos espectáculos públicos. Como es
costumbre en estas circunstancias, una fuerte guardia armada se estacionó
alrededor de la Corte ,
pretextando que en cualquier momento un "ejército anarquista" podía
intentar rescatar a los implicados. Como también es acostumbrado, la gente se
peleaba por conseguir asientos en el local; algunos hasta se llevaban sus
almuerzos, y por las tardes se advertía en la sala del Tribunal una fuerte
fragancia de naranjas y los pisos estaban resbaladizos por las cáscaras de
bananas. Cosa también habitual, asistir al juicio se convirtió en sello de
elegancia, y los aristócratas de la ciudad se buscaron la manera de lograr
lugares muy próximos al mismo juez Gary. El augusto jurista reía y charlaba, y
mientras se desarrollaba el juicio entretenía a "su público" con
jueguitos haciendo caricaturas y acertijos en los papeles de formularios del
juzgado y hasta ofrecía dulces a sus amigos mientras los acusados luchaban
desesperadamente por salvar su vida y defender su causa.
La prensa, desde luego, estaba allí con toda su gloria,
representada por periodistas venidos de todas las grandes ciudades del país.
Diariamente los periódicos imprimían millares de palabras sobre el juicio. Por
estos despachos sabemos de esa gente "selecta", despreocupada y
alegre que rodeaba al juez Gary, y cómo éste amenizaba las horas de sus
adeptos; sabemos de las esposas de los acusados, pálidas y demacradas, con sus
hijos inquietos y asustados colgándoseles del cuello, apiñados todos en las
filas delanteras de los asientos de la sala. Esos despachos nos informan que en
la sala el calor era sofocante, que la gente estaba apretujada y apenas tenía
espacio para agitar los abanicos que se les habían suministrado. Y que la
lentitud del juicio, arrastrándose semana tras semana, reflejó, a pesar de
todo, un aspecto "justo" de la legislación norteamericana por el cual
hasta el culpable más evidente puede apelar a todos los recursos -hasta los más
impresionantes- que le ofrece la ley, antes de ser ahorcado.
Nina van Zandt
Por los despachos de esa prensa sabemos de una joven que, cuando
entraban a la Corte
los acusados, ofreció un ramo de flores a cada uno. De un hombre muy pobremente
vestido que sollozó cuando Fieldem se dirigió al jurado, hombre que más tarde
declaró a un periodista: "He vivido cerca de él durante años y puedo asegurar
que nunca conocí un hombre más bueno, más honesto y mejor vecino". Esos
despachos de prensa nos informan también de la bella Nina van Zandt, juvenil
heredera que se enamoró de Spies al verlo luchar por su vida, y sacrificó su
fortuna para casarse con él por poder, con la remota esperanza de que la boda
pudiera influir de alguna manera en el veredicto.
Spies
Esos despachos de prensa describen una y otra vez a los
acusados: el "impasible" Fieldem; el "elegante" Spies; el
"melodramático" Parsons; el "alto y pálido" Fischer; el
"reflexivo" Schwab; el "desafiante" Lingg. Un reportero con
muy poco sentimiento y ningún seso escribía: "Son irreductibles, no tienen
ningún remordimiento, y para sus mentes distorsionadas es la sociedad la que
está en juicio y no ellos mismos."
El veredicto fue una simple formalidad. Pero el gran momento
del juicio llegó el día en que los acusados se irguieron en la Corte para acusar a sus
acusadores. Para decir por qué el juez Gary no debía sentenciarlos a muerte, y
porqué no eran ellos los culpables sino la sociedad. Ese día ellos dominaron a la Corte y al país. Ningún
periódico fue tan extremadamente conservador como para no admitir que los
acusados, al defender a la clase trabajadora desafiando la muerte,
impresionaban por su extraordinaria dignidad.
Los alegatos
Neebe, sentenciado a quince años de prisión, único de los
acusados que no fue condenado a muerte, fue el primero:
"Vi que a los panaderos de esta ciudad se les trataba
como a perros. Y ayudé a organizarlos... ¿Es eso un crimen? Ahora trabajan 10
horas al día en vez de las 14 y 16 que trabajaban antes. ¿Es otro crimen? Pues
cometí otro mayor. Una madrugada observé que los trabajadores cerveceros de
Chicago comenzaban sus tareas a las cuatro de la mañana. Regresaban a sus casas
hacia las siete u ocho de la noche. Nunca veían a sus familias ni a sus hijos a
la luz del día. Fui a trabajar para organizarlos. Pero, Vuestras
Honorabilidades, aún cometí otro crimen: vi a los empleados de comercios y a
otros empleados de esta ciudad que trabajaban hasta las diez y once de la
noche. Emití una convocatoria, y hoy están trabajando solamente hasta las siete
de la noche y no trabajan los domingos. ¡Estos son mis grandes crímenes!".
Neebe concluyó exigiendo que también a él se le condenara a
muerte, declarando a voz en cuello que él no era menos culpable que sus
compañeros, ya que todos eran inocentes.
Después habló Parsons. Una flor en la solapa y una poesía en
los labios, ya que comenzó recitando:
"Rompe el terror y la miseria de tu esclavitud; pan es
libertad, libertad es pan."
Desafiante y apasionado, hubo quienes lo tildaron de
teatral, hasta que percibieron que estaba a punto del colapso al cabo de dos
días de esfuerzo para explicar y justificar su acción y sus convicciones.
Insistió en que nunca había abogado por la fuerza salvo como una respuesta
inevitable a la fuerza que utilizaban en primer término los patronos. Leyó
extensamente párrafos tomados de editoriales de periódicos en los que se
predicaba el uso de la violencia contra los huelguistas, y con ellos documentó
su cargo, dando ejemplo tras ejemplo de casos en que los militares y policías
habían hecho fuego y matado trabajadores sin que hubiese habido provocación
alguna. Además presentó una acusación concreta sobre el atentado de Haymarket:
afirmó que la bomba había sido lanzada por un agente pagado por los
industriales, en un intento por anular el movimiento en favor de la jornada de
ocho horas de trabajo. Continuando su alegato, expresó:
"En los últimos veinte años de mi vida he estado
íntimamente identificado y he participado activamente en lo que se conoce como
el Movimiento Obrero de los Estados Unidos. Soy anarquista. Ahora, ¡golpeen!
Pero antes de hacerlo, escúchenme. ¿Qué son el socialismo o el anarquismo?
Brevemente son el derecho del trabajador a tener igual y libre utilización de
las herramientas de la producción y el derecho de los productores a su
producto. Eso es el socialismo.
"Yo soy socialista. Soy uno de esos que piensan que el
salario esclaviza, que es injusto, que es injusto para mi, para mi vecino y
para mis compañeros. Pero no aceptaría dejar de ser esclavo del salario para
convertirme en patrón y dueño de esclavos yo mismo [...] Si hubiese escogido
otro sendero en la vida, ahora podría estar viviendo en una bella casa, rodeado
de mi familia, con lujo y tranquilidad, con esclavos obedeciendo mis mandatos.
Pero escogí otro camino, y hoy estoy aquí en el banquillo. Estos son mis
crímenes.
"¿No fueron ellos, los capitalistas, los primeros en
decir: lancen bombas de dinamita contra los huelguistas, para que escarmienten
los demás? ¿No fue Tom Scott (presidente de la empresa Pensylvania) el primero
que dijo: denles una dieta de balas. ¿No fue el ‘Chicago Tribune’ quien afirmó:
‘dénles estricnina’? Y lo hicieron... Han tirado bombas y balas. La bomba de
Haymarket del 4 de mayo fue lanzada por manos de un asesino pagado por los
monopolios y enviado desde Nueva York con el propósito específico de quebrar el
movimiento por la jornada de ocho horas. Vuestras Honorabilidades, nosotros
somos las víctimas de la conspiración más negra y más sucia que jamás haya
tramado el oprobio humano en los anales del tiempo."
Pero quien hizo sonar la nota más alta, al dirigirse al juez
Gary, fue Spies:
"Si usted cree que ahorcándonos puede eliminar el
Movimiento Obrero, el movimiento del cual millones de pisoteados, millones que
trabajan duramente y pasan necesidades, y miserias esperan la salvación, si esa
es su opinión [...] ¡entonces ahórquenos! Así aplastará una chispa, pero allá y
acullá, detrás de usted y frente a usted y a sus costados, en todas partes, se
encienden llamas. Es un fuego subterráneo. Y usted no podrá apagarlo.
"Y ahora, estas son mis ideas. Constituyen parte de mí
mismo. No puedo despojarme de ellas, y si pudiese, no lo haría. Y si usted cree
que puede destruir esas ideas que están ganando más y más terreno cada día,
mandándonos a la horca, si una vez más usted dicta pena de muerte a la gente
por haber osado decir la verdad, entonces, ¡orgullosa y desafiantemente pagaré
ese tan caro precio! ¡Llame a su verdugo! Las verdades que fueron crucificadas
en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Huss, en Galileo, todavía viven.
Ellos y otros cuyo número es legión, nos precedieron por este sendero. ¡Estamos
listos para seguirlos!"
Todos los alegatos de los acusados fueron inútiles. Como es
sabido, el 9 de octubre de 1886 se dictó la sentencia de muerte. De acuerdo con
una descripción del "New York Times" de aquellas fechas:
"El rostro del juez Gary, al dictar la sentencia contra
Spies, se estremecía convulsivamente [...] y cuando llegó a la palabra
‘ahorcado’, apenas pudo balbucearla, y con extrema dificultad pudo proferir
‘hasta que esté muerto’. Estas últimas palabras apenas fueron perceptibles."
El hombre de letras más destacado de los EE.UU., William
Dean Howells, escribió: "Nunca los he creído culpables de asesinato, ni de
ninguna otra cosa como no sea de sus opiniones, y no creo justo el juicio en
que se les declaró culpables. Este caso constituye la injusticia más grande que
jamás haya amenazado nuestra fama como nación".
No hubo clemencia
Después que la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos
se rehusó terminantemente a examinar el caso, denegando todas las apelaciones,
se fijó la fecha de la ejecución para el 11 de noviembre de 1887. La única
esperanza que quedó entonces fue que el gobernador Oglesby conmutase las
condenas a muerte por las de cárcel perpetua.
Y los pedidos de clemencia llegaron a millares al despacho
del gobernador de Illinois. Robert Ingersoll, Henry Demarest, John Brown, hijo
del gran emancipador, y cientos de ciudadanos destacados de Chicago, le
escribieron en ese sentido. También centenares de dirigentes sindicales
norteamericanos, incluyendo a Samuel Gompers. Y desde todos los puntos del
país, millares de personas apelaron al gobernador Oglesby pidiéndole clemencia
y destacando que esos hombres iban a ser ahorcados por sus opiniones políticas.
En Inglaterra, Bernard Shaw y William Morris trabajaron
intensamente en múltiples gestiones tratando de salvar la vida de los
condenados.
De éstos, Fieldem y Schwab habían apelado las sentencias y
solicitado clemencia. También lo había hecho Spies, pero lo lamentó poco
después cuando se enteró de que había algunos que lo interpretaron como señal
de cobardía. Parsons, en cambio, se rehusó terminantemente a pedir
misericordia, manifestando que eso era admitir su culpabilidad.
Recién mucho más tarde, cuando ya el fin estaba próximo,
Parsons dirigió una comunicación al Gobernador. En los mismos momentos, también
Spies enviaba una nueva nota a Oglesby.
Ambas fueron leídas ante la máxima autoridad del Estado de
Illinois, justamente dos días antes de la fecha fijada para la ejecución de los
condenados. Joe Buchanan, dirigente de los trabajadores y editor de un
periódico sindical de Denver (Colorado) fue quien se encargó de leerle ambas
comunicaciones al gobernador Oglesby.
La carta de Spies era un deliberado esfuerzo para anular en
todos sus términos su anterior petición de clemencia.
Decía en uno de sus párrafos:
"Durante todo nuestro juicio, a través de toda su
tramitación, a lo largo de todo el proceso, fue bien evidente y manifiesto el
propósito de hacerme pedazos para condenar con castigos más leves a mis
co-acusados. Me parecía a mi entonces, y a muchísimos más, que la venganza
pública podía darse por satisfecha con una sola y única vida, es decir, la mía.
Tómela entonces, tome ya mi vida... Si debe haber un asesinato legal, que sea
de una sola persona, que sea suficiente con el mío."
Según comentarios de la prensa de aquellos tiempos, que
tanto papel imprimió sobre los pormenores del juicio, cuando Buchanan leyó el mensaje
de Parsons al Gobernador, "la sangre de los que lo escucharon se les heló
en las venas".
"Si soy culpable -había escrito Parsons- y se me debe
ahorcar por mi presencia en la
Plaza de Haymarket, entonces espero que se me conceda la
suspensión temporal de mi caso, hasta que mi esposa y mis dos hijos sean
procesados y condenados a la horca, ya que también estuvieron conmigo en la Plaza de Haymarket en
aquella reunión." El gobernador Oglesby, escondiendo el rostro entre sus
manos exclamó: "¡Dios mío, esto es verdaderamente terrible!"
Pero ese mismo gobernador Oglesby, recién el día anterior al
fijado para la ejecución, conmutó las condenas a muerte de Fieldem y Schwab,
por las condenas a prisión perpetua.
Y ese mismo día Louis Lingg apareció muerto en su celda. Se
dijo que se había suicidado, pero nunca se pudo establecer concretamente si se
suicidó o fue asesinado. Lingg tenía 22 años de edad, desconocía totalmente el
inglés, y, aunque con bien poco fundamento, se decía que "no tenía ningún
amigo en el mundo, fuera de su Alemania nativa".
Poco tiempo antes Parsons había escrito:
"A mi pobre y querida esposa: Tú eres una mujer del
pueblo, y al pueblo te lego. Debo hacerte una petición: no cometas ningún acto
temerario cuando yo me haya ido, pero asume la causa del socialismo, ya que yo
me veo obligado a abandonarlo."
La ejecución
Los cuatro condenados, Spies, Parsons, Engels y Fischer, en
su última noche parecieron aliviados al ver que por fin su calvario llegaba a
su término. No pudieron dormir mucho, pues en un local cercano a sus celdas los
carpinteros construían las horcas y el martilleo se oyó claramente durante toda
la noche. Esos obreros concluyeron su lúgubre trabajo recién hacia la mañana.
En esos momentos Parsons comenzó a cantar "Marchando hacia la
libertad", y su voz de tenor se oía a través de toda la cárcel. Después
cantó "Annie Laurie", pero en voz más baja, suavemente, como si fuese
nada más que para él mismo.
En la mañana el alguacil Matson y sus ayudantes fueron a sus
celdas, amarraron pies y manos de los condenados y los vistieron con unas
mortajas blancas y flotantes.
Sabiendo que estaban preparando a su esposo para la
ejecución, la señora Parsons y sus dos hijos suplicaron frenéticamente que se
les permitiese entrar a la cárcel para verlo por última vez. Sin embargo se les
negó ese postrer consuelo, y no pudieron pasar más allá del cordón policial que
se había tendido alrededor de la prisión; como siempre, con el irrisorio
pretexto de que los anarquistas intentarían el rescate. Ante la insistencia de
la esposa de Parsons, las autoridades policiales no vieron solución más
"humanitaria" que arrestarla y arrojarla a una celda con sus dos
hijitos.
El local donde se iba a llevar a cabo la ejecución estaba
colmado de periodistas y policías cuando entraron en él los cuatro condenados.
Permanecieron erguidos y altivos frente a sus acusadores. La blancura de sus
mortajas les hacía parecer aún más altos sobre el cadalso, por encima de las
cabezas de los asistentes. Había mucha arrogancia en sus actitudes al ir a
ocupar su lugar bajo el lazo corredizo que les correspondía a cada uno. Más de
un testigo los comparó con John Brown y sus hombres, que también habían muerto
por la humanidad.
Las últimas palabras
Cuando un verdugo bajó la máscara sobre el rostro de August
Spies, éste pronunció una sola frase: "Llegará la hora en que nuestro
silencio será mucho más elocuente que las voces que ustedes estrangulan
hoy".
"Este es el momento más feliz de mi vida", fue la
única exclamación de Fischer.
"¡Viva la anarquía!", gritó Engels.
Por último retumbó en la sala la potente voz de Parsons:
"¿Se me permitirá hablar, ¡oh! hombres de los Estados
Unidos? ¡Déjeme hablar, alguacil Matson! ¡Que se escuche la voz del
pueblo!" Y trató de continuar, pero se soltó el muelle que sujetaba la
trampa del cadalso y su cuerpo pendió en el vacío.
La perspectiva histórica
Al ahorcar a los mártires de Chicago, los magnates dueños de
los monopolios de aquel tiempo dirigían sus golpes no tanto a los hombres que
eran sus víctimas ocasionales en el proceso de Haymarket, sino al movimiento
que representaban; no a las siete personas procesadas, sino a la fuerza mucho
más poderosa de los trabajadores organizados de todo el país. Era al movimiento
sindical en general, y a los Caballeros del Trabajo en particular, a quienes
los capitalistas estaban dispuestos a aplastar.
Esto quedó bien de manifiesto en las declaraciones que hizo
un comerciante de Chicago refiriéndose a Parsons y sus compañeros: "No, yo
no considero culpables de ningún delito a esas gentes, pero se les debe
ahorcar. Yo no le tengo miedo a la anarquía. ¡Oh no! es el esquema utópico de
unos cuantos maniáticos filantrópicos, que hasta resultan agradables. ¡Pero lo
que sí considero que debe ser aplastado es el Movimiento Obrero! ¡Si se ahorca
ahora a estos hombres, los Caballeros del Trabajo nunca más se atreverán a
crearnos problemas!"
Sí los industriales no contrataron al desconocido que arrojó
la bomba en la Plaza
Haymarket , lo cierto es que se beneficiaron con el atentado
utilizándolo hábil e inmediatamente para llevar a cabo su ignominioso asalto
contra el sindicalismo. "La bomba que fue lanzada por un desconocido
-escribió John Swinton- fue un magnífico regalo para todos los enemigos del
Movimiento Obrero. La han utilizado sañudamente contra todos los objetivos que
el pueblo trabajador está empeñado en conquistar y en defensa de todos los
males que el capitalismo esta empecinado en mantener."
"La perspectiva histórica -escribió William Dean Howells-
es que esta república libre ha matado a cuatro hombres por sus opiniones. Ahora
todo ha terminado, excepto el juicio que comienza de inmediato por un acto
maligno e injusto, y que continuará para siempre."
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