Hace 5 años en
Caracas:
El 5 de marzo de 2013, a las 4:25 de la tarde…
Romain
Migus
Hace
5 años, en Caracas, el 5 de marzo de 2013, hacia las 3:30 de la tarde, mi
compañera y yo habíamos ido al Parque del Este, la mayor zona verde de la
ciudad, situado como su nombre lo indica, en el este de la capital venezolana,
en pleno corazón de un islote territorial donde se concentran las clases más
adineradas del país. Habíamos ido a caminar y descansar un poco, ya que las
últimas semanas habían sido especialmente penosas para nosotros y para la
mayoría de los venezolanos.
El
cáncer del Presidente Hugo Chávez tenía el país en vilo, y todo el mundo estaba
pendiente de los esporádicos anuncios de Ernesto Villegas, el entonces ministro
de Comunicación, que informaba a los ciudadanos del estado de salud del Comandante.
Estos anuncios nacionales, eran retransmitidos en directo por todas las cadenas
del país y daban lugar a intensas reacciones y rumores que nos ponían bajo
presión.
Una
vez terminado el paseo, a la 4:15 nos adentramos en el hipermercado que esta
frente a la entrada principal del parque para hacer algunas compras. Debido a
su posición geográfica, este templo del consumo parece haber sido hermético a
los cambios sociales iniciados por Hugo Chávez. Este supermercado es incluso un
símbolo de la historia colonial de Venezuela. Aquélla que, combinada a los años
de neoliberalismo feroz de los años 90, condujo al advenimiento de la
Revolución Bolivariana.
Las
cajeras, los empacadores de las compras de los clientes, los empleados de los
estantes, de la quesería, de la cafetería o de la carnicería son todos de
las clases populares, tienen la piel obscura como «su» presidente Chávez. Los
clientes, en su gran mayoría, son blancos y ricos, y no dejan de hacer de su
opulencia un acto de proselitismo. La meritocracia, tan alabada por estos
mismos clientes, se detuvo en las puertas del supermercado, aunque se
encuentra justo a 10 minutos de uno de los más grandes barrios de América
Latina.
Son
las 4:29, y llegamos al mostrador de la carnicería. Detrás del empleado que se
ocupa a cortarnos las chuletas, tres teles están conectadas a una cadena
privada que difunde un programa de variedades. Son las 4:40 cuando la emisión
se interrumpe abruptamente para dejar espacio al genérico de las cadenas
nacionales. Todos los clientes del supermercado acudan entonces en masa
al mostrador de la carnicería para saber lo que se va a decir.
No
hay necesidad de esperar mucho tiempo. La primera imagen basta. No es Ernesto
Villegas que está delante del micro. Es el vicepresidente y sucesor declarado,
Nicolas Maduro, vestido con guayabera blanca y rodeado de las altas
instancias políticas y militares de la Revolución. Incluso antes de que
comience a hablar, su rostro traiciona la trágica noticia. Luego, con una voz
enronquecida por una emoción que no llega a contener, Nicolas Maduro anuncia lo
que la mayoría de los chavistas, la mayoría de nosotros, se negaba a imaginar:
«Recibimos la información más dura y trágica que podamos transmitir a nuestro
pueblo. A las 4:25 de la tarde de hoy 5 de marzo ha fallecido el comandante
presidente Hugo Chávez Frías...»
Delante
de la pantalla, es un mundo que se derrumba. Mi compañera y yo estamos
físicamente petrificados, en estado de choque, incapaces de decir nada. Y fue
él quien nos sacó de nuestro letargo.
Él,
era el carnicero. Un joven tipo, de 25 años, de la generación que creció con
Chávez pero que también conoció cómo era antes el país. El tinte oscuro de su
piel nos indica su condición popular y su identidad política. Detrás del
mostrador de la carne, grita a los clientes acumulados delante de las pantallas
de televisión: «Ustedes, los burgueses, si creen que la Revolución va a
detenerse porque el Comandante murió, se quedarán
esperando por mucho tiempo, no joda ¡Viva Chávez!».
Su
grito salido del alma tuvo el mérito de hacernos despertar de nuestro letargo.
Olvidémonos de las compras. Tenemos que llegar lo antes posible a casa, en el
oeste salvaje de la capital, tenemos que estar con los nuestros. En los barrios
populares, al anuncio de Nicolas Maduro respondió un clamor espontáneo, como
los que normalmente acompañan un gol de la Vinotinto, el equipo
nacional de fútbol o un homerun en un clásico de
béisbol Magallanes-Leones. Pero esta vez era un grito de tristeza que salió al
unísono de las ventanas de los ranchos, las viviendas de los
barrios populares.
Con
gran dificultad, logramos encontrar un taxi en esta zona donde normalmente
pululan. Ni un ruido en el coche. El chofer, mirando nuestros rostros y
nuestros ojos empañados de lágrimas, nos dice: «Soy chileno. Vine a Venezuela
para huir de la dictadura de Pinochet. Sé lo que sienten. Ustedes acaban de
perder su Allende…».
Nos
deja en la Plaza Bolívar donde afluyen miles de «nosotros», llegando ahí para
colectivizar la tristeza y el desconcierto, demasiado pesados para cargar
individualmente. Esa noche fue muy larga...
Siempre
me pregunté en que se habría convertido el carnicero después del 5 de marzo de
2013. Escupir su identidad de clase sobre el rostro de los clientes de la otra
clase, la que según Warren Buffet, está ganando la lucha, fue a pesar de todo
un sagrado acto de valentía política. Me imagino que esto ciertamente provocó
su despido. Intenté incluso durante un tiempo encontrarlo, para que fuera él
quien contara esta anécdota en mi lugar. En vano.
Hoy,
5 años después, sé dónde se encuentra. O más bien sé que «el espíritu del
carnicero», el de este muchacho rebelde es la marca de una
identidad política colectiva que se construyó tanto en la práctica
revolucionaria cotidiana como en la oposición a esta élite que pretende retomar
el control del país.
A
pesar de los intentos de golpe de Estado institucional y de «revoluciones» de
color, a pesar de las ofensivas diplomáticas de los USA y de sus lacayos del
Grupo de Lima o de la Unión Europea, a pesar de las operaciones psicológicas
para socavar la moral de los chavistas, a pesar de la guerra no convencional y
las incursiones de paramilitares extranjeros, a pesar de la especulación contra
el Bolívar, el contrabando de productos de primera necesidad y el tráfico de
billetes – síntomas de una guerra económica que se asume como tal –, a pesar
del cielo que la contrarrevolución intenta hacer caer sobre la cabeza de los
venezolanos, “el espíritu del carnicero” corre aún por las calles de Venezuela.
Y el chavismo sigue siendo insumiso a la voluntad de esta élite que, para
reconquistar sus privilegios políticos, no duda ya en destruir todo el país.
Allí
donde muchos habrían tirado la toalla ante tanta adversidad, los venezolanos
siguen resistiendo. Siguen exigiendo el respeto de su soberanía y afirmando su
voluntad de solucionar sus problemas internos como les parezca, con los
dirigentes que eligieron libremente.
Hoy,
este pueblo rebelde necesita toda la solidaridad de aquellos que defienden una
alternativa al desastre neoliberal. En la trinchera del frente, están bastante
bien organizados. Cualquiera que fuera su etiqueta política del momento, todos
están en sintonía para denigrar a la Revolución Bolivariana, diabolizar al
Presidente Maduro, replicar las mentiras mediáticas, y hacer pasar a las
víctimas por verdugos. Si ellos lo hacen tan bien, entonces nosotros
también podemos y debemos hacer oír nuestra voz.
Debemos
apoyar la lucha actual de los venezolanos ya que es también la nuestra. O más
bien, ella prefigura lo que tendremos que afrontar cuando un gobierno
progresista, en ruptura con el dogma neoliberal, gobernará nuestros países. Ese
día, nosotros recordaremos «el espíritu del carnicero»… este espíritu rebelde,
independiente, irreverente. Esta identidad política colectiva, que en Venezuela
también llaman… el espíritu de Chávez.
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