martes, 26 de diciembre de 2017



A TODOS LOS QUE LLEGUE ESTE MENSAJE, FELIZ NAVIDAD A PESAR DE TODAS LAS LIMITACIONES DE LA RAZÓN HUMANA Y SUS ENTUERTOS. LES REGALO, A QUIENES QUIERAN RECIBIRLO, UN CUENTO NAVIDEÑO DE MI AUTORÍA. ¡FELICIDADES! (Les sugiero copiar el texto y pegarlo en aplicación Word o similar, para que puedan ver las letras más grandes)
Cuentos de Navidad
La parranda de Crápula.
Autor: Marco Antonio Peña.
Hacia 1934 sólo existían en aquel poblado de Las Guaimarías setenta y tres casas distribuidas en doble hilera a lo largo de sus dos únicas calles. La mayor, llamada “Calle Real”, era cruzada a un tercio de su longitud por otra mucho más pequeña, llamada “Del Lamento”. Por la disposición de ambas, el caserío parecía, visto desde cualquiera de las lomas y montañas circundantes, un crucifijo ribeteado con minucias de alfarería sobre el paño verde del valle.
A diferencia de otros caseríos según costumbre antigua, la calle Real de Guaimarías no era la que daba entrada al pueblo, ya que esa función la tenía sin pena ni gloria un extremo de la calle Del Lamento, cosa que siempre molestó a sus pobladores, y quizás conjuró en su nombre.
La actividad económica más importante del caserío desde su fundación era el cultivo y comercio del café, que se daba generosamente en los alrededores. Sin embargo, los dueños de las haciendas cafetaleras no vivían entre la gente escasa de las dos vías, y apenas lo visitaban ocasionalmente; allí vivían los trabajadores de esas haciendas y los comerciantes imprescindibles a su contexto; dos bodegueros, un talabartero y un barbero.
La mayoría de los habitantes eran descendientes de los fundadores y no más de una décima parte de su población se componía de gente venida de otras tierras. Todos (o casi todos) tenían trabajo, animales de corral y vivienda propia. Los mejor acomodados también poseían una mula o un caballo. Nadie tenía automóvil, aunque algunos los conocían por haberlos visto en Maracay.
Casi ninguna influencia externa perturbaba el caserío pues la distancia media respecto del pueblo verdadero más cercano era de seis horas en bestia. De su historia local reciente es obligatorio mencionar la pugna para cambiarle el nombre al caserío, que enfrentó por generaciones a sus naturales contra el jefe civil (que lo era de por vida, según costumbre apócrifa). En vano trataron los lugareños de hacerlo llamar “San José de la Cruz”, alegando, lógicamente, la estampa que proyectaba a las alturas su planteamiento urbano.
“Guaimaría” posiblemente era un solecismo por “Juan María”, hacendado y primera autoridad civil que tuvo aquel lugar remoto. El fundador Don Juan María Maldonado, bisabuelo de Crápula, había sido uno de los primeros en explotar cafetales –y seres humanos- en las tierras húmedas y montañosas que circundan el valle, y llegó a tener mucho dinero y poder. Un destino previsible por su apego alcohólico y las apuestas epilogó con la ruina su edad postrera, pero su hijo Cretíl Severiano Maldonado, heredero de la jefatura civil –y las deudas que dejó Don Juan María- supo administrar influencias desde las cenizas que dejó el viejo y adquirió un grosero poder también, ejerciéndolo a gozo entre los pobladores. Luego, en la casi ancianidad de Cretíl, teniendo ya cinco hijas a las que nunca prestó atención, aconteció de una tercera y última unión conyugal el primer hijo varón de este, al que llamó Ford Teodosio. Con ese nombre trató de exorcizar la mayor ambición frustrada de su vida: la posesión de uno de aquellos novedosos coches de motor a petróleo que maravillaban las capitales del mundo.
Ford Teodosio por su parte, que nunca cursó estudios en escuela alguna, y a duras penas sabía leer, heredó del padre el principal negocio de familia, la jefatura civil, pero también y muy especialmente, la majadera pasión por los automóviles, que cultivó con fastidiosa obstinación toda su vida.
Siguiendo la pauta del padre, cuando tuvo su primer y único hijo, lo bautizó infelizmente y con mal gusto –en ese orden-, Crápula Chevrolém. De todos los descendientes del fundador Don Juan María Maldonado siempre se dijo que eran iguales al desgraciado mayor; de todos excepto de Crápula.
Esa palabra la había escuchado Ford Teodosio siendo niño en boca de un importante funcionario de gobierno que visitó a su padre, acontecimiento que había significado un revuelo en casa de los Maldonado, pues era una gran distinción recibir gente importante de la capital. Cretíl admiraba por entonces a un general andino cuyo nombre enaltecía constantemente en las conversaciones de sobremesa, de manera casi equivalente a como lo hacía al referirse a ciertos modelos de automóvil, causando honda impresión en su hijo Ford Teodosio, pero ocurrió que aquel general, una vez sublevado contra el gobierno, pasó a ser un perseguido y un proscrito. Cretíl no sabía de eso porque las noticias tardaban mucho en llegar a Las Guaimarías o nunca llegaban, así que en animosa conversación con el funcionario, quiso Cretíl lucirse mencionando su amistad con el general. La reacción inmediata que suscitó en el caraqueño, fue que aquel hombre era verdaderamente “un Crápula”, sellándose así en silencio el resto del almuerzo. La palabra quedó grabada en las memorias de Cretíl y del niño Ford Teodosio como sinónimo de magnanimidad.
Para los años que este relato abarca, nadie en el pueblo sabía del significado del nombre de su buen hijo decembrino –había nacido en Nochebuena- el parrandero Crápula, así como tampoco sabían leer o escribir en su mayoría, y obviaban por simple desafecto lingual su segundo nombre, Chevrolém. Pero “Ford T.” sí llegó a saber el significado del primer nombre, y lo guardaba en secreto, siempre atento por si alguien llegaba a enterarse y se le ocurría hacerlo público.
Desde luego que siendo Jefe Civil, le habría resultado muy fácil cambiarle el nombre a su hijo y calzarle una nueva partida de nacimiento, pero ocurrió que su error lo descubrió cuando Crápula ya alcanzaba los diecisiete años y era de todos así conocido; Crapín, Crapito, Crapulito, Crápula…
Vanos resultaron todos los esfuerzos que hizo desde entonces el padre por doblegar la costumbre y hacerlo llamar Chevrolém.
Así las cosas, en previsión del día en que alguien llegara a saber el significado del nombre, ensayó a lo largo de los años siguientes diversos métodos de censura verbal que eran muy mal acogidos y nunca entendidos por los Guaimaríes, sin que esto lo inquietara en lo más mínimo.
Había hecho prohibir entre el primero y el treinta y uno de diciembre cada año, por ejemplo, la palabra Hallaca, diciendo que era un “fraude a las buenas maneras y el sentido común” la contradicción entre “Allá” y “Acá”; Que o era lo uno o era lo otro, y en consecuencia esa no podía ser una palabra de “buena razón” para usarse en familia, sino una “ignoranciés”. Sólo se la podía decir entre enero y noviembre, pero sin excesos, especialmente si se acompañare de guasas, so pena de calabozo por tres días. También decretó proscritas entre otras, las palabras Bagre, macilento, tísico, sobandera… y cualquiera cuya mención necesitara pronunciar dos veces lo mismo, como Coro-coro, liqui-liqui o Para-para. Lo del bagre –decía la gente- era por el uso clandestino que el pueblo le venía dando al nombrecito del mostrenco “pescao” para mal referirse al benemérito Don Juan Vicente Gómez; Lo de macilento y tísico, en cambio, porque su hijo de tez lívida había crecido de cuerpo, pero no mentalmente, a pesar de todo el aceite americano de hígado de bacalao que desde pequeño le dio a tomar.
En cuanto a lo de sobandera, obedecía a que sin duda la palabra vilipendiaba a la bandera. En general, la gente no se mortificaba por aquellas prohibiciones que poco o ningún efecto cotidiano tenían; incluso, no faltaba quien le diera razón al jefe civil y hasta le sugiriera constantemente nuevas palabras a proscribir.
La época del año en que Crápula vivía lleno de gozo y dicha, y hasta se ponía ligeramente colorado, era diciembre.
Desde los cuatro hasta los doce años tuvo la costumbre de escaparse a su madre y salir a caminar “el pueblo” metiéndose en casa de quien fuera, sin siquiera avisar, por lo que no faltó familia que alguna vez lo encontrara dormido bajo un catre o que lo confundiera con alguna alimaña metida en escaparates o cuartos de chécheres revolviendo ropa y cosas. Por eso, más de una vez estuvo a punto el niño de recibir un escobazo o algo peor… En cambio, siempre le daban de comer, y sabiendo de su enfermedad, cada abuela de Las Guaimarías ensayó en secreto con él alguna receta anti-tísica, incluyendo desde consomés de testículos de los más infrecuentes animales, hasta macerados de insectos ponzoñosos y bebedizos de estiércol con bejucos de altura y leches de burra, cabra o hasta de perras paridas, sin que hubiera nunca signos ciertos de mejoría en el muchacho.
En general, la gente lo recibía bien en sus casas, no por temor al padre, sino porque el niño inspiraba ternura. La influencia de su mórbido carisma sobre el poblado pudo atestiguarse por detalles como la costumbre de decir, cuando algo se perdía en cualquier hogar: “De primeramente jalla uno a Crápula entre costales de arvejas que tal cosa en el piso”…
Cuando la ausencia de Crápula se prolongaba en forma irregular, salía el padre con el esbirro policía a sus órdenes tocando insolentemente puerta por puerta en todo el lugar, preguntando por el niño, cosa que solía acontecer de madrugada. Sabían los pobladores que el “Jefe Forté” multaba a la familia que retuviera – queriendo o sin querer- al niño, y desde luego que nunca era el caso lo primero, de manera que se instituyó el hábito por parte de las mujeres en cada hogar, de revisar bien, farol en mano, sus casas y corrales antes de irse a dormir, costumbre que permaneció en el tiempo hasta mucho después de que Crápula hubiera superado su etapa de visitador domiciliario.
Al llegar a su juventud, mostró Crápula inclinación por la música, ligada en exclusiva con la navidad, ya que casi no existía otra manifestación musical en el calendario de Las Guaimarías, y fue así como, asistiendo a la cohorte campesina de los viejos músicos encargados de las santas celebraciones, aprendió –no sin gran dificultad- a tocar tambor, charrasca y algo de guitarra.
Pasaba cada año por entero practicando para diciembre, y al contrario de lo que hizo en su niñez, casi no salía al caserío. Las pocas veces que salía, caminaba vacilante, como un menesteroso de mala bebida, semi-sonreído y lánguido, deteniéndose en cada ventana a mirar adentro, como recordando cosas, quizás. Asustaba a los niños pequeños por lo pálido e inesperado que se había tornado en la pubertad, y era temido de estos.
Por fin cuando cumplió los veintitrés años, y más por caridad que otra razón, fue admitido en la comparsa navideña; era el año 1931. Su padre no veía aquello con buenos ojos y se opuso. El paso del tiempo, lejos de mejorar a Crápula lo asolaba más, física y mentalmente.
En aquella ocasión, la mujer de “Forté” le levanto la voz por única vez en la vida, para reprocharle que su hijo fuera así por culpa del nombre que le había puesto, y que ya sin remedio eso, no tenía derecho a seguir manteniendo encerrado al muchacho, que si se hubiera llamado Bartolo, como quiso ella, otra cosa sería. Casi todo el pueblo supo agriamente, al concurrir a las ventanas de los Maldonado, y atraídos por el llanto de Crapito, que nada se podía hacer para separar al padre de la golpiza a la madre.
Tiempo después, un joven galeno de Caracas, de paso por allí, había vaticinado que el muchacho no tenía destinado vivir tanto como cualquier cristiano, y que cada año suyo equivalía a tres o cuatro de una persona normal. Dos semanas de cárcel a pan y agua le costó a aquel pichón de médico su augurio, y a duras penas accedió el “Jefe Forté” a liberarlo tras recibir una orden por correo telegráfico del gobierno en Maracay, llevada en burro desde San Isidro.
Sin embargo, y sin admitirlo jamás, “Forté” memorizó la sentencia del galeno al pié de la letra y en silencio sacaba su cuenta; Crápula tendría ya pues, a sus veintitrés, entre sesenta y nueve y noventa y dos años… ¡El hijo la edad del abuelo ya muerto!
Aquella víspera de Nochebuena, estrenó la parranda su nuevo integrante. Todos sabían y esperaban el acontecimiento. En cada zaguán, a la altura del dintel de cada puerta y ventana había una lámpara de aceite, y a lo largo de sus dos calles se había hecho costumbre colocar ese día una hilera de velas encendidas que iluminaban con seráfico candor Las Guaimarías.
A las ocho salió la parranda de casa de Don Serapio, avanzando parsimoniosa y alegre, todos atentos a lo que pudiera hacer Crápula, que no cabía en sí de contento. La alegría le descontrolaba el ritmo, de manera que los demás músicos tenían que hacer énfasis en los momentos propicios y redoblar rasgueos para retomar bien el tiempo, teniendo a veces que re-entrar a un compás o pasaje para hacerlo sonar como debía. Sin proponérselo entonces, el conjunto hallaba una novedosa forma de interpretar la música que durante decenios, quizás siglos, había permanecido sin mutaciones. A lo largo de los años siguientes, todos gustaron del “nuevo estilo”, y reconocían a Crápula como su inventor. Entre músicos se decía entonces “tocar crapuliao” para definir la modalidad.
Crápula llegó a ser el alma de la comparsa navideña, y el caserío entero su público fiel.
Crápula se entregaba de cuerpo y alma a su charrasca, olvidando evidentemente los demás instrumentos, boquiabierto ante las luces y el ambiente festivo. Caminaba prodigando risas y gritos destemplados. Sin querer quizás, se le movía el cuerpo al son de la música con vaivenes y flaquezas de rodillas que por momentos parecía que lo pondrían a comer tierra. No había quien pudiera mirarlo impasible o quien pudiera reprimir la risa al verlo, pero por temor al padre se disimulaban… muchos se metían a sus casas en carrera para reírse cocina adentro. Una navidad y otra se sucedían como lo único mágico que rozaba el caserío, y Crápula era siempre el personaje dilecto de las fiestas.
Para el año 34, el “Jefe Forté” estaba hastiado de saber por chismes insanos cuánta mofa desencadenaba su hijo en la parranda navideña, y no estuvo dispuesto a permitirlo ni una vez más. Llegado el día y la noche de navidad e iniciada la procesión en parranda, asomaba el padre de Crápula sombríamente desde el zaguán de la jefatura civil a mitad de la calle Real, amargado en pensamientos que le recreaban innobles y exageradas escenas de burla a su hijo. Pensaba en cómo meter al pueblo entero en la cárcel para escarmiento ejemplar, pero miraba atrás, a la pieza con barrotes, y no se le hacía posible.
Había llegado a odiar la música, no sólo por los incontables días, meses y años que tuvo que escuchar a su hijo tratando de hacer un ritmo o una melodía que a cualquiera le habría costado apenas horas aprender, sino también porque siendo joven, quiso él mismo dominar alguna vez la “bandolina” sin éxito alguno, pues “no tenía oído”. Recordó con ira, además, el día preciso en que así lo declaró airadamente un cura que, de paso por Las Guaimarías, hizo una prueba de canto a niños y jóvenes para llevarlos a fundar un coro al otro pueblo. Maldito aquel cura y su boca hedionda a heces… y el anillo gordo con que daba coscorrones… Aquel instrumento, la bandolina, fue su fijación obsesiva después de ver en una revista de 1914, una gráfica publicitaria automotriz en la que un mozo distinguido tocaba ese instrumento ante una rubia hermosa y fascinada, sentados ambos en un impecable Chevrolet cabriolé a orillas de un lago idílico.
Se acercaba la comparsa con sus sones, reventaban secos los cohetes dejando nubecitas blancas, y Crápula a la cabeza, marchando como una marioneta sostenida de cordones vencidos, arqueada de felicidad su boca grande, con pocos dientes ya, y los niños de cada casa, y no pocos adultos también, tapándose las suyas para no revelar sus risas al verlo. Pero las risas por Crápula ya no eran –si alguna vez lo fueron- de burla a su condición, sino por el contrario, de alegría y gozo ante su desinhibida presencia, ante su espontánea gracia y su querida familiaridad; todos lo habían tenido en su casa, todos le habían alimentado y cuidado, era el hijo y el hermano de todos allí en ese caserío, lo veían poco y al verlo sentían alegría.
Cuando pasaba la parranda frente a la jefatura civil, emergió el recio “Forté” pistola en mano, espaldado del policía cari-tieso que arrastraba una silla, y ordenó súbitamente parar la parranda. Se trepó a la silla y gritó a todos:
-¡Esta lavativa se acabó, sinvergüenzas libertinos de Guaimarías, aquí no se tienta música nunca más mientras yo viva ni mientras no muera, y así mismito quedan todos y todas multados con cincuenta centavos por infamia a las costumbres católicas apostólicas y de ley; y quien no pague en el plazo de tres días, pagará entonces con cárcel y azote parejo su delito!... ¡Ha hablado la autoridad de este “empoblado”… “¡Si alguien tiene algo que contradecir que suelte la lengua ahora mismo carajo, o cierre sino su jeta para siempre!”...
Un silencio de odio se hizo sentir; el único que aún sonreía era Crápula, y con su mirada de cordero a medio morir escudriñaba a su padre y a la gente alrededor sin comprender el suspenso de la marcha, como si el embrollo ya pudiera concluir y la parranda continuar. Tras unos segundos de silencio, se escuchó de nuevo la música; la parranda navideña sonaba briosa otra vez, con una nueva canción y mejor que nunca, pareció. Crápula dio un salto de alegría. “Forté” apuntó colérico su revolver a los músicos que de inmediato se lanzaron al suelo o se encubrieron tras los presentes en medio de un revuelo confuso en el que ninguno quería ser el muerto. Pero la música continuó, sin que nadie estuviera accionando cuerda o tambor alguno. Entonces se escuchó una voz sobre el alboroto colectivo diciendo:
-¡Allá, allá, por la calle Del Lamento viene!-
Una procesión fantástica como jamás se viera en aquel caserío avanzaba lenta al doblar la esquina hacia la calle Real; Un camión Chevrolet, bellamente adornado y preparado, majestuoso con sus luces encendidas, traía sobre sí una comparsa de músicos lujosamente vestidos, con sombrero de cinta, camisa blanca y chaleco, sincronizados y animosos en un rítmico pasodoble. Tras el camión, dos vehículos más, uno Ford y otro Renault, llevaban al burgomaestre del municipio, que nunca antes había pasado por allí, y acompañándole, otras personalidades importantes.
La gente aplaudió y se volcó asombrada y eufórica sobre ellos, dejando sólo al Prefecto encima de la silla y al policía boquiabierto.
La festiva procesión anduvo entre vítores hasta hacer parada frente a la jefatura civil, de donde ya salía muy bien dispuesto el “Jefe Forté” tras guardar rápidamente la silla y la pistola. Entonces fue distinguido por el reconocimiento de la inesperada autoridad:
-Cordiales saludos tenga usted, señor jefe Ford Teodosio… ¿no es así?... su nombre, quiero decir… Le hemos traído una parranda para alegrarle la gente en esta pascua decembrina, y para notificarles a todos, ¡a todos! –enfatizó mirando en derredor- que para la semana entrante estamos preparando una vigilia en Maracay, en apoyo al benemérito, nuestro ilustrísimo presidente Don Juan Vicente Gómez, por su pronta recuperación de salud, y queremos contar con toda la gente de las Guaimarías, o con las mas distinguidas, como ya imaginará!... ¡Hemos escuchado que aquí festejan con mucha devoción la fiesta de nuestro señor Jesucristo y por eso traemos hasta este rabillo currutaco de nuestro municipio un presente ¡en nombre del gobierno nacional!... Y los músicos tocaron dispersando al aire panfletos políticos del gobierno.
“Forté” abrumado no sólo por la sorpresa de la visita, sino por la estampa sin precedentes de los tres vehículos en la calle de su pueblo, no sabía qué contestar al burgomaestre mientras sus pies lo acercaban a admirar los detalles en las carrocerías de los coches. El ronquido del motor Chevrolet era la mejor música que hubiera escuchado jamás, el pasodoble de los músicos era apenas una espina en el oído que molestaba la escucha limpia del motor; era ese el instrumento que debió aprender a tocar, no la “bandolina” aquella que lo distrajo y lo traicionó, ahora comprendía. Miraba el radiador; ninguna iglesia reunía mayor gloria en su retablo y altar que el refulgente radiador dorado del Chevrolet, coronado de una musa aérea; ninguna lámpara más clara luz que aquellos faroles… Embelesado estaba Ford Teodosio, mientras Crápula se encaramó al camión, ayudado de los pobladores, y empezó a raspar su charrasca cantando con disonante algarabía y movimientos convulsivos. Los músicos se mofaron del enfermito y el clarinetista aderezó con notas disparatadas para acompañarlo. Uno de los personajes de la comitiva oficial preguntó en alta voz:
-¿Y quién es ese paisano?...
-“¡Crápula!” -contestaron diligentes muchos lugareños al unísono.
El hombre echó a reír, diciendo de inmediato:
-¡Pero qué disparate!, ¿¡A quien se le ocurrió ponerle semejante nombre a ese pobre diablo?!... ¡Pero qué bien que le quedó!… ¡como sarna en verijas!... ¡ja, ja, ja!... ¡¿Y ustedes saben lo que significa ese nombrecito, aah?!... –dijo, echando miradas a todos- y los ocupantes de los vehículos rieron de Crápula con un menosprecio y una impertinencia hasta entonces desconocidas en aquel caserío. Muchas veces en alta voz lanzó aquel hombre sinónimos de Crápula, y una dama guarnecida de fino abrigo, en todo similar a la rubia del anuncio de 1914, hasta lloraba de risa. No así los pobladores, que permanecieron como si nada hubieran escuchado, mirando los carros, las ropas de sus pasajeros, el camión y la comparsa; No rieron de Crápula, y no por temor al padre, sino por pudor ante lo que se descubría, por respeto y cobijo al niño que todavía era Crapito.
“Forté” no pudo retener las lágrimas, lo ablandaba una humillación, un nudo de impotencia que amenazaba con dejarlo de rodillas en segundos. Contemplando el espejo pulidísimo del Renault, empezó a oír un silbido creciente oídos adentro que tapaba música y gritos; Conoció en instantes su vida como un equívoco, y su mejor obra un triste entuerto. El exacto espejo del auto no devolvía la imagen recia de una primera autoridad civil; en su lugar había el rostro de un imbécil, y carne adentro, el cese de todo afán. Se retiró mansamente hacia la jefatura, sin atención de nadie.
Tampoco notó nadie la entrada inmediata de un pájaro negro por aquella puerta. Pero algunos lo vieron salir chillando unísono al seco estallido de la pólvora comprimida, y se dijo que era el alma.

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