¿De quién son hijas las colas?
La oposición dice que las colas en los supermercados, farmacias y hasta en bodegas y taguaras son culpa del socialismo fracasado. El gobierno dice que son culpa de la burguesía parasitaria.
Sin ánimo de querer darles la razón a ambos bandos (más que salomónico, eso sería demasiado cómodo), puede afirmarse que el fenómeno es un engendro de los dos, un hijo de lo peor del capitalismo, criado y engordado por los esfuerzos de control de un socialismo que parece haber quedado pasmado en medio de la transición.
Describamos primero que nada a la criatura: es un fenómeno económico y social del que forman parte la escasez, el acaparamiento, las compras nerviosas, la guerra psicológica, el bachaqueo, la reventa, la especulación, el rentismo, los pésimos salarios de la economía formal, la corrupción, el oportunismo, la débil conciencia social y otra variedad de ingredientes no tan maléficos pero que empiedran el camino del infierno, como suele decirse de las buenas intenciones.
Vamos a ver qué responsabilidad tiene el socialismo en esta situación. En primer lugar, viendo el lado positivo, la política económica del gobierno bolivariano pone en circulación la mercancía a precios accesibles a la mayoría de la población, bien porque la expenden las redes de distribución estatales (Mercal, Pdval, Bicentenario) o bien porque las autoridades obligan a las empresas privadas a vender a precio justo.
Sin el enfoque socialista, la mercancía probablemente estaría en los anaqueles, pero cabe suponer a qué precios. Cualquiera podrá preguntar por qué hablar de “culpa”, si la política implica un logro gigantesco en materia de acceso del pueblo a los alimentos y hasta a productos no fundamentales (electrodomésticos, vehículos, por ejemplo). Bueno, lo que sucede es que tal avance tiene una consecuencia perversa: el precio accesible de esos bienes da lugar a fabulosos negocios para gente de todos los niveles socioeconómicos. Y las medidas para controlar ese aprovechamiento indebido se han convertido en un modo de vida para funcionarios corruptos tanto del ámbito civil como del militar.
Ahondando en el lado negativo, el Estado no ha logrado surtir al mercado nacional de muchos de los bienes cuya producción ha asumido, ya sea porque el sector privado abandonó la actividad o porque los particulares fueron expropiados. Ineficiencia y corrupción han sido las grandes causas de este incumplimiento.
El socialismo también es culpable por su fracaso en la formación de conciencia en amplias capas de la población. Quince años después de los cambios políticos iniciados en 1999, mucha gente del pueblo siente que es un negocio perfectamente lícito especular a otra gente del pueblo, revendiéndole los productos que el Estado subsidia u obliga a vender a precio justo. Si se hubiese avanzado más en el terreno ideológico y cultural, ese comportamiento sería inadmisible y sancionado socialmente.
Ahora observemos qué tiene esta terrible situación de su otro padre, el capitalismo. Pues lo tiene casi todo: el individualismo feroz; el afán de lucro exacerbado; la propiedad privada entendida como un derecho de superior jerarquía al del bien colectivo; la falta de misericordia con el prójimo; la supervivencia del más apto (que casi siempre termina siendo el más vivo, el más malvado); la sacrosanta libre competencia y el culto al dios mercado. Todo eso está en el ADN de nuestra realidad económica actual. Por igual quiere incrementar sus riquezas hasta niveles obscenos el magnate cervecero, harinero y arrocero que está en la lista de Forbes; y también el papá-buho nero que manda a su esposa, hijos, demás familiares y amigos a hacer cola para conseguir mercancía a precio justo y luego revenderla a precio chupa sangre, ya sea en la esquina del mismo barrio o en nuestra querida hermana república.
Más allá de esa masiva penetración ideológica (muchas veces reforzada por el Estado socialista, paradójicamente), el capitalismo como sistema dominante en la escala mundial condena a los peores sufrimientos a cualquier país que pretenda tomar una vía alternativa. Como un organismo formidable, genera anticuerpos contra cualquier forma de control o intento de limitar su expansión insaciable. Por las buenas o por las malas impone su ley. No es necesario que se reúnan unos musiúes y digan: “¡Oh, yea, vamos a provocar colas en las bodegas de Venezuela!”. El metabolismo propio de ese enorme monstruo se encarga de eso y de cosas peores.
Por supuesto que luego de reflexionar sobre la paternidad del fenómeno, lo natural es preguntarse cuántos de los que participan en él desean realmente que esta peculiar realidad económica y social cambie. Yo sospecho que no tantos como lo dicen de la boca para afuera. El negocio es demasiado bueno para mucha gente a la vez. Pero tratar ese tema haría que este artículo se pusiera más largo que la cola del Abasto Bicentenario.
Sin ánimo de querer darles la razón a ambos bandos (más que salomónico, eso sería demasiado cómodo), puede afirmarse que el fenómeno es un engendro de los dos, un hijo de lo peor del capitalismo, criado y engordado por los esfuerzos de control de un socialismo que parece haber quedado pasmado en medio de la transición.
Describamos primero que nada a la criatura: es un fenómeno económico y social del que forman parte la escasez, el acaparamiento, las compras nerviosas, la guerra psicológica, el bachaqueo, la reventa, la especulación, el rentismo, los pésimos salarios de la economía formal, la corrupción, el oportunismo, la débil conciencia social y otra variedad de ingredientes no tan maléficos pero que empiedran el camino del infierno, como suele decirse de las buenas intenciones.
Vamos a ver qué responsabilidad tiene el socialismo en esta situación. En primer lugar, viendo el lado positivo, la política económica del gobierno bolivariano pone en circulación la mercancía a precios accesibles a la mayoría de la población, bien porque la expenden las redes de distribución estatales (Mercal, Pdval, Bicentenario) o bien porque las autoridades obligan a las empresas privadas a vender a precio justo.
Sin el enfoque socialista, la mercancía probablemente estaría en los anaqueles, pero cabe suponer a qué precios. Cualquiera podrá preguntar por qué hablar de “culpa”, si la política implica un logro gigantesco en materia de acceso del pueblo a los alimentos y hasta a productos no fundamentales (electrodomésticos, vehículos, por ejemplo). Bueno, lo que sucede es que tal avance tiene una consecuencia perversa: el precio accesible de esos bienes da lugar a fabulosos negocios para gente de todos los niveles socioeconómicos. Y las medidas para controlar ese aprovechamiento indebido se han convertido en un modo de vida para funcionarios corruptos tanto del ámbito civil como del militar.
Ahondando en el lado negativo, el Estado no ha logrado surtir al mercado nacional de muchos de los bienes cuya producción ha asumido, ya sea porque el sector privado abandonó la actividad o porque los particulares fueron expropiados. Ineficiencia y corrupción han sido las grandes causas de este incumplimiento.
El socialismo también es culpable por su fracaso en la formación de conciencia en amplias capas de la población. Quince años después de los cambios políticos iniciados en 1999, mucha gente del pueblo siente que es un negocio perfectamente lícito especular a otra gente del pueblo, revendiéndole los productos que el Estado subsidia u obliga a vender a precio justo. Si se hubiese avanzado más en el terreno ideológico y cultural, ese comportamiento sería inadmisible y sancionado socialmente.
Ahora observemos qué tiene esta terrible situación de su otro padre, el capitalismo. Pues lo tiene casi todo: el individualismo feroz; el afán de lucro exacerbado; la propiedad privada entendida como un derecho de superior jerarquía al del bien colectivo; la falta de misericordia con el prójimo; la supervivencia del más apto (que casi siempre termina siendo el más vivo, el más malvado); la sacrosanta libre competencia y el culto al dios mercado. Todo eso está en el ADN de nuestra realidad económica actual. Por igual quiere incrementar sus riquezas hasta niveles obscenos el magnate cervecero, harinero y arrocero que está en la lista de Forbes; y también el papá-buho nero que manda a su esposa, hijos, demás familiares y amigos a hacer cola para conseguir mercancía a precio justo y luego revenderla a precio chupa sangre, ya sea en la esquina del mismo barrio o en nuestra querida hermana república.
Más allá de esa masiva penetración ideológica (muchas veces reforzada por el Estado socialista, paradójicamente), el capitalismo como sistema dominante en la escala mundial condena a los peores sufrimientos a cualquier país que pretenda tomar una vía alternativa. Como un organismo formidable, genera anticuerpos contra cualquier forma de control o intento de limitar su expansión insaciable. Por las buenas o por las malas impone su ley. No es necesario que se reúnan unos musiúes y digan: “¡Oh, yea, vamos a provocar colas en las bodegas de Venezuela!”. El metabolismo propio de ese enorme monstruo se encarga de eso y de cosas peores.
Por supuesto que luego de reflexionar sobre la paternidad del fenómeno, lo natural es preguntarse cuántos de los que participan en él desean realmente que esta peculiar realidad económica y social cambie. Yo sospecho que no tantos como lo dicen de la boca para afuera. El negocio es demasiado bueno para mucha gente a la vez. Pero tratar ese tema haría que este artículo se pusiera más largo que la cola del Abasto Bicentenario.
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