lunes, 10 de junio de 2019

TODO PARA NADA
Rafael Pompilio Santeliz

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La mujer del vestido azul escribió, como por no dejar, su última epístola vía ciberespacio, pensaba que su misiva podría llegar a millones de personas en el mundo. Su epitafio lo tituló: “¿A quién puedo interesar?”. Explicó en verso breve su profundidad de dejar la vida y detalló: fecha, hora y estación del Metro, donde llevaría a cabo su decisión. Su mensaje era un meteorito en el universo.
El poeta Yasmil Mendoza, visitaba ese día a uno de sus viejos camaradas, este, había fundado una editorial y reunía a los amigos los viernes por las tardes. Entre las máquinas de exactitudes bebían tragos amables, balanceando y siguiéndose en sus nuevos quehaceres. Fulgencio -que así se llamaba su amigo- entre el tipeo y la distracción, miró el mensaje entre los cientos.
- Miren este escrito, una loca dice morirse hoy a las cinco en punto en la estación de Capitolio.
Yasmil, entre las risotadas de los otros colocó en silencio su vaso de whiski en la estantería de revistas, miró su reloj y a la francesa abandonó la oficina. Apuró el paso hacia la estación del metro más cercana mientras pensaba, maquinaba, desesperaba. Había aprendido comunicación y sistemas cuando jugaba al guerrero, quizás podría...
La puerta del metro se abrió atropellante, los que a porrazos entraban se alineaban como por arte de magia en un orden funcional, acomodándose los fluxes y adoptando al unísono la figura del gentleman circunspecto y ausente. Otros, los más jóvenes, los del fast-food, oscurecían sus ojos con lentes para ver lo menos posible y con su walkman se aislaban en la realidad virtual; los trabajadores, por su parte, mantenían la mirada fija hacia la nada, mirando de vez en cuando sus relojes, reflejo condicionado de la disciplina del timbre laboral.
Armígero al fin, al poeta le fue fácil instalar con pinzas el micrófono, que nunca se sabrá por qué cargaba, interviniendo la mecánica locución del empleado; justo cuando decía: Estación Plaza Vene... surgió el verso de Heredia en la voz del lírico:
Si no fuese por nosotros
¿qué sería del pichón de golondrina muerto en la nieve?
qué de la delgada espiga que en el tejado cambia signos
con la veleta que en la torre toma el pulso del viento,
y de la impercibida florecilla
nacida entre la vibración de los telegramas?
Los pasajeros se miraban extrañados, recordaban intervenciones sorpresivas en frustrados golpes de Estado, pero esto era distinto; asustaba pero gustaba. En el murmullo, los audífonos y los lentes eran abandonados para afinar sentidos, alertar cualquier imprevisto y oír la voz del vecino. Algunos se reconocían, o por lo menos se veían como iguales.
Continuaba la voz en todos los vagones:
Si no fuera por nosotros,
quién daría geografía e historia
del pájaro que cantó una vez sobre esa silla de madera
destruida?
quién oiría la explosión del grano de anís,
y vería el ángel que se escapa del lirio que se abre
en la madrugada?
El jefe de seguridad apretaba botones intentando paralizar la locución, pedía instrucciones con su Waki takie a un superior, que al no entenderle, sólo le precisaba la orden: - Avance, si se detiene, puede haber colisión.
Los pasajeros empezaban a sonreír, unos identificados con el mensaje se daban la mano, a la vez, las mujeres piropeaban. Una, la más atrevida, le dijo: ¡Bello! a otro, y allí mismo se entraron a besos como calmando una antigua sed.
Resonaba la voz cuando pasaron embriagados sin detenerse por la estación Colegio de Ingenieros, ante la mirada atónita de los de afuera y el “pasó algo” de sus caras.
Si no fuera por nosotros,
quién recordaría el viento
que una noche sopló largamente sobre esa guitarra?
qué se sabría de la tímida canción que busca rumbos
en el polo,
y de la hojita 31 naciendo y muriendo en el alba primera
de enero,
y de la estrella que en el basurero le nació a la cacerola
abandonada?
Y quién traduciría esos pequeños cables, sin radios ni
Periódicos.
“se extravió tras el árbol la hormiga embanderada”,
“perdió una pata el grillo”, “anoche se murió el escarabajo”,
Los caraqueños llenos de periódicos, informados de lejanías, descubrían la belleza de lo cercano. Un juppie, que por carambola se encontraba en un vagón, desanudó su corbata y tarareó, como música de fondo, una canción de Pablo al pasar por Bellas Artes; un técnico no le importó “perder el tiempo”, y un policía se acordó lo que le había costado a su madre su existencia.
Con más fuerzas y con piel de gallina sensible, o más bien, de guanábana madura, se sentía la nitidez del verso:
Si no fuera por nosotros,
qué se sabría del cataclismo de la gota de agua,
y de los campanarios y las torres en la ciudad de
las estalagmitas?
Quién mojaría los cabellos en la lluvia del humo
hacia los cielos?
Quién daría memoria y cuenta del jazminero y del
almendro,
y contaría la fábula de la medusa y de la mariposa?
Cundía la alarma por la estación Parque Carabobo, cuando pasó la algarabía sonriente en los vagones. Los que empezaron con sonrisas tímidas, ya cómplices, se tocaban las rodillas con golpecitos amigables, mientras el negro de Sarria, tamboriqueaba rítmicamente el asiento plástico acompañando a la voz de Jasmil que se oía como nunca:
Si no fuera por nosotros,
quién adivinaría la luna de aquel dedo,
y la harina y la miel de aquella garganta
en la vidriera de la casa de empeños,
y escucharía, con el corazón alto y gimiendo,
la cigarra profunda nacida en la máquina de medianoche?
Si no fuera por nosotros,
quién derretiría la oscura geometría de los cañones
y las ametralladoras
en el juego de las maldiciones,
imprecaría los índices medrosos que en el verde
fraterno de los mares
marcan rumbos de crimen y conquista,
y lloraría con llanto interminable de limón y áloe,
la negra muerte-muerte, sin flores y sin tumba,
de los niños, -!cuanta sombra y horror!-, sacrificados?
La estación La Hoyada bullía de verde olivo, las armas dispuestas, el uniforme negro de la seguridad estatal apuntaba con odio cada rendija por donde salía el silbo colectivo.
Acercándose al final, el poeta matizaba con más fuerza:
¡Oh, nosotros, nosotros! Los desvelados, los
perseguidos, los infatigables,
puente tendido para llegar los otros
hasta el fondo secreto y profundo de las cosas,
hasta esa parte casi humana
tan cercana a nuestra propia esencia.
Por nosotros rompe el Sol en los cielos sus redomas
de luz y colores,
y gira el mundo entre aires de violetas
sobre un eje de música y destinos.
¡Si! Nosotros, ¡nosotros! Los del ojo dispuesto
y el corazón alerta,
los del soplo de Dios sobre la frente.
Las ventanas prismáticas de este palacio amargo,
de tierra y mar y cielo y hierro y muerte.
¡Si! Nosotros, ¡nosotros!
Los que sabemos que la diferencia entre el sol y lassombras es la rosa;
los que descubrimos la ignorada estrella antes del
logaritmo y la lente;
y hemos oído una tempestad con el oído atento sobre
una bellota;
los que tenemos el corazón de pan y miel y seda;
los que vamos pasando por la vida como pasan los
astros por la noche.
Los que cuando chocamos con la muerte
nos rompemos en luces como un cristal lanzado
contra el muro.
¡Venid hacia nosotros! Tú la menuda hierba,
tú el átomo de piedra,
tú la brizna de árbol,
a tomar vida en nuestras manos,
a ser en este todo inconmensurable
entre cuyas penumbras misteriosas dirigimos la luz.
Un estruendoso aplauso coronó el último aliento antes de llegar a la estación Capitolio.
La mujer del vestido azul hacía su último balance en la inercia hacia la muerte; confusa, oyó el rebullicio de la alegría muy cerca de los rieles. La música y los gritos apocaron la voz de alto de la gendarmería.
-¡Muestra resistencia la desestabilizadora!-, fue lo que se le oyó decir al militar que comandaba. El disparo fue seco entre la rumba total en el tren de los eufóricos. Todos habían sacado llaveros, lapiceros y otros instrumentos para lograr sonoridades rítmicas, en un coro de voces que se alzaba por encima de las fuerzas represivas. Cuando la puerta se abrió, caraqueños y afines con sus caras descompuestas por la alegría, reventaban afinados la estrofa de la vieja canción:
-Y tener una concha de abrigo y los peces de colores ¡nos lleven a pasear!-.
La gritería pasó por encima del charco, ignorando colores, y entre la muchedumbre y los altavoces con órdenes, gravitaba llamativo el poeta con el brazo en alto, sosteniendo entre el índice y el pulgar una hermosa canica azul, regalo salvador que no llegó a entregar, arrastrado en desconcierto por la corriente de personas en la transferencia de estaciones.
Eran extraños los dos ríos; ver subir una masa alegre, juvenil, como liceístas que finalizan exámenes y ver bajar otra masa triste, apurada, como rebaño al matadero.
En medio de la turbulencia, un anónimo gritó: -¡Si no fuera por nosotros!-, mientras el poeta derrotado nuevamente, pensaba, mirando nubes vidriosas: Todo para nada.

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