martes, 18 de junio de 2019


Las utopías repuntan en el reencantamiento del mundo.

Rafael Pompilio Santeliz

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El capitalismo es exclusión, hambre, competencias, cuantificación de ganancias a como dé lugar, sin importar que el planeta se convierta en un leopardo de manchas cada vez más tenues y el humano desaparezca. Por eso, el problema del ser y la razón cobra hoy mayores dimensiones.

Hemos aprendido, en tiempo y porrazo, que las tesis desarrollistas ni eliminan pobreza ni engendran justicia; toda teoría de crecimiento carece de validez si no se dirige al destinatario real del progreso: la persona humana, su familia, su cultura.

El ser pasa ha conformar el elemento primigenio ante la exclusión y la devastación del planeta. La vida misma es la cuestión. En tal sentido, los nuevos movimientos no enfocan solamente el asunto hacia la toma del poder, sino que encaran sus reivindicaciónes hacia la esencia vital.

Ahora, ¿cómo cuantificar este pedido cuando los pueblos hablan de dignidad? Para quienes detentan el poder, en América Latina, esta demanda es siempre desconcertante e irritante. No saben dónde ubicarla, ¿cómo entenderla?, ¿cómo dar respuesta? ¿Cómo se la satisface, si no se sabe qué es ni qué quiere decir el Otro con ella?

La mirada racional de la ilustración nunca pudo entender el punto que a las coordenadas cartesianas se les sigue escapando y no pueden descifrar: el puesto de lo imposible. Los cuantificadores podrán darle el porcentaje que les plazca, pero ese espacio existe y le corresponde a la utopía. Esa es la misma posibilidad real que el ser de la exclusión esgrime intrínsecamente al hablar de dignidad.

Dignidad abarca un universo muy antiguo y complejo, que conserva enteramente vivo la “historia oculta” y la vida colectiva de las comunidades, en sus historias, en sus mitos, en sus esencias y sus decires. Es esa vivencia, herencia e idea comunitaria de ser humano –es decir, de dignidad como definitoria e inherente a la condición humana- que la alimenta; el fondo último de la economía moral: tal vez una rabia antigua/ generaciones sin nombre/ que clamaron venganza, como dice la canción del italiano Francesco Guccini.

El sentimiento de dignidad y el acto que la niega, la humillación, el agravio o la privación elemental, son vividos diariamente, aun cuando existan diferencias sociales o “mundos diferentes” e intersubjetivos. Internamente en la conciencia, y aún en el inconsciente, (ya por cultura cristiana, sensibilidad o sentido de pertenencia) priva la lógica cultural de que “Un agravio contra uno es un agravio contra todos”.

Es en este sentimiento de injusticia sufrida, de agravio moral cuya reparación clama a los cielos, donde se entrecruzan y nutren las raíces de las rebeliones y descontentos de los pobres, urbanos o rurales. Barrington Moore nos recuerda que: “Para que ello suceda, la gente debe percibir una situación como una consecuencia de la injusticia humana: una situación que no necesita, no pueden y no deben soportar” Ello no garantiza que sobrevenga, ineluctable, una revolución, pero sí una notable erupción de indignación moral si tales cambios no ocurren.

Bajo esos momentos, la injusticia es vivida como la negación de la propia dignidad individual o colectiva, como atentando a la esencia de la condición humana, tal como cada comunidad o cada ser humano la concibe o la imagina. Sólo entonces madura en las conciencias la decisión de arriesgar –ya por movilización, manifestación, desobediencia o rebelión- contra “una situación que no necesitan, no pueden o no deben soportar”.

Justicia es la palabra que allí a los demás rige. Adolfo Gilly, nos ubica el proceso: identidad, dignidad, resistencia y propósitos: “Esta vivencia –agravio, reparación y restablecimiento de la justicia-, material si las hay, parece escapar a la observación de quienes quieren explicar la lógica de las rebeliones ante todo según el interés del individuo y la razón mercantil del mundo moderno. No pueden entender que en el mundo de las solidaridades colectivas, interés y racionalidad se articulan en forma diferente, ni ver a la comunidad como un todo inteligente y pensante”. No comprenden que los imaginarios centenarios de justicia y democracia activarían la legitimación de su racionalidad y sus intereses.

En esa heterodoxia que empiedra los caminos que unen al cielo y al infierno, Herman Melville nos precisa: “Los hombres pueden ser aborrecibles como sociedades anónimas y naciones; bribones, tontos y asesinos pueden ser, los hombres pueden tener rostros mezquinos y enjutos; pero el hombre, en lo ideal, es una criatura tan noble y centelleante, tan grande y resplandeciente, que cualquier mancha de ignominia en él todos sus semejantes deben correr a arrojar sus más costosas vestiduras”. Esta augusta dignidad la verán brillando en el brazo que maneja un pico o clava una estaca; es esa democrática dignidad que, en todas las manos, irradia su fin.

Por ello las “refundaciones” y redefiniciones de los espacios deben tener en cuenta que la conformación de la historia de una comunidad estatal es también un constructo cultural. Es construir el socialismo en la cotidianidad instrumental vital. Este proceso es como “un gran arco” construido en siglos a través de la interacción ininterrumpida entre conflicto y consenso, en una relación de unidad y lucha para volver a la unidad, que luego vuelve a lucha indefinidamente. Para Hegel sería: “...la vida es la unión de la unión y la no unión” (el principio profundo de realidad es su contradicción; la misma conciencia produce su otro). La conformación de una comunidad es un proceso prolongado donde también interviene de manera activa la relación de dominación y subordinación. Entre las dos para moldear a la una y a la otra, se interpone y existe un tercer término: resistencia, la parte activa por excelencia, las más de las veces invisible, de la relación en su conjunto.

La resistencia tiene muchas aristas. Generalmente se apela a la noción “contracultura” como forma de lucha. Pero el Estado burgués con todos sus mecanismos la coopta, la integra y, en el mismo movimiento, las niega o la trivializa. Su lógica de permitir una “revolución de vez en cuando”es una de sus armas. La “revolución” -vista como una “descarga”, que es “todo” y es nada-, es la respuesta y el antídoto para la cultura izquierdista. La ideología dominante busca rebajar la trasgresión, pero no puede deslegitimar en principio las justas rebeliones que nacen del corazón. Es su falla en tiempos de conflicto.

El Estado, como mecanismo de control social, actuará bajo un proyecto de “normalización integradora” llamado regulación moral. Se pretende con esto dar una expresión unitaria y unificadora a lo que en realidad son experiencias históricas multifacéticas y diferenciales de grupos dentro de la sociedad, negando sus particularidades. La sociedad burguesa es desigual y está estructurada según líneas de clase, género, etnicidad, edad, religión, ocupación, localidad. Los Estados actúan para borrar el reconocimiento y la expresión de estas diferencias. Se busca una sola identidad cuando en realidad somos diversos.

El fenómeno contemporáneo de los nuevos movimientos insurgentes es que ponen en cuestión disciplina moral y definiciones desde otra ética (de los porqués y el para quién) y de otras culturas. Cuestionado el orden ajeno, quedan objetados disciplina y mando, si no es participativo y protagónico. Se busca trascender a la llamada “sociedad civil” funcional e inofensiva para afirmar esencialmente las organizaciones y espacios del Poder Comunal donde puedan asirse más firmemente los sujetos individuales y colectivos.

Estamos entrando no en el fin de la historia sino en el fin de la prehistoria. Más allá de la homogeneización neoliberal, de la mercancía, de la resignación o la fe, empieza una era o una gran tarea: el reencantamiento del mundo con la eclosión de estos nuevos movimientos sociales y de otros posibles y nuevos sujetos históricos que aún están en proceso de afirmación. Hay un retorno a lo esencial cuyo primer capítulo es la resistencia al orden burgués y la audacia de inventar.

Se estilan nuevas formas, estilos y procedimientos. Se impone lo que Ernst Bloch asignaba a la utopía: “cultivar de nuevo todo el pasado y deliberar de modo nuevo sobre todo el porvenir”. Quizás convenga ser más explícitos en los discursos, más antiguos en nuestras raíces y más modernos en las interrogantes.

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