domingo, 6 de enero de 2019

LAS MALAS RELACIONES
PINTADO EN LA PARED No.16
Aportes enviados por Dolores Damarys Cordero Negrin a la discusión sobre el piti yankismo colombiano
Desde los inicios del orden republicano, a pesar de buenas intenciones y de coyunturas favorables, las relaciones entre Ecuador, Venezuela y Colombia han sido las de esos vecinos o hermanos que ni desean ni pueden ponerse de acuerdo en un proyecto común. La etapa embrionaria de la Gran Colombia fue, quizás, una etapa acomodaticia, basada en la lucha contra un enemigo común, en la necesidad de ostentar una unidad administrativa y militar en aras de sellar una victoria casi definitiva. Luego vendrían los celos regionales, los intereses locales de caudillos. Caracas y Quito, acostumbrados a una vida comercial más dinámica por su cercanía con los puertos, no podían conformarse con esperar autorizaciones de la burocracia estatal anclada en la gélida y distante Bogotá. Esa diferencia de vocaciones y ritmos fue determinante en la separación; luego se agregarían otras fracturas decisivas, como la insistente discusión sobre la península de la Guajira y las aguas adyacentes o la competencia y las desconfianzas a la hora de elaborar los mapas políticos que refrendaban la soberanía de unas naciones en construcción.
Las malas relaciones tienen malos antecedentes. La incipiente e improvisada burocracia diplomática colombiana del siglo XIX tuvo gestos pioneros en la definición geoestratégica del sur de América. Colombia –entonces Nueva Granada- fue el primer de país suramericano que firmó tratados secretos con Estados Unidos e hizo extender la doctrina Monroe que hasta entonces sólo cubría parte del centro de América. La consigna “América para los americanos” resumía la intención de evitar la llegada de fuerzas militares europeas, especialmente británicas, al continente americano; fue una manera de defenderse de la reacción de la Santa Alianza. Pero ese postulado original fue entendiéndose y extendiéndose como la aceptación de la tutela militar de Estados Unidos sobre el resto de América.
La historia de una diplomacia pro-estadounidense comenzó hacia 1846, con la llegada de Manuel Ancízar al gabinete ministerial del presidente Tomás Cipriano Mosquera. Ancízar era un influyente militante de la masonería unido a redes de políticos e intelectuales que ocuparon cargos de dirección estatal en varios países de Hispanoamérica. Sostuvo con franqueza posiciones anti-británicas y no le preocupó hacerle desplantes a la legación británica establecida en Bogotá. Su llegada a la secretaria del Interior y Relaciones Exteriores marcó una ruptura con lo que hasta entonces había sido una armoniosa y ventajosa alianza para los ingleses.
La reorientación de la política exterior de la Nueva Granada se basó, en principio, en la exaltación del sistema republicano de los Estados Unidos y en la desconfianza que suscitaban las monarquías de Europa. Ese argumento sustentó que en 1847 hubiese la primera aproximación para firmar un tratado con Estados Unidos que garantizara "el amparo territorial" del istmo de Panamá.
Bajo la apariencia de un simple tratado de comercio y con el apoyo del general Alcántara Herrán enviado a Washington, se introdujo "el trascendente artículo 35 por el cual quedan aseguradas la neutralidad y la nacionalidad del istmo durante 20 años. Tratado importantísimo santificado por el odio de los cónsules europeos".[1] Con el tratado secreto conocido como el tratado Mallarino-Bidlack, promulgado y aprobado por los dos países de manera definitiva el 15 de agosto de 1848, las aspiraciones inglesas y francesas sobre el istmo de Panamá quedaban limitadas a compartirlas o perderlas con Estados Unidos.
El siguiente paso a favor de la influencia geoestratégica de Estados Unidos en el sur de América tuvo lugar en 1851, cuando otra vez la diplomacia colombiana resolvió adelantar un tratado de libre navegación por el río Amazonas con exclusividad para las embarcaciones norteamericanas y sin consultar las opiniones y posiciones oficiales de Brasil y Perú. Además del perjuicio, otra vez, a los ingleses y franceses, en esta ocasión dos países vecinos sintieron las consecuencias de la decisión aislada de un sólo país. Y como sucedió en el caso de Panamá, la letra menuda del tratado sólo pudo conocerse años después. Es necesario admitir que Perú y Brasil habían firmado entre sí un tratado que delimitaba, también de manera inconsulta, las posesiones sobre el río que atraviesa el sub-continente. Todo esto delata la tradición de malas relaciones entre países que comparten fronteras, su dificultad para conformar un frente común de negociación con otras potencias económicas; la soledad y el egoísmo con que cada uno de nuestros pobres países ha preferido satisfacer apetitos foráneos.
Septiembre, 2009.

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