sábado, 27 de octubre de 2018

¿El primer santo marxista?

ALBERTO ACEVEDO 

Monseñor Oscar Arnulfo Romero, hoy san Romero de América.

San Romero de América, canonizado. Fue un santo, porque defendía radicalmente sus ideales cristianos al lado de los pobres y marginados, de los obreros, los campesinos, los sacerdotes, y porque vivió al servicio de los oprimidos.
El pasado 14 de octubre, en una ceremonia multitudinaria en la plaza central del Vaticano, el papa Francisco canonizó a monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador, asesinado en 1980 por agentes de la dictadura que en ese momento azotaba al país centroamericano.
La forma en que la prensa occidental presentó la información sobre la ceremonia en que el obispo latinoamericano fue elevado a los altares, evade su significado histórico. En tiempos del ejercicio evangelizador de Romero, esa misma prensa combatió su misión pastoral, y a menudo lo tildó de subversivo, de aliado de grupos insurgentes y de profesar un pensamiento cercano al marxismo.
La jerarquía católica, durante muchos años dilató la canonización de monseñor Oscar Arnulfo Romero, y a menudo dijo que esta no era posible, porque la labor del sacerdote estaba politizada, no solo por algunos conceptos marxistas presentes en su discurso, sino porque la izquierda salvadoreña utilizó su imagen como trinchera de lucha.
Con los desposeídos
Y la verdad es que mientras la gran prensa satanizaba a monseñor Romero, la izquierda salvadoreña fue la única que reivindicó su legado y habló sin tapujos de su obra social y evangelizadora. Tal vez la derecha tenga razón en el sentido de que el arzobispo de El Salvador tenía un discurso político.
Político en el sentido de que comprometió su vida en la defensa de los intereses de los desposeídos, denunció la arbitrariedad y el crimen en las altas esferas del poder y actuó con humildad en su vida evangelizadora. Romero es ejemplo de dignidad, de valentía, confrontó directamente las elites, quienes ejercían un poder brutal y represivo.
Asumió una posición antiimperialista. En febrero de  1980, poco antes de su muerte, dirigió una carta al presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter: “Le pido que si en verdad quiere defender los derechos humanos garantice que su gobierno no intervenga, directa o indirectamente, con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc., en determinar el destino del pueblo salvadoreño”.
Antiimperialista
En la carta al mandatario norteamericano, presenta una visión de estadista: “En estos momentos estamos viviendo una grave crisis económico-política en nuestro país, pero es indudable que cada vez más el pueblo es el que se ha ido concientizando y organizando; y con ello ha empezado a capacitarse para ser el gestor y responsable del futuro de El Salvador y el único capaz de superar la crisis”.
Fue un idealista, en cuanto creía en el bien y en la justicia. Pero realista en el compromiso de acción diaria. Durante su evangelio creó la Oficina de Socorro Jurídico del Arzobispado, antecedente de la actual comisión permanente por la defensa de los derechos humanos. Desde allí investigaba la violación de los derechos humanos, los asesinatos selectivos, las desapariciones. Él mismo viajaba hasta el terreno de los acontecimientos, abogaba ante las autoridades, acompañaba a las víctimas.
Fue un  santo, porque defendía radicalmente sus ideales cristianos al lado de los pobres y marginados, de los obreros, los campesinos, los sacerdotes, y porque vivió al servicio de los oprimidos. Un trabajo que pocos asumen, desde la jerarquía eclesial, con una vida carente de lujos. Intentó conciliar ante los excesos de los grupos de poder. También mostró diferencias con la guerrilla salvadoreña, pero jamás dudó en quitarles el respaldo a los sacerdotes de base que simpatizaban con esa guerrilla.
A los altares
Pero como sacerdote, no fue un hombre ingenuo, ni lejano de la discusión política. Sus palabras no estaban descontextualizadas de la realidad de su país, ni alejadas de los sueños de su pueblo. Hasta hace poco, únicamente los sectores organizados populares reivindicaban su memoria, en discursos de activistas, murales en los barrios, en consignas en asambleas populares, en canciones y discursos de combate. Incluso los líderes salvadoreños suelen poner en boca de monseñor Romero esa conocida consigna que reza: “sepan que solo muero, si ustedes van aflojando, porque el que murió peleando, vive en cada compañero”.
La fe de Romero fue la certeza de que los seres humanos pueden ser mejores, sin renunciar a su condición humana, capaces de conquistar valores más elevados, y que ser santo es luchar por la justicia. La santificación de Romero ocurre en momentos en que en El Salvador queda mucho por hacer, por superar la herencia de la violencia y alcanzar la justicia social. Después de haber ingresado en la lista de 75.000 salvadoreños asesinados y desaparecidos por la dictadura, entre 1980 y 1992, por decisión del papa Francisco, hoy es elevado a los altares como objeto de devoción de su pueblo.

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