martes, 9 de octubre de 2012


La caída del Che. 

Eduardo Galeano
La metralla le rompe las piernas. Sentado, sigue peleando hasta que le vuelan el fusil de las manos. Los soldados disputan a manotazos el reloj, la cantimplora, el cinturón, la pipa. Varios oficiales lo interrogaron uno tras otro. El Che calla y mana sangre. El contralmirante Ugarteche, osado lobo de tierra, jefe de la Marina de un país sin mar, lo insulta y lo amenaza. El Che le escupe la cara. Desde La Paz, llega la orden de liquidar al prisionero. Una ráfaga lo acribilla. El Che muere de bala, muere a traición, poco antes de cumplir 40 años, exactamente a la misma edad a la que murieron, también de bala, también a traición, Zapata y Sandino. En el pueblito de La Higuera, el general Barrientos exhibe su trofeo a los periodistas. El Che yace sobre una pileta de lavar ropa. Después de las balas, lo acribillan los flashes. Esta última cara tiene ojos que acusan y una sonrisa melancólica.
Campanadas por él
¿Ha muerto en 1967, en Bolivia, porque se equivocó de hora y de lugar, de ritmo y de manera? ¿O ha muerto nunca, en ninguna parte, porque no se equivocó en lo que de veras vale para todas las horas y lugares y ritmos y maneras? Creía que hay que defenderse de las trampas de la codicia, sin bajar jamás la guardia. Cuando era presidente del Banco Nacional de Cuba, firmaba Che los billetes, para burlarse del dinero. Por amor a la gente, despreciaba las cosas. Enfermo está el mundo, creía, donde tener y ser significan lo mismo. No guardó nunca nada para sí, ni pidió nada nunca. Vivir es darse, creía; y se dio.
Del libro Memoria del fuego, El siglo del viento III

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