EPA, GUARO PELAO
Rafel Pompilio Santeliz.
Rafel Pompilio Santeliz.
El estado Lara, además de ser una encrucijada entre el centro y el occidente, se ubica como una suerte de pueblo de transición, de cuatro paisajes, donde discurre la vida tranquila y monótona, de un destilar sin prisa.
En su comportamiento psico-social, la lentitud del larense, el ya-voy-pa-ra-a-llá, a veces tan desesperante, podría ser una especie de resistencia al paso rápido de las ciudades industriales y un recelo al “progreso” capitalista. Pueblo cocuyero masivo, la no bebencia aísla, de ahí el saludo de los insobrios cuando se ven: ¿Y desde cuándo no?, como una complicidad etílica que los homogeniza.
La migración negativa es escasa. Donde hay un larense fuera de su terruño, está sufriendo de nostalgia. Indio Tocuyo, poco sale de sus límites, por muy cautivante que sea la invitación a romper los linderos del afecto.
Sus crepúsculos, no tienen competencias en el país, con algunas excepciones orientales. Sitios como el pueblo de Buena Vista, son el delirio de pintores, que se alumbran de muchísimos colores en el atardecer larense.
La barquisimetaneidad, vida cotidiana de sus moradores, se olfatea en el éter de la ciudad. Los carros se desplazan lentamente, como buscando pasajeros. Manejan como caminan, lentamente. “Del apuro lo que queda es el cansancio”, dicen. Sus negocios abren tarde y cierran al mediodía, para una siesta imperturbable que los levanta malhumorados.
Ciudad musical, donde un naguará, dependiendo de la musicalidad imprimida, puede connotar decenas de variadas acepciones. El guaro puede ser persona, loro, pene o temor. Un ¡Naaaa`guará! A guen guarazo le metió ese guaro a ese guarito, con esa guaratara, na guará, que lástima. Ilustra la anterior caracterización. Sus barquisilarismos, con sus cantaitos, son una respuesta creativa y trasgresora al idioma de conquista que trajo Juan de Villegas. Sólo nosotros nos entendemos.
El legado musical pareciera un signo de misterio genético. Atavismos quizás, de una Carora, de caras coloradas, que algunos han bautizado como “la Atenas de Venezuela”, sin dejar de mencionar a El Tocuyo, genérica ciudad, donde empezó esta brega indetenible. Las élites nunca han entendido como esos dedos rústicos del arador campesino se conviertan en sutiles arañas de elegantes movimientos cuando acarician el brazo de una guitarra morena. La academia no logra interiorizar que la sonoridad también es trabajo. La música los redime. Cualquier ruido o comentario en el transcurso de una pieza es excusa para guardar el instrumento, o ser mal mirado con el acompañado ¡sssh! del delicado artista.
El silencio de nuestros pueblos originarios; la perseverancia en lo que creen; la melancolía como una tristeza que a veces les cae inexplicable; la música innata; su lentitud para reaccionar; la abulia, quizá como resistencia rayana con la utopía del no trabajo; el orgullo del pobre; la amistad como valor sagrado, “amigo mío arrechamente”, le dicen al que recién conocen; la resistencia al cambio; lo buena gente que son, pues quieren hasta lo inamable; la franqueza, cuando se deciden a hablar, son algunos de sus rasgos más notorios. Por todo esto, ¡Viva Lara! en su buen día.
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