domingo, 26 de noviembre de 2017

Estados Unidos podría tomar Caracas con la ayuda de Colombia y empezar un conflicto global


Para quienes vivimos buena parte de la Guerra Fría y recordamos la psicosis nuclear, es fácil pensar que nunca estuvimos tan cerca del holocausto atómico que en aquellos años en los que el apocalipsis parecía estar siempre a cinco minutos.
Craso error.
El conflicto no estuvo nunca verdaderamente en duda. Aunque la CIA y demás agencias de inteligencia tenían un lógico interés en exagerar la fortaleza rusa -por algo fueron incapaces de predecir la desaparición de la URSS ni con una semana de adelanto-, Estados Unidos siempre fue, de lejos, el rival más poderoso.
En un lado y otro había líderes racionales que veían la conveniencia de mantener la rivalidad a un nivel aceptable y ninguno tenía nada que ganar de un enfrentamiento directo. 
El verdadero peligro no lo representa tanto el imperio en su auge como en su decadencia. Y apenas puede caber duda para quien mire desapasionadamente la escena internacional que Estados Unidos es una potencia en declive.
Se puede alegar que no hay ningún país que le haga sombra, ni de lejos, en poderío militar, económico o geopolítico, pero no es así como se mide el principio del fin; para un imperio verdaderamente global, el primero en la historia, la decadencia comienza cuando de le puede desafiar sin una respuesta definitiva y contundente.
Y eso es lo que están haciendo, entre otros, Rusia y China. Las dos potencias -a las que se podría sumar, con muchos reparos, Irán- huelen la debilidad de un imperio empantanado en guerras que no pierde pero en las que tampoco obtiene la victoria definitiva, en Afganistán e Irak, especialmente.
Ni Rusia ni China sueñan con sustituir al coloso americano como hegemón mundial, pero sí exigen su libra de carne, tener su esfera de influencia libre de la injerencia estadounidense. Para Rusia, los escenarios son Ucrania -su patio trasero, si alguna región ha merecido alguna vez este nombre- y Siria. En los dos se enfrenta tangencialmente con el Imperio, y en ninguno de los dos se puede decir que vaya perdiendo.
En el caso de China, su exigencia de hegemonía no es menos razonable, sobre el mar que lleva su nombre y en el que ha militarizado y, en algunos casos, construido islotes que son verdaderas bases militares y otros tantos desafíos para la Séptima Flota. El Mar de China, conviene recordar, sigue siendo la principal ruta de comercio marítimo del mundo.
Dicho mal y pronto, el Imperio necesita de forma desesperada dar un golpe de efecto que demuestre al mundo que sigue siendo el 'gendarme planetario'. Eso significa, sí, nuevas aventuras bélicas.
Durante un lapso breve, los halcones que dominan la política exterior norteamericana, fija con absoluta independencia de quién habite la Casa Blanca, parecieron haber perdido el control que han mantenido con presidentes tan distintos como Clinton, Bush y Obama. La victoria de un 'outsider' que no necesitó los fondos que suelen atar de pies y manos a los mandatarios yanquis desconcertó al establishment, que ha hecho y sigue haciendo denodados esfuerzos por quitárselo de encima.
Pero si Trump ha resistido por ahora los ataques más o menos sucios del 'establishment' político y mediático y logrado lo que hace unos años parecería imposible, en lo que importa, es decir, en la política imperial, ha sido rápida y decisivamente neutralizado. Su prometido acercamiento con Rusia se ha transformado en la mayor crisis Moscú-Washington desde la Guerra Fría. Probablemente consigan destituirle, pero eso ya es secundario. Los neconservadores vuelven a tener las riendas de la política exterior.
¿Qué guerra toca? El Ejército norteamericano se ha preparado durante décadas para una guerra convencional total, es decir, una guerra contra un enemigo suficientemente poderoso (la Unión Soviética) que exigiría un enorme despliegue de tropas, complejas operaciones coordinadas en multitud de escenarios y una enorme línea de comunicaciones y abastecimiento. La guerra de toda la vida, para entendernos, pero con todo el planeta como campo de batalla.
Pero, con la caída de la Unión Soviética, este plan quedó obsoleto y se pasó paulatinamente a la 'guerra por lo barato'. El modelo habitual, tras haber elegido el enemigo, era crear una coartada política ("violación de derechos humanos", "devolver la democracia", "liberar a..."; ya conocen la rutina) que, además, les facilitaba la creación de un bando aliado interno ("los rebeldes").
Una vez montada la estructura, el Ejército americano armaba, financiaba, entrenaba y ayudaba a reclutar este "ejército" con un mínimo de intervención directa en misiones de apoyo y cobertura aérea. La clave estaba (está) en proporcionar al bando que actúa de testaferro de un armamento enormemente superior al del enemigo, con lo que se obtenían victoria rápida con un bajo coste en vida americanas y, por tanto, pocas preguntas incómodas en casa. Incluso, puestos a malas, siempre se podía alegar que Estados Unidos no estaba en guerra, lo estaba el bando X.
Por otra parte, el enemigo, incluso antes de intercambiar el primer disparo, caía en la desmoralización al saber que su verdadero enemigo era un Imperio de fondos, personal y armamento inagotables, ante el que la victoria más aplastante solo podía ser temporal. 
El problema es que los presupuestos necesarios de esa "guerra por lo barato" están empezando a fallar. 
La 'invencibilidad' de la potencia atacante ha sido puesta en cuestión repetidamente. Hezbolá demostró en el sur del Líbano que el Tsahal israelí podía ser vencido, principalmente negándole blancos valiosos, y en Siria la intervención de Rusia impide a Estados Unidos vencer a través de unas 'fuerzas locales' totalmente ficticias.
Y eso nos lleva al segundo problema, el aliado 'local'. En Siria, sencillamente, no existe. El FSA (Ejército Sirio Libre) es un ente de ficción, una entidad más política que militar, incapaz de 'conquistar' u ocupar nada en absoluto. Apenas una legión extranjera de mercenarios.
Tradicionalmente, los americanos no han tenido demasiada suerte con sus aliados 'locales', que a menudo han explotado la dependencia de Washington para perseguir sus propias agendas.
La que tiene más papeletas para convertirse en candidata para la próxima 'guerrita' imperial es Venezuela. Pero aunque no tendría por qué resultarle demasiado difícil a Washington tomar Caracas con ayuda de tropas locales -quizá con intervención auxiliar de Colombia-, las posibilidades de que una intervención así se empantane en una interminable guerra de guerrillas en la selva venezolana son abrumadoras. Y eso podría ser el canto del cisne para el Imperio y la ocasión perfecta para que sus rivales aprovechen para afianzarse en sus áreas de influencia.
Y ese es, finalmente, el gran peligro, que no quedan 'guerras fáciles' y el estamento 'neocon' no lo reconoce, no puede reconocerlo, y como en el final de todos los imperios (Gran Bretaña sería una excepción, sino fuera porque el americano no es la sustitución, sino la continuación del Imperio Británico), necesitan con urgencia una victoria.
Autor: Juan Alberto Láscaris es un funcionario jubilado que ha dedicado todos sus ocios desde la juventud al estudio de la historia y las relaciones internacionales

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