Por: Manuel Quijada
Las oligarquías económicas están viviendo momentos difíciles, sobre todo en América Latina, donde las rebeldías de las clases populares encabezadas por una dirigencia iluminada, valerosa y honesta, amenazan con desplazarlas definitivamente del poder que han disfrutado desde nuestra creación como países.
De esas oligarquías que hoy detentan el poder, irrestrictamente está la colombiana, que maneja a su país como se maneja a una organización delictiva, sin normas morales que obedecer; la trampa como regla; el negocio ilícito, como el narcotráfico que mantiene la economía; el crimen como arma política: alrededor de 4 mil dirigentes de la Unión Patriótica fueron aniquilados despiadadamente; los líderes sindicales son asesinados, tanto que el Congreso de EEUU -por más que Uribe se le arrastró- no cedió, por escrúpulos, en firmar un Tratado de Libre Comercio; los paramilitares, la banda criminal más temible que se conoce en el mundo, con representaciones parlamentarias y en el alto Gobierno, tienen en sus manos el orden público; los procesos electorales son manipulados como lo acaba de denunciar la dudosa OEA. En resumen, todos los delitos que puede emplear una mafia en el ejercicio del poder son utilizados por la oligarquía colombiana en el tinglado que, de forma absoluta, maneja los hilos del poder.
Ahora bien, el hombre que representa a esa implacable clase oligarca no es el presidente Uribe, quien sin ser un dechado de virtudes es inteligente y ha gobernado al país como un capataz de la clase dominante; es el candidato Juan Manuel Santos. Basta mirarle el rostro para desconfiar de él; sugiere, recónditas, las teorías lombrosianas. Hombre frío como la oligarquía, despojado de rasgos sensibles y sin carisma, introspectivo, debe ser poco locuaz como sí lo son los hombres cultos e inteligentes. Él es la oligarquía, y no será un simple defensor del empeño norteamericano por doblegar las revoluciones latinoamericanas, sino ejecutor de su exterminio fascista.
Un gran peligro para Venezuela, con una presidencia de Santos, es la guerra. El temor al espíritu libertador y rebelde de los venezolanos la impondría.
De esas oligarquías que hoy detentan el poder, irrestrictamente está la colombiana, que maneja a su país como se maneja a una organización delictiva, sin normas morales que obedecer; la trampa como regla; el negocio ilícito, como el narcotráfico que mantiene la economía; el crimen como arma política: alrededor de 4 mil dirigentes de la Unión Patriótica fueron aniquilados despiadadamente; los líderes sindicales son asesinados, tanto que el Congreso de EEUU -por más que Uribe se le arrastró- no cedió, por escrúpulos, en firmar un Tratado de Libre Comercio; los paramilitares, la banda criminal más temible que se conoce en el mundo, con representaciones parlamentarias y en el alto Gobierno, tienen en sus manos el orden público; los procesos electorales son manipulados como lo acaba de denunciar la dudosa OEA. En resumen, todos los delitos que puede emplear una mafia en el ejercicio del poder son utilizados por la oligarquía colombiana en el tinglado que, de forma absoluta, maneja los hilos del poder.
Ahora bien, el hombre que representa a esa implacable clase oligarca no es el presidente Uribe, quien sin ser un dechado de virtudes es inteligente y ha gobernado al país como un capataz de la clase dominante; es el candidato Juan Manuel Santos. Basta mirarle el rostro para desconfiar de él; sugiere, recónditas, las teorías lombrosianas. Hombre frío como la oligarquía, despojado de rasgos sensibles y sin carisma, introspectivo, debe ser poco locuaz como sí lo son los hombres cultos e inteligentes. Él es la oligarquía, y no será un simple defensor del empeño norteamericano por doblegar las revoluciones latinoamericanas, sino ejecutor de su exterminio fascista.
Un gran peligro para Venezuela, con una presidencia de Santos, es la guerra. El temor al espíritu libertador y rebelde de los venezolanos la impondría.
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