VEGUERO, NUNCA TE BORRARAN.
Federico
Ruiz Tirado
Cuando los estruendos de los motores de los
millones de caballos de fuerza, o de Troya, del progreso de la Venezuela
deslumbrada (o alucinada como fue en mi caso) por los efectos apoteósicos de la
“providencia” petrolera, alabada en su momento por Rafael Caldera, que
consensuaba a carnívoros y a veganos –Maneiro dixit-, a los melancólicos acólitos
de los whiskys generosos de los Otero, o de los “poderes extraordinarios” de
Simón Alberto Consalvi, que tanto sedujo
a ex guerrilleros pacificados e incluso a ex feroces verdugos de la Seguridad
Nacional, Digepol y demás sucedáneos, a
comunistas aún jóvenes cansados de leer los manuales rusos, y de escuchar los discursos
incendiarios de Petkof escritos en los herméticos cubículos de Osvaldo Barreto,
o los mensajes a García de Gumersindo Rodríguez, Douglas Bravo, Américo Martin
y otros “ideólogos”, se cobijaron en los recovecos de la institucionalidad del
pacto de Punto Fijo, Inciba y algunas universidades públicas; cuando alguna
vez, sentado en aquella antigua y para mí nostálgica represa del río Santo
Domingo con Iván Mendoza, Bladimir Bustamante (rebautizado por Chávez como el
triple feo; antes le decíamos “Murciélago” y su abreviatura era “Murci”); cuando
oí, digo, e incluso los vi pasar desde la distancia a esos camiones con ruidos
infernales, que iban o venían desde la Redoma de Barinas, con rumbo a la capital,
San Cristóbal o Maracay (Good Year, Firestone, la Polar y otras
transnacionales), pude presentir que
Barinas iba a ser una sombra ajena, con unos campos petroleros cercados
de alambres púas, donde a veces nos permitían jugar pelota e improvisar
conjuntos de “música moderna”, así llamada para aquel entonces, que eran
entonaciones mutiladas de canciones de los Beatles, Neil Young, Los Terrícolas y
de “Edgar Alexander y su grupo Azúcar, Cacao y Leche”.
Para ese entonces, nunca imaginé que al poco
rato iba a aparecer en la tribu aquel inquieto disposicionero de nombre Hugo
Chávez: “¡Hugito!”, como le llamaba doña Elena, para saber donde estaba, llegó
de Sabaneta, un pueblo que nació a la orilla de un rio.
Su sobrenombre “bachaco”, apodo con el que
llegó, así como llega la primavera, a los predios de una infinita sabana que
comenzó a poblarse de casas, humanos, pájaros, plantas, cayenas y otras flores
somníferas, perros realengos que hicieron hogar en nuestras casas, palomas
cuyos mensajes estoy casi seguro los albergó ese hombre, ese guerrero de la
luz, ese corazón pluridimensional, diurno y reposado para ver y sentir el
futuro que tiempo después compartió con nosotros, para soñar con el don de la
bondad, la sabiduría, el amor por un país que en cámara lenta él veía
desgarrarse como se desgarra un hombre asido al filo del precipicio.
Ese hombre de acero que hace un año fue
doblegado por la mano homicida, por el diablo, por la mala sombra del espanto
para dejaros (y dejarme), como cuando me despierto algo brumoso, en la
ingrimitud mas ciega de la vida; ese hombre, para aquella época que describo,
se desplazó como un rayo invisible de la casa de su abuela Mamá Rosa, donde en
una cama individual leyó indistintamente a Rómulo Gallegos (“Un bongo remonta
el Arauca…”), como a veces me dijo para incitarme a un puro y absoluto ejercicio
imaginativo; a Silver Kane, un autor de novelitas vaqueras, de quien le quedó
tatuada durante el tiempo que duraba su lectura una frase, que volvió
coloquialmente familiar: “Hey Joe” para saludar a Don Pedro Rodríguez, lector
empedernido de las novelas western; a Mario Briceño Iragorry (una edición
desojada, marchita, subrayada por un color anaranjado de “Mensaje sin destino”)
y otros libros asignados por la escolaridad, tanto familiar como formal.
Fue un cálido y orgulloso hijo de maestros
rurales y un enamoradizo de sus propias maestras.
Como el rayo ese que no cesa, y quizás ni el
mismo pudo explicarlo, se sembró en nosotros en la plazoleta “Juan Antonio
Rodríguez Domínguez; se hizo como un samán eterno. Al frente de su casa materna
en la avenida Carabobo, nos reuníamos para organizar las caimaneras, para
escuchar las andanzas políticas de Adán y los cuentos sobre Maisanta de la
señora Elena. Cuatro patios detrás, Hugo, también, como un rayo, cayó en lo que
fue -aunque haya cambiado de lugar y esté bajo las dulces y tiernas manos de
Catalina y Lii-, la biblioteca de la ilusión y de la guerra; del desorden
natural que nos dejó la derrota de la lucha armada; la biblioteca del chimó,
del más guardado, del más apócrifo y por eso mismo preciado, el más legendario,
el nunca jamás satanizado y luminoso rostro de Pedro Pérez Delgado: su
Maisanta, el del amuleto, su bisabuelo: sustancia del contenido de su corazón
libertario.
Esa biblioteca alucinante es también fibra
patrimonial del legado Chavista que debe ser cuerpo y espíritu de los
colectivos que lo custodian en el Cuartel de la Montaña. Su constructor, su
albañil, su ebanista, el cernidor de esa biblioteca subversiva, marxista y
bolivariana, se llama José Esteban Ruiz Guevara: Su maestro Ñangara. Mi padre,
el abuelo de mis hijos.
Dos cuadras mas allá, por el callejón de
Carlos Acosta, o por la vereda donde casi todos mis contemporáneos han muerto,
a veces por las noches o las mañanas de los sábados, esa tropa que se
congregaba en la biblioteca de Papá se movilizaba a otro teatro de operaciones
de usos múltiples: el bar de Nacho, el emblemático bar “Noches de Hungría”.
Allí el Arañero no me enseñó a jugar dominó, por eso jamás lo aprendí, pero sí
me mostró su intrincada habilidad para transformar nuestros sobrenombres en
otros aún más asombrosos, que yo, sumergido en la fantasía, creí que iban a ser
nuestros nombres de la guerra que él estaba imaginando. Fue su modo de hacernos
entender que iba a ser, como me lo dijo treinta años después en una carretera,
el Presidente de la Venezuela que siempre llevó entre ceja y ceja. Allí, por
cierto, Wladimir, su para entonces
predilecto marxista teórico, compadre dos veces, explicó mil veces “que sin
clase obrera no habría transformación social”, evocando a nuestro querido Alfredo
Maneiro. Allí comenzamos a vislumbrar la famosa “pata militar”. Allí vi por
primera vez sus ojos de águila que no cazó moscas. Allí miró fijamente a Cheo
Rodríguez cuando llegó llorando al bar, porque fue abandonado por su novia por
un carajo de talla 38 y luego –no Hugo Chávez, sino Tribilín- se levantó como
un cadete y frente a la rockola marcó una canción de despecho, que él, Hugo, me
cantó enterita por teléfono cuando yo fui “diplomático” en Buenos Aires.
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