Aniversario 159 del natalicio de José Martí
Martí, principio y final de camino
Su Guerra Necesaria fue poética más que política, porque luchaba por una nueva estirpe cubana. Martí es alfa y omega de todo eso que atrapamos en la palabra Cuba...
¡Qué difícil es ser hijo de esta isla! Solo vivir aquí y nombrarse cubano es todo un arrojo. Porque los que han tenido ese otro nacimiento del que habla Antón Arrufat, los pocos que despiertan y logran ver por encima de las migajas cotidianas y las miserias fugaces, los que sienten ese aliento de muchos hombres: unos que pusieron las piedras de la Muralla, otros que bautizaron una calle, ese aliento donde pasado, presente y futuro comparten cuerpo, ese aliento que se llama cultura cubana... los elegidos que aprenden a observarse en la eternidad nacional, saben que por encima de huesos y palabras ilumina siempre José Martí.
José Lezama Lima, que fundó con su poesía un orden nuevo, que fue soberbio y hasta egoísta con toda su palabra, supo que vivía, como todos nosotros, de rodillas frente al Apóstol. La pluma ínclita de Alejo Carpentier, que escribió para todos los tiempos novelas titánicas que supieron conquistar estrellas en una época de por sí luminosa, guardó siempre la humildad debida a Martí. Y otros oficios, el de matemático, médico, político y filósofo cubano, aran bajo el sol de su mundo moral, concientes o no de ello. ¿Podría ser fanatismo la convicción de que somos barro y polvo ante ese “hombre sencillo de donde crece la palma”?
Otros países tienen por Héroe Nacional justos políticos; algunos, valientes guerreros. Al conocer sus proezas uno puede comprender —a veces no— la categoría que sus compatriotas han decidido otorgarle. Sin embargo, en nuestro caso sucede a la inversa: hemos puesto al final de todos nuestros caminos a un hombre universal, enciclopedista, y es un reto más que un honor ofrecido. No estamos como nación, creo yo, a la altura de José Martí; nos sobra chovinismo, arrogancia; nos falta sobriedad, lucidez intelectual y humana...
Hacia él vamos. No significa esto que debemos reproducir al calco cada una de sus ideas, algunas de ellas —diría yo— bastante cuestionables hoy. Basta con heredar sus intenciones, lo que perdura de cualquier hombre.
José Martí fue siempre un poeta que hacía política. Su Guerra Necesaria fue necesidad poética más que política, porque no solo vio en ella la expulsión de España sino también la construcción de una nueva estirpe cubana, más humana, más lúcida... más poética. Quizás hoy, después de un siglo que nos endureció el corazón con dos guerras mundiales, la “muerte” del arte y de la historia... veamos este propósito como una utopía, pero ¿no era, en tiempos del Apóstol, pisar la Luna, también una utopía, ambición de locos y poetas?
Todo camino en aquel sentido —eso lo saben los que hacen y fundan en este país— será posterior siempre al descubrimiento de Martí. ¿Mentiré si digo que aún vive mucho cubano sin descubrir a Martí? ¡Qué dura y anestésica la muerte en esta tierra sin llevarlo en el descenso! No se trata de leerse 25 tomos de sus Obras Completas —que son una especie de Biblia nacional—; basta un poema que ilumine, una frase de su periodismo sin arreos... basta, eso, con que una frase toque nuestra cubanidad, nuestra humanidad —que es patria—, para descubrirlo en el camino que todo hombre de esta tierra debe recorrer para entenderse a sí mismo y a su época, para no ser un viejo triste, con arrepentimientos de filósofo.
Y diría también que en este caso la metáfora evangélica de un ciego conduciendo a otro ciego es el mal hado que ha dominado el tratamiento de la figura de Martí; que cada vez que una maestra obliga a un pionero a memorizar que “nació un 28 de enero de 1853 en una casita de la calle Paula” como si fuera toda la verdad sobre el Apóstol se pierde un cubano; y cada vez que un reporterillo entierra alguna de sus frases lapidarias en una soberana tontería se pierde un cubano; y cada Rincón que se le dedique para cumplir con un formalismo macabro y burocrático es su tumba; y cada Mural o busto oportunista es una asesinato.
La devoción es espontánea. Después de mucha teoría de la comunicación y mucha risa ante fracasos mediáticos, uno aprende que no existen cadenas para enlazar a un hombre, mucho menos a un público, con ciertas ideas, por muy buena que sea la causa, y muy buenas las intenciones.
Después de mucho ponerle flores en la Plaza a aquella estatua bigotuda y repetir su poema del “monte seco y pardo” donde el leopardo tiene un abrigo; mucho después, en el pre, descubrí con unos amigos (“yo tengo más que el leopardo”) la misión personal, íntima, que nos ofrecía Martí. Disfrutaba —disfruto— ver el mundo como él lo veía; era como ponerse un par de gafas y entregar los ojos a colores más vivos y contagiarse con los deseos de abrazar la humanidad, y comprender la maldad como una consecuencia del dolor, y creer en la belleza y la bondad de todo, no con fingida inocencia sino con optimismo.
Los textos de Martí esconden un sentido religioso que aún nos resulta indescifrable, un sentido que escapa de la tiranía de una deidad, que es conceptual y emotivo; y es esa oculta pero sensible vocación evangélica de sus palabras la que nos impela a repetir la dosis, y nos empuja al cambio.
Cada uno de aquellos amigos de la adolescencia siguió otros rumbos, pero cuando escucho de ellos me complace comprobar que vamos hacia el mismo sitio, en silencio —casi en secreto—. Martí es alfa y omega de todo eso que atrapamos en la palabra Cuba.
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