martes, 15 de octubre de 2013

Hacia un mundo sin Estados Unidos

por Thierry Meyssan
Thierry Meyssan ha explicado repetidamente desde estas columnas las contradicciones internas de Estados Unidos subrayando el mecanismo que debe llevar al dislocamiento de ese país. Y en este artículo se interroga sobre las consecuencias de dos acontecimientos que pueden poner en marcha el proceso de descomposición.

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El Imperio estadounidense es el residuo hipertrofiado de uno de los dos contendientes de la guerra fría. La Unión Soviética desapareció. Pero Estados Unidos sobrevivió al enfrentamiento y se aprovechó de la ausencia de su competidor para monopolizar el poder mundial.
En 1991, Washington debería –lógicamente– haber dedicado sus recursos a hacer negocios y a avanzar por el camino de la prosperidad. Sin embargo, después de algunas vacilaciones, en 1995 el Congreso –dominado por los republicanos– impuso al presidente Clinton su proyecto de imperialismo global votando por el rearme, a pesar de que ya no había adversario contra quien luchar. Dieciocho años más tarde, y después de haber dedicado sus recursos a una carrera armamentista en la que ya no tenía contendiente, Estados Unidos se halla hoy extenuado frente a los BRICS, que ahora se perfilan como nuevos competidores. La 68ª Asamblea General de la ONU se convirtió el mes pasado en escenario de una rebelión generalizada contra el unipolarismo estadounidense.
Según Mijaíl Gorbatchov, la caída de la Unión Soviética ya se había hecho inevitable desde 1986, cuando el Estado soviético se vio sin recursos ante el accidente nuclear de Chernobil e incapaz de proteger a su población ante aquella catástrofe. Si hubiese que establecer un paralelo, la realidad es que el Estado federal estadounidense no se ha visto aún en una situación comparable, a pesar de que las situaciones de desastre provocadas por los huracanes Katrina, en 2005, y Sandy, en 2012, y las graves carencias de diversas colectividades locales ya demostraron la incapacidad de los Estados federados.
La interrupción, por dos semanas o incluso quizás por más tiempo, del funcionamiento del Estado federal estadounidense no se debe a una catástrofe sino que es resultado de un juego político. Para ponerle fin bastaría con que republicanos y demócratas llegaran a un acuerdo. Pero, por el momento, sólo ciertos servicios, como el de los capellanes militares, han recibido una derogación para seguir funcionando. La única violación verdadera de esa interrupción ha sido la autorización para recibir préstamos por espacio de 6 semanas. Se trata de un acuerdo exigido desde Wall Street, donde no se han registrado reacciones al cierre del Estado federal, aunque sí existía gran inquietud sobre la incapacidad de Washington para enfrentar sus obligaciones financieras.
Antes de su derrumbe, la Unión Soviética trató de salvarse recurriendo al ahorro. De la noche a la mañana Moscú puso fin al respaldo económico que aportaba a sus aliados. Comenzó por sus aliados del Tercer Mundo y pasó después a los miembros del Pacto de Varsovia. Resultado: al verse obligados a tratar de sobrevivir solos, sus aliados se pasaron al otro bando… el de Washington. Aquella deserción, cuyo símbolo fue la caída del muro de Berlín, aceleró más aún la descomposición de la Unión Soviética.
Fue evidentemente para tratar de evitar un fenómeno similar, en momentos en que Rusia está triunfando pacíficamente en el Medio Oriente, que la administración Obama esperó tanto tiempo antes de suspender su ayuda a Egipto. Es verdad que, a la luz de la ley estadounidense, esa ayuda se ha hecho ilegal a raíz del golpe militar que derrocó la dictadura de la Hermandad Musulmana. Pero también es cierto que nada obligaba a la Casa Blanca a llamar las cosas por su nombre. Lo que hasta ahora hizo la administración Obama –a lo largo de 3 meses– fue evitar cuidadosamente la mención de las palabras «golpe de Estado» para seguir manteniendo a Egipto en el bando del Imperio. Y ahora, bruscamente, y sin que se haya registrado el menor cambio en El Cairo, Washington decide “cortar el agua y la luz”.
La apuesta del presidente Obama consistía en reducir el presupuesto estadounidense de manera proporcional y paulatina, para que su país pudiera evitar el derrumbe, abandonara sus extravagantes aspiraciones y se convirtiese nuevamente en un Estado como los demás. La decisión de renunciar a una quinta parte de sus fuerzas armadas fue un buen comienzo. Pero el bloqueo del presupuesto federal y la suspensión de la ayuda destinada a Egipto vienen a demostrar que ese escenario no es factible. El formidable poderío de Estados Unidos no puede disminuir armoniosamente porque puede quebrarse.

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