lunes, 18 de marzo de 2019

Venezuela tiene una mala salud de hierro. Lo que Dietrich considera el principio del fin no es ni siquiera el fin del principio: el sabotaje eléctrico nacional sólo fue una batalla de las muchas que la revolución bolivariana ha ganado.
El marxista académico Hans Dietrich ha diagnosticado la muerte del gobierno bolivariano porque, según él, ya no puede cumplir sus funciones elementales como la de asegurar los servicios básicos o reprimir a su principal opositor ilegal, Juan Guaidó, el autoproclamado presidente, “hijo natural pero reconocido” de Donald Trump.
Dietrich se afana en señalar que el gobierno de Maduro no gobierna, carece de signos vitales, es una entelequia. Y además el sesudo profesor vaticina –con la derecha que gobierna en Washington- el fin de los gobiernos progresistas de la Región.
Pero lo interesante no es lo que dice sino lo que calla, ya sea porque su aturdimiento metodológico mecanicista lo priva de una visión dialéctica dialéctico de la situación venezolana, ya sea por su feroz antichavismo que lo lleva a ignorar, o a fingir que ignora, que existe una revolución nacional y social cuyas conquistas y logros forman parte de la conciencia de un pueblo y un ejército (“el pueblo que puede” – Bolívar) radicalmente refractarios a la agenda opositora de volver al pasado para instalar un modelo dependiente y neoliberal, ese nuevo despotismo que se quiere reinstalar en Latinoamérica con libertad total de expropiación para los ricos, esclavitud total para los pobres. 
Dietrich parece creer, con Hegel, que “el pueblo es la parte del Estado que no sabe lo que quiere” y por lo tanto no lo considera protagonista de lo que pasa en Venezuela. Un pueblo que incluye a los chavistas que critican a Maduro, pero saben que sus enemigos de siempre, sus enemigos de clase, sus declarados enemigos a muerte, no están en el gobierno sino en la oposición. Dicen “sólo el pueblo salva al pueblo”, y en los primeros años de la Revolución bromeaban “menos mal que tenemos a Chávez infiltrado en el gobierno”.
El pueblo chavista critica la ineficiencia y la corrupción, pero se sabe beneficiario, económica, política y culturalmente, de la inversión social del gobierno. Y, sobre todas las cosas, es un pueblo que recuperó su dignidad con la revolución, esa dignidad que para los trabajadores –dice Marx- es más importante que el pan. Un pueblo que entiende la importancia práctica de los conceptos de Patria y dignidad nacional, desconocidos por la derecha opositora y, por lo que vemos, desconocidos también por el profesor Dietrich.
El gigante Chávez y la imperfecta y siempre incompleta pero milagrosa revolución bolivariana, convocaron al pueblo a la refundación de la Nación, tal como Bolívar convocó al pueblo a la fundación de la Patria, en ambos casos luchando con los imperios más poderosos del mundo. Como a la hora de los ataques y contraataques no se trata sólo del gobierno sino de un pueblo, Venezuela se seguirá refundándose, sin prisa y sin pausa, porque de alguna manera se ha creado “la situación que impide todo regreso al pasado”.
Ni los Estados Unidos, ni los países vecinos, ni las “fuerzas de paz” de las Naciones Unidas o la OEA, tienen la capacidad para ocupar el territorio venezolano y sostener a un gobierno anticonstitucional. Lo más que pueden lograr es iniciar y perder una guerra larga con la mayoría de un pueblo, uniformado o no: los sueños de Trump y Guaidó son tigres de papel moneda. De hecho, lo único que ha logrado la derecha criolla en sus 20 años es transformar un proceso de cambio democrático en una guerra social de baja intensidad. Guerra social que finalmente entendieron no pueden ganar, con votos o con botas, por lo que llaman a poderes extranjeros, ofreciéndoles Venezuela a precios de mercado libre, dándose ellos como garantía, rematando a precio vil su nacionalidad, honra y dignidad… pidiendo una invasión y llamando “inversión a futuro” la eventual muerte de sus connacionales.
La marioneta Guaidó puede proclamarse Emperador de Etiopia o reina de carnaval, nadie caerá en sus provocaciones y terminará siendo lo que siempre fue, un particular ridículo; si es que sus amos no descubren, algún día, que les sirve más muerto que vivo.
Venezuela tiene una mala salud de hierro. Lo que Dietrich considera el principio del fin no es ni siquiera el fin del principio: el sabotaje eléctrico nacional sólo fue una batalla de las muchas que la revolución bolivariana ha ganado. Otras vendrán, hasta la victoria final, que es la victoria de la Patria Grande, de la humanidad sobre sus verdugos, de la paz sobre la guerra e, incluso, del pueblo norteamericano sobre la derecha neoliberal y su pesadilla de un mundo unipolar.
Mientras tanto, podemos divertirnos viendo cómo el gobierno bolivariano desmiente, con acciones, el certificado de defunción emitido por el iluso profesor Dietrich.


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