A 48 años de su
muerte
Una semblanza
de Chimiro en su duro camino
Rafael Pompilio Santeliz
Argimiro
Gabaldón Márquez, nació en 1919 en la casa principal de la hacienda Santo
Cristo, Biscucuy, Portuguesa y murió a la edad de 45 años en un lamentable
accidente de guerra, el 13 de diciembre de 1964.
En
esa gabaldonera, los peones de la hacienda le enseñaron sus primeras lecciones
de vida, el arte de pelear garrote, las mañas de la casería, disciplinas que le
fueron formando el sentido del coraje. Su apego a la naturaleza lo llevó a ser
un excursionista incansable. Jamás perdió una pelea a puño pues en las
refriegas nunca supo lo que era el miedo. Luego practicó el béisbol, el tenis,
natación a la antigua, la pesca y la caza.
Estuvo
en el exterior, Buenos aires y Río de Janeiro, entre 1938 y 1945. Estudió
arquitectura en Argentina. En el tercer año de su carrera, detuvo su visión
arquitectónica para adentrarse en el mundo de la pintura, la literatura y el
arte. Con su morral al hombro se fue a Brasil, proyectándose luego como poeta,
novelista, periodista, dibujante, matemático, maestro alfabetizador y profesor
de Artes plásticas. Tenía un gusto muy particular por la historia patria,
materia que con los años impartiría en el liceo Lisandro Alvarado de
Barquisimeto. Entendió que había que conocer la historia de su país para poder
actuar sobre ella, y se dedicó a formular preguntas y a encontrar respuestas.
Regresó
a Venezuela en 1945 a
desandar los viejos caminos. Las actividades políticas lo llevaron a Caracas,
incorporándose a las luchas y huelgas estudiantiles organizadas por la Federación de
Estudiantes de Venezuela.
La
tradición revolucionaria de su padre, el General José Rafael Gabaldón, encarnó
en él. Las lecturas de otros personajes históricos referenciales también
marcaron su rumbo: Bolívar, Martí, Sandino, Lenin. Argimiro se inició en las
células clandestinas del PCV en El Tocuyo desde 1938, cuando para la época, ser
comunista era ya ser un héroe.
A la hora de la
lucha contra el perezjimenismo, fue el primero en plantear que no se trataba
sólo de cambiar al dictador por otro gobernante, sino que había que ir a la
raíz de ese acontecer para que los cambios fuesen trascendentes y no formales.
Fue entonces cuando comenzó a discutir la tesis de la necesidad de la lucha
armada, como respuesta a un gobierno represivo y criminal.
Cuando llega el año 1958, comienza a ver con
cierto recelo las políticas de unidad impulsadas por el Partido Comunista. Para
el momento del III Congreso del PCV, fue quien planteó la necesidad de ir hacia
otras formas de lucha. Es el inicio de la experiencia guerrillera en Humocaro. En
octubre de 1961 se cuenta el comienzo de las guerrillas, que, según Tirso Pinto,
llegó a tener 1500 combatientes. Al incorporarse a las guerrillas Chimiro tenía
22 años de militancia y 40 años de edad, tiempo perfecto para las grandes
decisiones.
Desde
fines del 61 hasta el 13 de diciembre de 1964, el Comandante Ulises, que fue su
primer seudónimo, estuvo al frente de esa lucha como Primer Comandante del
Frente guerrillero Simón Bolívar. En ese proceso le tocó vivir los vaivenes de
unos dirigentes que se amoldaban a las circunstancias, antes que analizar
histórica, táctica y estratégicamente la realidad sobre la que actuaban.
Para Argimiro “la lucha armada es una salida
de masas”. Precisaba que debía ser “un movimiento de masas armado que no
excluyese ninguna forma de lucha”. No para regalarle mesianicamente
“revoluciones” al pueblo, sino para que este asumiera su papel histórico, sin
reformas que debilitaran la necesidad del cambio radical. En sus proclamas
expresaba: “El pueblo está cansado de que las revoluciones sean cambios de
personas, nuevas constituciones, nuevas divisiones territoriales, perviviendo
siempre la misma injusticia, la misma miseria, el mismo abandono. Es hora ya de
tocar fondo, hay que cambiar los
hombres, pero fundamentalmente es necesario transformar los sistemas”. Su
predica se afincaba contra los dirigentes del estilo
antiguo, los profesionales de la política que terminan burocratizándose,
convirtiendo su actividad en pura negociación.
Consideraba,
como Mariátegui, que “las revoluciones
son cada una un hecho original, aun cuando estén sometidas a leyes generales”.
La copia mecánica de realidades distintas sería un traspié para el proceso
revolucionario. Por eso oía al pueblo, a la vez que sistematizaba sus
experiencias más allá de la ortodoxia de los manuales eurocéntricos. En una entrevista
razonaba a manera de balance: “Cuando sus esquemas fallaron, cayeron en la
desilusión, y tomaron los libros y folletos, en busca de nuevos esquemas, de
nuevos patrones. Se olvidan de nuestra realidad y se dejaron penetrar por las
tendencias de capitulación y conciliación”.
Dicen los que lo conocieron de cerca que
Chimiro no aceptaba verdades consagradas ni absolutas, buscaba siempre en su
réplica aguda puntos de vista realmente originales. “La guerra es la única
escuela de la guerra. La revolución es la única y verdadera escuela de los
revolucionarios”, decía. La guerra popular y prolongada era parte de su
convencimiento: “No estamos en capacidad de calcular cuánto tiempo le costará a
la revolución venezolana alcanzar la
victoria. ¡Pero vencerá!”
Reunió
muy bien lo político y lo militar, culturizando el argumento ideológico. Era “un
hombre línea” por cuanto adaptaba creativamente la orden que emanaba de arriba,
con sencillez en el trato, sin formalidades ni etiquetas. Tenía una “lengua brava,
como el ají” para la polémica. Dícese que “discutía con ironía y con una risita
que picaba como el chirele y daba mucha arrechera.”
Su
personalidad irreverente se puede apreciar en la siguiente anécdota, contada
por el guerrillero Ángel Rivero, (a) Diego o Catirito. “Estando en el
campamento guerrillero se oía por Radio Habana a Carlos Puebla con su “llegó el
Comandante y mandó a parar”. Aburrido un combatiente con el repetitivo estilo,
refunfuñó exigiendo otra música. El guerrillero que manipulaba el trasmisor lo
intentó sepultar exigiéndole respeto: ¡Camarada! ese es el Cantor de la
revolución cubana”. A lo que Argimiro le ripostó: “Es verdad, cambia ese
fastidio. Ya quisiera estar yo en Sabana Grande con una motocicleta oyendo a
Los Beatles.” Esto para el momento histórico que se vivía podría verse como una
blasfemia, pero para Gabaldón era la autenticidad de su sentir. Y es que en la
hermenéutica de sus discursos se puede apreciar cómo Argimiro respetaba la
rebeldía de los jóvenes del momento.
Obsérvese
su posición abierta hacia la utopía juvenil: “La
cordura, virtud honorable, no debe jamás tratar de sustituir a la locura de la
juventud, porque solo conseguirá castrar a los pueblos y producir la
infecundidad de la historia. La juventud es “loca”, pero su locura es sublime.
Es irreflexiva, afortunadamente irreflexiva, porque si la juventud se pusiera a
reflexionar sesudamente, como pueden y deben hacerlo los hombres maduros,
entonces estarían bailando el “twist” que es mejor que hacer la revolución.” Para
los oídos sacralizantes del momento esta posición, sin lugar a dudas, hubiera
sido etiquetada “de derecha”. Pero, ¿cómo mancillar a quien no exigió sacrificio
que no estuviera dispuesto a rendir, incluyendo el supremo, el de su propia
vida?
Argimiro
Gabandón buscaba ganarse hasta al que parecía más enemigo del movimiento, decía
que era obligatorio hablar con todo el mundo. Con su carácter jovial hablaba un
lenguaje claro y sin titubeos que todos entendían. En su conversación sencilla
daba una clase de política que siempre acompañaba con un chiste, manteniendo
contentos y regocijados a sus oyentes. Formó 125 comités del FLN en igual
número de caseríos, lo que implicaba una influencia en unos 75.000 habitantes.
Chimiro, con gran capacidad de convencimiento, argumentaba en pocas palabras el
por qué y el para qué de la lucha. Para él, nuestros campesinos eran permeables
a la lucha porque “siempre han soñado con una revolución”. Sus paisanos lo
consideraban “el hijo del rico que comprendía las penalidades de los pobres”.
Era
terrible con el enemigo para el momento de la pelea, aún cuando confesaba que “No era un guerrero, y nunca lo había pensado
ser, pues amaba la vida tranquila”. Argimiro no deseaba andar con ninguna
cachucha militar, añoraba una gorra inglesa para caminar paveando como
cualquier muchacho de su tiempo.
Aplicaba la pedagogía a la política con un estilo
muy alegre. Nunca se quejaba de la mala vida guerrillera. Le encantaba bailar y
en el monte coleccionaba peonías que después regalaba como recuerdos.
Era
fiel a la palabra empeñada, su referencia era la palabra del gallero, la de una
eticidad que nunca miente. En la Asamblea Legislativa
de Barquisimeto, no había contrincante adeco que sostuviera el paso de su
oratoria mordaz, incisiva e irónica, y a la vez, colorida y pintoresca, como
sus lienzos.
Incansable,
de ancho pecho, enseñaba en las marchas a sus cachorros, los Tigres de Miracuay,
a dominar el terreno para el combate. Estaba en su mejor edad, cuando afloraban
sus canas de “viejo”, como le decía, la
selecta juventud que lo acompañó en sus andanzas guerrilleras. Para su espíritu
indómito no importaban nada los años, pues era tan enérgico como su caballo
Lucero, que tenía en la Hacienda Santo
Cristo.
Siempre
hemos deseado que nuestros políticos sean poetas que culturicen la política con
nuevos planteamientos y estilos que superen el maquiavelismo pragmático y
panfletario de nuestros intermediarios. Ese era Argimiro, el que sintetizó el
discurso emancipador con radicalismo y ternura. Se recuerda una oportunidad
cómo en el vesperal de la vida cimarrona le leyó con lágrimas en los ojos un
poema de su soledad a dos guerrilleros centrales que tristes recordaban su vida
urbana. Por su integralidad fue como si hubiéramos tenido al Ché en Venezuela,
y parte de nuestra tarea sería colocarlo entre los precursores de la Patria Grande.
Para
finales de 1964 ya el PCV hablaba de repliegue y rectificación. La guerrilla ya
no se veía como una forma de tomar el poder sino que se utilizaba como mecanismo
para presionar la ansiada “paz democrática” En tal sentido, se aminoró
notablemente la ayuda a los destacamentos, como forma de menguar la rebeldía.
En una Carta de navidad dirigida a los intelectuales del partido, Gabaldón
escribía: “Desde lejos, mientras estamos entregando toda nuestra vida, nos
golpea el viento de la indiferencia. Creemos ver a lo lejos falta de calor,
ahora cuando más que calor necesitamos fuego, cuando más que simpatía
precisamos cariño que arrebate, que empuje hacia delante con un vendaval de
aliento.” Abandonados a su suerte, para esas navidades, la guerrilla sólo
recibió una bolsita con 50 terrones de azúcar que una dulce camarada recogió en
20 lugares diferentes del mundo, que afectivamente abasteció el alma de los
combatientes.
Aún
cuando la muerte es la concubina de cualquier combatiente, para Argimiro, en su
condición enormemente humana, debe haber sido muy doloroso dejar este mundo. Más
que la muerte le debe haber dolido morir de bala amiga, morir a destiempo,
morir inconcluso, cuando apenas se iniciaba el camino duro del que tanto había
hablado y para el cual tanto se había preparado.
Pero
los héroes no mueren para la historia. En los pueblos que caminó se encuentra
en cada casa la causa de su vida. La eternidad de los héroes del pueblo,
sobresale a cada rato en las distintas situaciones de la vida cotidiana. Son un
recuerdo que perdura en cada caserío: “Acuérdate de Carache”, “Argimiro decía…”
o “Por aquí pasó Chimiro”. En La
Palomera, de Humocaro se oyó esta crónica que une la fantasía
de la religiosidad con la convicción de que no ha muerto. “Argimiro tenía una
ruana que lo protegía por un rezo que le hizo un brujo. Un renegado le llegó
cerca y le ordeñó su revolver sin que Chimiro
sufriera un rasguño. Entonces se quitó el poncho y le dijo al traidor: -Te voy
a enseñar como se mata a un hombre. Y ahí lo dejó”.
A 48 años de su muerte es necesario hacer
precisiones históricas, pues se han desdibujado hechos que han oscurecido las
circunstancias que le quebraron la vida. La intersubjetividad, por el héroe,
crea suspicacias comprensibles por el entorno de afecto que rodea al ser
querido. En este caso, citamos las versiones de tres personajes referenciales del
momento histórico: José Díaz, Tirso Pinto y Carlos Betancourt.
El
Comandante Gavilán, José Díaz, rememorando esta muerte, increíble por absurda,
nos contó cómo se resbaló el fusil M2 -y eso lo vio todo el mundo- para caer
sobre una saliente rama que penetrando al guardamonte del gatillo disparó,
justo cuando Argimiro se levantaba a repartir unos caramelos a los
combatientes. Nos narraba que Jesús Vethencourt (“Chuchú” o Comandante Zapata),
causante de la tragedia, al írsele el disparo “desesperado, decía mil cosas, e
intentó suicidarse y tuvo que ser sometido a la fuerza”. El fatal episodio lo
marcó, desequilibrando su psiquis para siempre. Posteriormente, Carlos
Betancourt, Comandante Gerónimo, nos lo ratifico en Sanare de 2012: “Fue
accidental, yo presidí el juicio que se le hizo a Zapata.” Los fusiles de los
participantes a la reunión habían sido chequeados por la escuadra de seguridad
para constatar que no había balas, pero Chuchú llegó tarde al encuentro y no
fue revisado. Zapata, le había quitado la caserina al fusil pero no se percató
que había un proyectil en la recámara, pues había prestado su arma para una
guardia y recién la recuperaba. Esta es la versión que con pocas alteraciones
se han recogido de ese aciago episodio.
Esto
ocurrió en las afueras del caserío El Hato. Argimiro sabiéndose mortalmente
herido, pidió que lo afeitaran para ser bajado a El Tocuyo. Con entereza
mantuvo su capacidad de dirección. Se despidió de sus más allegados con breves
consejos y como un gesto final, donde afloró su grandeza humana, extrajo de su morral
unos chocolates, tesoro de una guerrilla, y los repartió entre sus hombres.
Para
el momento de su muerte, Argimiro era una figura emblemática encarnada en los
campesinos de Lara y Portuguesa. Ella estaba asociada, como continuación
histórica, no sólo a la lucha antigomecista de su padre, en esos mismos
parajes, sino que se remontaba aún más allá, abarcando las guerras de
Independencia y Federal, que mantenían ese espíritu levantadizo y cimarrón
trasmitido por vía oral entre generaciones, simbolizando al ídolo extraviado en
lo por hacer. Quizás Argimiro fue el último exponente donde el imaginario
popular buscó encontrar al héroe total, imaginado entre las etapas procesuales
no resueltas, que han mantenido las expectativas de este saldo histórico
acumulado.
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