Por Salvador E. Morales Pérez*
En estos días de fricciones diplomáticas, en donde descuella la amenaza británica de allanar la sede diplomática de la República de Ecuador en Londres para atrapar a Julián Assange, han sido evocadas situaciones anteriores donde el derecho de asilo y los allanamientos de sedes diplomáticas se pusieron en discusión. Yo me pregunto si estaremos ante un caso semejante al que redujo el asilo diplomático del político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, a la friolera de un lustro como huésped forzoso de la embajada de Colombia en Lima, asunto que sigue dando lugar a debates jurídicos y políticos interesantes.
O si estaremos en la antesala de una acción violenta y abominable de violación de la Convención de Viena, independientemente de la regla unilateral y arbitraria enarbolada por el gobierno británico actual. Ya las fuerzas especiales inglesas marcaron un precedente con la Operación Nimrod ejecutada el 5 de mayo de 1980. Ocasión en la cual, con el consentimiento del gobierno iraní ocuparon en son de guerra la embajada de Irán en Londres, ocupada por seis opositores que habían tomado 26 rehenes a cambio de sus demandas.
Últimamente se han mencionado en los medios varias irrupciones brutales en sedes diplomáticas: la de la escalofriante y flamígera masacre perpetrada por los uniformados del gobierno guatemalteco del general Romeo Lucas García contra la embajada española en ciudad Guatemala el 31 de enero de 1980, con saldo rojo de 38 muertos; la acción ejecutada en Afganistán, el 26 de septiembre de 1996, ya en poder de los talibanes contra el ex mandatario Najibullah y su hermano alojado en la embajada de la Organización de la Naciones Unidas de Kabul; o la del comando que envió el dictador peruano Alberto Fujimori, el 22 de abril de 1997 a tomar la embajada nipona en Lima que se hallaba en poder del MRTA para denunciar la situación de las cárceles peruanas y demandar la libertad de algunos compañeros. El saldo rojo fue de 14 guerrilleros acribillados y un civil. Son los antecedentes más sonados. Hay otros antecedentes, como el asalto a la embajada trujillista en Caracas en 1945 por opositores dominicanos allí exiliados o el secuestro de la embajada estadounidense en Irán en noviembre de 1979 para presionar la extradición del Sha. No dudamos que haya otros ejemplos de variados signos políticos, algunos con consecuencias fuertes en el ámbito diplomático, otros solucionados con notable sensatez entre las partes y algunos de acallada repercusión como el que deseo destacar aquí:
Existe un antecedente remoto -y también muy sangriento- ocurrido durante la dictadura de Batista. A fines de octubre de 1956, un fuerte destacamento policial encabezado por el jefe de esos cuerpos represivos, el brigadier Rafael Salas Cañizares, uno de los principales cómplices de Fulgencio Batista en el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 que quebró el orden constitucional del país, asaltó la sede de la embajada haitiana, ubicada en Avenida 7a y calle 20, en la barriada de Miramar.
A plena luz del mediodía, el 29 de octubre de 1956, Salas Cañizares, acompañado por otros notorios asesinos, el coronel Conrado Carratalá, el Jefe del Buró de Investigaciones coronel Orlando Piedra Nogueruela y el capitán Esteban Ventura Novo, (quienes a la caída del dictador en enero de 1959, encontraron tranquilo y acogedor refugio en Estados Unidos) penetraron en el recinto diplomático de Haití a tiro limpio -el escaso personal diplomático se hallaba ausente de la residencia- procedieron a aniquilar a todos los asilados allí refugiados. Incluyendo a quienes ya la cancillería había concedido salvoconductos y esperaban por las visas que le permitieran viajar al país que se las concediera. En el intercambio de disparos que tuvo lugar, el obeso y bravucón brigadier batistiano cayó mortalmente herido.
Se cuenta al respecto, que quien lo hirió fue Secundino Martínez, apodado el “El Guajiro”, el único de los asilados que estaba armado, quien se asomó al oír el estrépito formado por la llegada de los carros policiales. Al verlo Salas Cañizares disparó su ametralladora sobre el joven hiriéndolo gravemente. Sin embargo, este, desde el suelo, pudo sacar su arma y disparar. Un balazo le perforó el vientre al brutal jefe de la policía nacional. Se dio la orden de masacrar a todos.
El otro grupo estaba conformado por cuatro jóvenes recién llegados y que alojaron provisionalmente en el garaje. Estaba compuesto por Secundino Martínez, alias El Guajiro, Gregorio García, Alfredo Massip e Israel Escalona. A quienes las autoridades de la dictadura señalaban como involucrados en el fallido atentado contra el senador Rolando Masferrer, el gestor de un cuerpo paramilitar adicto al gobierno de facto, de fúnebre recordación: Los tigres de Masferrer.
Los cuerpos represivos de la tiranía estaban ansiosos de sangres. El motivo que los impulsaba fue que el día antes, 28 de octubre de 1956, un comando del Directorio Revolucionario había matado al coronel Antonio Blanco Rico, jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), quien estaba acompañado en el cabaret Montmartre, por el teniente coronel Marcelo Tabernilla hijo del jefe del Ejército quien resultó herido en la acción así como la esposa del capitán José Rodríguez Sampedro, también presente en el cabaret. Sospechaban que algunos de los ejecutores de Blanco Rico podían estar en la embajada haitiana.
Para justificar la violación pusieron de pretexto a posteriori -lo cual se demostró luego como totalmente falso- que habían recibido una llamada de los diplomáticos solicitando protección puesto que unos jóvenes estaban forzando su entrada en la sede diplomática. Contaban con la aprobación del mismo Batista, como declararon inicialmente voceros del régimen.
El 31 de octubre de 1956 la Embajada de Haití convocó a una conferencia de prensa y entregó una nota oficial en la que se decía: “La Embajada de Haití protesta contra las alegaciones publicadas en la prensa según las cuales la Policía intervino por una llamada de nuestra Embajada”.
Un colega periodista, Pedro Antonio García, quien ha explorado el hecho con especial acuciosidad ha comentado incisivamente:
“Los sucesos del 29 de octubre de 1956 fueron silenciados por la prensa internacional. Las relaciones con Haití fueron tensas solo hasta diciembre, porque con el nuevo Gobierno en Port au Prince volvieron a normalizarse. Nadie llevó este caso al seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), ninguna voz se alzó en el Congreso estadounidense ni en las Naciones Unidas”.
Desde luego, acciones de tan estúpida y brutal naturaleza han sido propias de regímenes autoritarios, de dictaduras arrasadoras, que hacen el trabajo sucio y las tareas que les permiten la sobrevivencia. Dictaduras, que con un poco más que se escarbe, gozan de sibilinos o abiertos padrinazgos de potencias que se dan golpes de pecho de civilizadas y democráticas. La historia contemporánea está cundida de ejemplos de estos dobles discursos. No es de extrañar que hechos tan condenables como el ocurrido en La Habana el 29 de octubre de 1956 se repitan, aunque siempre abrigamos la esperanza de que esto no ocurra de nuevo y que no se cierre el camino a la salida diplomática de sólidas e invulnerables garantías.
*Doctor en Historia, miembro del Instituto de Investigaciones Históricas (IIH) de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH).
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