IDENTIDADES
Rafael Pompilio Santeliz.
Un estigma del humano es ser inconforme y eso es bueno pues permite la superación.
Pero mucho hay en nosotros, donde lo fundamental que cultivamos es la angustia del tener, en una espiral tan ascendente que nos niega la vida.
Una monstruosa enajenación por lo material cuando mayormente vinimos a este mundo a vivir y no ha otra cosa.
Quizá esté en lo mejor de la vida la valoración de las cosas sencillas que nos llenen lo vital del alma.
Uno pasa su existencia complaciendo peticiones y demostrando que es capaz de lo que otros consideran el deber ser del “triunfador” .
Una parte demostrando a otros que eres capaz, y otra, la poca que queda, en seguir demostrando lo que creen que eres.
Transcurrimos una vida circunscrita a un guión lleno de trampas a las cuales no pudimos escapar.
Un modelo civilizatorio nos clasifica, nos amasa, con exámenes de eficiencia, para ver qué tan capaces somos en el “éxito” instituido como estándar.
Uno no es el nombre, ni el lugar, ni el título, ni el carro que tiene.
Sólo es lo que es y la vida que hemos vivido es nuestro verdadero capital. Es lo que podemos dar y lo que nos vamos a llevar a la hora final.
Nuestra alma debería de ser un andar degustado, un hálito que pasea valorando sus propios pasos en esa búsqueda de los escondrijos del afecto.
Avanzar en un destilar sin prisa, da un sabor siempre diferente, una conciencia de lo que se tiene y todavía no se ha perdido.
Sobre todo porque el hoy siempre será mejor que el ayer... cuando no existíamos.
Quizás comparar con otras realidades más destrozadas ayudaría a ponderar lo todavía virginal de nuestro país y lo infinito por hacer.
La queja y el dolor son punto muerto si nos atrevemos a descubrir lo que la vida se cansa de mostrarnos, y luego se repliega, agotada por nuestra indiferencia.
En buena parte hemos perdido el niño que habitaba en nosotros.
Hay tantas cosas que valorar: el juego al azar, que en nuestra tierra mágica es lo real maravilloso,
la embriagante bohemia; el compromiso con una causa que nos trascienda;
el afecto, la amistad, el sortilegio de los amantes, la fiesta de los cuerpos retozando,
la abstracción artística, el escribir y escribirnos,
las notas de despedida en un espejo, el beso sorpresa, la sonrisa sola y pícara, el mirar para arriba,
el dejarse mimar, el todavía sonrojarse, el bordón de una guitarra en serenata, el bailar solo; fundirse con un río o mirar juntos la inmensidad del mar...
Pero ya esas son cosas “raras” que se reducen a un desconocido amigo que llamamos “personaje”,
pues pareciera que somos extraños a la vida.
Nuestros pasos siguen perdiéndose en grandes salas de espera, buscando la casualidad y el encuentro que experimente furtivamente la posibilidad de la aventura, y se vaya definitivo este sentimiento de que no queda más que “ver venir”.
Entonces, nos vamos quedando descifrando lo que somos, a la luz de lo que ya no somos.
Somos muchos y a la vez somos uno, unidos en lo diverso.
Afanosos buscamos unir pedazos de un rompecabezas como para ensamblarnos de nuevo.
Es de vida o muerte, volver a nosotros mismos. Nos hemos esperado por siglos.
Rafael Pompilio Santeliz.
Un estigma del humano es ser inconforme y eso es bueno pues permite la superación.
Pero mucho hay en nosotros, donde lo fundamental que cultivamos es la angustia del tener, en una espiral tan ascendente que nos niega la vida.
Una monstruosa enajenación por lo material cuando mayormente vinimos a este mundo a vivir y no ha otra cosa.
Quizá esté en lo mejor de la vida la valoración de las cosas sencillas que nos llenen lo vital del alma.
Uno pasa su existencia complaciendo peticiones y demostrando que es capaz de lo que otros consideran el deber ser del “triunfador” .
Una parte demostrando a otros que eres capaz, y otra, la poca que queda, en seguir demostrando lo que creen que eres.
Transcurrimos una vida circunscrita a un guión lleno de trampas a las cuales no pudimos escapar.
Un modelo civilizatorio nos clasifica, nos amasa, con exámenes de eficiencia, para ver qué tan capaces somos en el “éxito” instituido como estándar.
Uno no es el nombre, ni el lugar, ni el título, ni el carro que tiene.
Sólo es lo que es y la vida que hemos vivido es nuestro verdadero capital. Es lo que podemos dar y lo que nos vamos a llevar a la hora final.
Nuestra alma debería de ser un andar degustado, un hálito que pasea valorando sus propios pasos en esa búsqueda de los escondrijos del afecto.
Avanzar en un destilar sin prisa, da un sabor siempre diferente, una conciencia de lo que se tiene y todavía no se ha perdido.
Sobre todo porque el hoy siempre será mejor que el ayer... cuando no existíamos.
Quizás comparar con otras realidades más destrozadas ayudaría a ponderar lo todavía virginal de nuestro país y lo infinito por hacer.
La queja y el dolor son punto muerto si nos atrevemos a descubrir lo que la vida se cansa de mostrarnos, y luego se repliega, agotada por nuestra indiferencia.
En buena parte hemos perdido el niño que habitaba en nosotros.
Hay tantas cosas que valorar: el juego al azar, que en nuestra tierra mágica es lo real maravilloso,
la embriagante bohemia; el compromiso con una causa que nos trascienda;
el afecto, la amistad, el sortilegio de los amantes, la fiesta de los cuerpos retozando,
la abstracción artística, el escribir y escribirnos,
las notas de despedida en un espejo, el beso sorpresa, la sonrisa sola y pícara, el mirar para arriba,
el dejarse mimar, el todavía sonrojarse, el bordón de una guitarra en serenata, el bailar solo; fundirse con un río o mirar juntos la inmensidad del mar...
Pero ya esas son cosas “raras” que se reducen a un desconocido amigo que llamamos “personaje”,
pues pareciera que somos extraños a la vida.
Nuestros pasos siguen perdiéndose en grandes salas de espera, buscando la casualidad y el encuentro que experimente furtivamente la posibilidad de la aventura, y se vaya definitivo este sentimiento de que no queda más que “ver venir”.
Entonces, nos vamos quedando descifrando lo que somos, a la luz de lo que ya no somos.
Somos muchos y a la vez somos uno, unidos en lo diverso.
Afanosos buscamos unir pedazos de un rompecabezas como para ensamblarnos de nuevo.
Es de vida o muerte, volver a nosotros mismos. Nos hemos esperado por siglos.
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