El viejo Comandante Gavilán.
Rafael Pompilio Santeliz
Para quien no conoció padre, inventa unos cuantos en el camino. El partido, por medio de sus jefes fue el primero en poner la disciplina del deber ser. Entonces, muy muchacho, en segundo año de bachillerato, conocí al Comandante José Díaz, El Gavilán. Desde la dictadura de Pérez Jiménez, ya sabía de cimarronadas. Su alias le viene desde que perseguido por la Guardia Nacional se lanzó desde un abismo a un río con los brazos abiertos. -Parece un gavilán, dijeron los guardias.
Dirigente del transporte, y luego enguerrillado con Argimiro Gabaldón, por parte del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, tuvo sus combatientes al lado del PCV, en el Frente Simón Bolívar. Menguados por el abandono de las direcciones tradicionales y con un cáncer en los huesos, bajó con parte de su tropa y fue recluido en el TO3 Urica, de El Tocuyo, Lara. Acusado por algunos de desertor y delator, nunca se supo de alguien, caído o preso, por tal decisión.
El partido en Lara le dio todo su apoyo, reiniciándose en la lucha con escuelas de cuadros con sus enseñanzas, éticas y practicas. Fue en una de esas que le conocí. Una escuela de instrucción de jóvenes de la JMIR se inició en Misoa, vía Lara-Zulia. Un buen grupo montado en un camión con enserado nos trasladamos al sitio con miembros del partido entre los que estaban José Agüero, Rafael Montesdeoca Martínez, Willian Jimenez y Juan González, entre otros.
El camino ameritaba sus seguridades y sus carros “moscas”. En un paraje, ya rural, se detuvo el camión para las miadas y refrescos. Jóvenes al fin, bajo la alborotadora música de una rokcola, dos mozos militantes se pusieron a bailar el pegajoso ritmo. Creían no ser vistos, pero ahí estaba la mirada vigilante del viejo zorro. Llegando se inició el balance del viaje y El Gavilán tomó la palabra:
- Lo primero que debo decir es darles la bienvenida a este campamento de formación. Y tal adiestramiento también viene con nuestro comportamiento cotidiano. El de la disciplina, la moral revolucionaria y la rectitud. Dos de ustedes se pusieron a bailar como mariquitos, pensando que nadie los vería. Yo los vi. Pero aparte de mí, también habían dos campesinos que los observaban. Siempre seremos observados por nuestro pueblo. Por eso un comunista en todo sitio debe tener un comportamiento ejemplar.
Así empezó este aleccionar, con la atención y el respeto que irradiaban estos personajes y la autoridad del Partido en sí.
Siguió en la escuela, el caminar en el monte. Cuando el viejo nos vio sigilosos por el andar entre hojas y la posibilidad de culebras, se levantó el pantalón en una de sus piernas para que le observáramos varias mordidas de culebra, a las cuales, decía, era inmune. Luego el caminar en silencio pisando hojas, nos mostró que se debe caminar colocando el pie de medio lado para irlo asentando poco a poco para evitar el sonido alertador de las hojas secas. Y así, truquitos como el nudo del Libertador para colgar hamacas y descolgarlas a prisa ante la llegada del ejército. El collar de dientes de ajo en las botas para espantar serpientes. La orientación de las nervaduras pronunciadas en el tronco cortado de un árbol para orientarse con el norte. El ramal para borrar huellas. Los cactus que en su corazón quitan la sed y el hambre. Nos guiaba cómo debe comportarse un jefe, siempre al lado de su tropa. Uno debe hacer las mismas tareas, si es de hacer una alambrada te pones a clavetear con el combatiente, un rato. Después le dices que debes hacer una tarea pendiente y ahí lo dejas, satisfecho de que estuviste con él. Hay que saber delegar, nos encaminaba. Eran juegos de guerra, pendejeras, pero para nosotros eran enseñanzas del nunca olvidar.
El viejo Gavilán era un excelente ranchero. Las sardinas nos las preparaba de distintas formas y no repugnaban, ni siquiera se repetían. Al finalizar el reparto de raciones, sonaba una olla gritando: ¡Repele! Y acudían los más glotones. A pesar de que no repartía por igual si no por tamaño y peso.
De la cocina, rancho sagrado, hubo varias lecciones incluyendo el cuento de El Zorro, combatiente de los Humocaros que robaba los dulces de la despensa guerrillera, quien fue aleccionado cuando los guerrilleros le entregaron todos sus postres, antes que se los robara. Y era que el vicio del dulce invariablemente creaba adicción y ratería. Mi primera lección empezó en la noche, como responsable del grupo se me acercó un compañerito pidiéndome un pedacito de pan, el cachito no más, untado con miel. No me pareció atentatorio con nada y concedí el permiso. Ay carajo! El condenado viejo estaba mosca y sintió la profanación.
A toque de diana empezó su discurso:
-Anoche robaron el abastecimiento. Que aparezcan los culpables y se queden sin comer. Fue su sentencia.
Uno de los compas del partido, intervino conciliador.
-Yo propongo que los compañeros se presenten y se hagan una autocrítica, con eso basta.
Y aparecimos los culpables. Con mucha pena, por ser el responsable, me hice mi autocrítica, que creo fue la única insincera de mi vida militante, pues me parecía una exageración. Todavía no entendía lo sagrado de la comida y el abastecimiento.
El viejo comandante, era un autoritario querendón. En el fondo creo que nos veía como sus hijos, quizás le recordábamos a Toñito Díaz, su hijo muerto por el ejercito en una cueva donde le lanzaron granadas. Luego de aleccionar siempre venía una anécdota para ilustrar su comportamiento, y lo hacía como un cuento con mucha ternura paternal.
Hablando de la adicción al dulce, nos contó que el también estuvo a punto del egoísmo goloso. Una vez, nos dijo, me mandaron de mi familia unos dulces de leche con papelón, que eran mis favoritos. Agazapado me fui a la troja a comérmelos yo solito. Y carajo, no pude. Por las rendijas de la enramada me parecía ver los ojos de los combatientes mirando mi tacañería. No lo logré. Llamé a toda la tropa y con una cucharita le di una migajita de dulce a cada cual. Con esto el comandante también nos mostraba los valores de un buen comunista. Esas primeras enseñanzas de la ética y la moral nos marcaban.
Y siguiendo con la cocina se dispuso el ranchero a preparar un exquisioso sanchocho, mientras Abel, William Jiménez, preparaba sus bateas y bastidores para enseñarnos las técnicas del ulano y sus derivados, con anime, thiner y pincel, en caso de faltar este, para hacer afiches. En el transcurso y ya cercana la hora de comer, el Gavilán echó un grito: -Ay mi madre! Ya no sirvo para esto-. Sucedió que al probar la comida sabía insoportablemente a combustible. Y fue que confundió el vinagre con el thiner de la propaganda y se lo echó al sancocho. Con mucho pesar nos contó que era la segunda vez que dejaba sin rancho a la tropa. La primera fue un sancocho de pájaros negros que un combatiente había cazado en gran cantidad con un flower. Son amargos e incomibles. Es la única carne junto al sapo, que es imposible comer.
Pasaron los años y el Gavilán se asentó en un pequeño poblado en las afueras de Barquisimeto y montó un comedero de conejos que él mismo criaba y preparaba. Allí, en El Cují, estaba con su fiel compañera y su nuevo hijo, con quien se comunicaba recordándole dichos entre ellos conversados. Dormía a cielo abierto, para ver las estrellas. En su troja solariega tenia siempre un libro, un machete, un cuatro, para entonar el golpe del El Gavilán, y un cordel que terminaba donde su amada, por si le repetía el infarto. Gallo no duerme con gallina, nos comentaba, al visitarlo.
Su perseverancia de viejo conspirador continuó hasta su muerte. Con el fenómeno chavista le escribió una carta a Chávez Frías, poniéndosele a la orden para lo que fuera. De igual manera, por sus 80 años, se unió a diestros comandos que junto al chileno Ernesto Briceño, profesor del pedagógico de Barquisimeto, el cumanés José Luis Noguera Figueroa, el negro, Luis Matute Becerra (a) Koyak, y otros combatientes que dieron su vida en expropiaciones de solidaridad con la resistencia chilena, con visión de guerra prolongada y Patria grande.
Fueron varias las mujeres vergajas, diestras con las pistolas, que visitaban al viejo Comandante, y quién sabe qué secretos se ocultaron en estos encuentros subversivos de los cuales poco se sabrá, por las máximas inviolables que nos involucraban en esos tiempos: “No preguntes, no cuentes, ni dejes que te cuenten”.
Esta reseña es parte de un reconocimiento, para salir de su anonimato en las nuevas generaciones, honrando su constancia, su fidelidad con la trasgresión, subvirtiendo el orden ajeno, hasta sus últimos días.
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