CARACAS EN ALTA |
El arbusto solitario
Nathali Gómez
Las veces que me he aproximado a la montaña, a la altura de San Bernardino, he visto mucho más de cerca al arbusto misterioso y me he hecho la misma pregunta que me hago cuando estoy más lejos: ¿Por qué está plantado ahí solo sin otros árboles cercanos? Creo que nunca sabré la razón.
Mi horizonte cercano está marcado por el Ávila, pues vivo en el norte de la ciudad. Además del arbusto, suelo ver la neblina que desliza caprichosamente por su curvatura o el azul que promete el jugueteo de las olas, del otro lado. Es una extraña forma de comunicación que aún no sé qué pueda significar.
El primer domingo de este año decidí subir hasta donde el sol me lo permitiera. Siempre es necesario ver cómo vamos dejando la ciudad atrás, para entender su magnitud y nuestra pequeñez. Ningún mecanismo se para porque estamos a metros sobre el nivel del mar, viendo cómo se va la vida sin nosotros, de cierta forma.
Cuando bordeamos el camino de la montaña, Caracas parece sacada de un sueño en el que los rayos de luz se posan en la fachada de algún edificio, en un claro o en la fila de casas de un barrio. Sin el ruido de los carros y de la gente, la ciudad se extiende como un cuerpo anestesiado, sobre una camilla, para que la examinemos.
Dentro de esa ruptura en el espacio y tiempo que es el Ávila, las preocupaciones parecen centrarse en caminar, dejarse envolver por la vegetación y estar alerta ante cualquier desconocido que no esté en la misma sintonía, sobre todo si eres una mujer sola. No deja de ser Caracas, aunque estemos en sus contornos.
Más allá de la realidad, con la que siempre cargamos a cuestas, está esa oportunidad para perderse un poco y para pensarse fuera del entorno que nos hace ser nosotros.
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