El resurgimiento socialista en Estados Unidos
En los últimos tiempos, el término «socialismo» ha ganado una inédita popularidad en Estados Unidos, especialmente entre los jóvenes. Más allá de los múltiples sentidos de este significante, a menudo asociado a un Estado de Bienestar de tipo europeo, lo cierto es que la izquierda estadounidense muestra una renovada vitalidad y nuevas figuras vienen transformando el paisaje político, el Congreso y los medios de comunicación. Con un pie adentro y otro afuera del Partido Demócrata, una variedad de corrientes están construyendo una izquierda renovada y cercana a la «gente común».
En su discurso anual sobre el Estado de la Unión de 2019, el presidente Donald Trump hizo del «socialismo» un enemigo principal en el extranjero, cuando describió una Venezuela donde «las políticas socialistas llevaron a la nación más rica de Sudamérica a un estado abyecto de pobreza y desesperación». Pero también apuntó contra el socialismo en casa al señalar: «Aquí, en Estados Unidos, nos alarman los recientes llamados a adoptar el socialismo. eeuu se fundó sobre la base de la libertad y la independencia, no sobre la coerción, la dominación y el control del gobierno. Nacimos libres y nos mantendremos libres». Fox News, el canal de noticias de derecha profundamente alineado con la Casa Blanca, también ha hecho de los ataques al socialismo un eje de su programación1. Hasta cierto punto, esto es completamente normal. Desde la década de 1930, los intentos de reformar o regular el capitalismo estadounidense fueron denunciados por los grupos empresariales y sus políticos aliados como «socialistas» y contrarios a las tradiciones políticas del país. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, el Wall Street Journal argumentó que «la planificación es la antítesis directa de la libertad»2. Y en 1961, Ronald Reagan, quien más tarde sería un presidente conservador (en ese entonces era un actor famoso), grabó un anuncio en nombre de la asociación de médicos en el que alegaba que la atención médica financiada por el gobierno –la «medicina socializada»– «restringiría la libertad de los estadounidenses» y agregaba: «Pronto su hijo no podrá decidir en qué universidad estudiará y qué hacer para ganarse la vida»3. Estas exitosas campañas para compartir los esfuerzos por establecer un sistema universal de atención de la salud explican por qué eeuu tiene el sistema de salud más desigual y menos integral de todos los países ricos, y por qué las enfermedades muchas veces no se tratan y los gastos médicos son la causa principal de bancarrota personal.
Lo novedoso de los últimos años en la política estadounidense no es que la derecha haya venido atacando al socialismo, sino que la mayor parte de la izquierda no se haya sentido amedrentada por esos ataques. Bernie Sanders se postuló abiertamente como socialista democrático en las primarias del Partido Demócrata de 2015-2016 y mostró que la identidad socialista podía ser estimulante en lugar de alienante. También lo hizo Alexandria Ocasio-Cortez, quien desde su inesperada victoria en las primarias en su distrito de Nueva York y su posterior elección para la Cámara de Representantes se convirtió en una de las legisladoras más destacadas del país. Tanto Ocasio-Cortez como Rashida Tlaib, de Detroit, también nueva en la Cámara de Representantes, pertenecen a los Socialistas Democráticos de Estados Unidos (dsa, por sus siglas en inglés), quienes multiplicaron por diez su número de integrantes en los últimos años.
La opinión pública también ha cambiado. Entre los miembros del Partido Demócrata, existe una opinión más positiva sobre el socialismo que sobre el capitalismo. Lo mismo ocurre con los estadounidenses de entre 18 y 29 años: en 2018, 51% tenía una visión positiva del socialismo, frente a 45%, que tenía una visión positiva del capitalismo4. Cuando Fox News publicó un gráfico en el que se enumeraban las propuestas de Ocasio-Cortez, entre ellas la atención médica universal financiada por el Estado, la joven diputada no tuvo problema en retuitearla y usarla como publicidad5.
Este cambio no es una ilusión. El espectro político estadounidense está cambiando, y el país está ahora más abierto a la izquierda y a sus ideas que en ningún otro momento de las últimas décadas. Sin embargo, la izquierda todavía enfrenta importantes obstáculos institucionales y estructurales. Su impacto en los próximos años dependerá de las estrategias que utilice para enfrentar esos desafíos y de las fuerzas que pueda congregar para superarlos.
Analizar la situación de la izquierda plantea inmediatamente un problema de definición. El ala izquierda del espectro político en eeuu es a menudo denominada «liberal», mientras que para la derecha se reserva el mote de «conservadora». (Si bien en la mayoría de los países los «liberales» pertenecen a la centroderecha del espectro político, en la jerga estadounidense «liberal» refiere a aquellos que apoyan las acciones del gobierno para dar respuesta a las cuestiones sociales). Quienes están a la izquierda de los liberales suelen denominarse «progresistas», aunque el concepto carece de una definición precisa. A su izquierda están los socialdemócratas, que probablemente representan el punto de quiebre en el que la gente rechaza la etiqueta de «liberal» e insiste en identificarse con la «izquierda». Y a la izquierda de los socialdemócratas están los socialistas democráticos, cuya mayoría asume una identidad anticapitalista. Por último, existen varios grupos marxistas y radicales cuyas visiones ideológicas los alejan de la política electoral, si bien tienen la capacidad de movilizarse en torno de diversas causas específicas.
Para entender cómo creció la izquierda y la forma que adoptó, es importante retroceder una generación. Durante la mayor parte de las últimas décadas, la izquierda operó en terrenos inhóspitos. En una novela satírica publicada en 2006, por ejemplo, Chris Bachelder imaginó el repetido asesinato y resurrección de un periodista de principios del siglo xx, Upton Sinclair. (Sinclair se postuló para gobernador de California en 1934 con la plataforma independiente «Acabemos con la pobreza en California», inspirada en ideas socialistas). En la novela, uno de los personajes afirma: «Puede que la izquierda esté muerta... pero el miedo y el odio a la izquierda nunca morirán. Es una pasión estadounidense». Es lo que parecía suceder en 2006, cuando la izquierda operaba desde los márgenes: se trataba más de una subcultura que de una fuerza política.
El nadir del poder de la izquierda estadounidense probablemente llegó en la década de 1990 y principios de la década de 2000. El fin del sistema soviético fue interpretado en eeuu como una victoria del capitalismo liberal, completamente confiado en que encarnaba el «fin de la Historia». El presidente Bill Clinton pertenecía al sector centrista del Partido Demócrata y consideraba que el partido debía emprender un movimiento táctico hacia el «centro». Muchos de los principales logros legislativos de Clinton, entre ellos un proyecto de ley contra el delito que atizó el problema del encarcelamiento masivo y una ley que reformó el sistema de bienestar social de los pobres hasta volverlo virtualmente inexistente, promovieron objetivos de larga duración de los republicanos.
Al igual que Trump en 2016, el sucesor republicano de Clinton en la Casa Blanca, George W. Bush, fue elegido en 2000 con una minoría del voto popular, pero con una mayoría en el Colegio Electoral (algo que fue posible solo gracias a que la Corte Suprema decidió suspender el recuento de los votos en el estado de Florida, en un fallo en el que los cinco jueces republicanos se impusieron a los cuatro designados por los demócratas). Esto fue polémico, pero las diferencias entre Al Gore y Bush, ambos en carrera hacia el centro del espectro político, parecían relativamente menores en ese momento. Una de las particularidades de la elección de Florida fue el casi 5% de los votos que recibió el activista político Ralph Nader, quien se postuló por el Partido Verde y atrajo principalmente a los votantes de la izquierda distanciados del Partido Demócrata de la era Clinton. Independientemente de que sea justo o no culpar a Nader por la derrota de Gore, en lugar de responsabilizar a la Corte Suprema (o al propio Gore), la campaña de Nader demostró el potencial peligro de organizarse por fuera del Partido Demócrata en un sistema de votación como el estadounidense, donde «el ganador se lleva todo».
La presidencia de Bush y el curso de la política mundial cambiaron irrevocablemente el 11 de septiembre de 2001. Inmediatamente después de los ataques, la aprobación de Bush se disparó. El escenario posterior al 11 de septiembre fue terrible para la izquierda, temerosa de las transformaciones que se avecinaban. Como era de esperar, tres días después de los atentados, el Congreso autorizó al gobierno de Bush a usar la fuerza militar para tomar represalias; solo Barbara Lee, una afroestadounidense representante de la ciudad californiana de Oakland, tradicionalmente de izquierda, votó en contra. Los medios de comunicación pusieron banderas estadounidenses en todas las emisiones, mientras se reducían los canales disponibles para expresar dudas acerca de la respuesta diseñada por el gobierno de Bush. Los que lo hicieron fueron acusados de falta de patriotismo. El entrevistador Phil Donohue, una de las pocas voces liberales en la televisión, fue despedido por msnbc, mientras la guerra en Iraq recibía el apoyo no solo de los republicanos, sino también de la mayoría de los demócratas.
Si bien millones de personas se manifestaron en todo el país para intentar frenar la guerra, en general fueron marginadas e ignoradas. Aunque el movimiento antibélico casi se derrumbó después del inicio de la guerra en Iraq, la opinión pública nacional comenzó a cambiar a medida que la guerra resultaba ser cada vez más costosa y desastrosa. Un programa satírico de noticias, The Daily Show, conducido por Jon Stewart, tenía como audiencia a liberales que se burlaban del gobierno de Bush y de los medios de comunicación conservadores. Con Fox firmemente consolidado como el canal de derecha, la cadena msnbc comenzó a actuar como una alternativa mayormente progresista. En las primarias demócratas de 2008, el hecho de que Barack Obama se hubiera opuesto a la guerra en Iraq mientras que Hillary Clinton había votado a favor fue una de las claves de su victoria. Diversos sectores de izquierda, incluyendo a quienes se habían movilizado contra la guerra, apoyaron la campaña de Obama y la vivieron como una suerte de movimiento social: un movimiento que esta vez condujo al éxito electoral.
Pero Obama, a pesar de los intentos racistas de la derecha para presentarlo como un extremista de izquierda con motivaciones anticoloniales, no era en verdad de izquierda. Su retórica política ponía el acento en la reconciliación nacional tras el polarizador gobierno de Bush. Habiendo asumido la Presidencia al comienzo de la peor crisis del capitalismo desde la Gran Depresión, su tarea más urgente consistió en recuperar el crecimiento y frenar la creciente pérdida de empleos. El presupuesto expansivo contribuyó, pero su gobierno también rescató a los bancos y compañías de seguros de Wall Street cuyas prácticas habían llevado al colapso de la burbuja inmobiliaria y se desentendió en gran medida de quienes perdieron sus hogares como resultado de la crisis. Katrina vanden Heuvel, editora de la revista progresista de mayor circulación del país, The Nation, resumió las críticas culpando a Obama por no utilizar «este momento de crisis (...) para reestructurar –no simplemente resucitar– un altanero sector financiero».
El enfoque racional de Obama hacia la política no era muy adecuado para representar el malestar popular. Fue más bien la derecha, a través del movimiento Tea Party, surgido como respuesta a la elección de Obama y al gasto gubernamental para contrarrestar la recesión, la que reconfiguró el campo político estadounidense. En parte como respuesta a la política y a lo que representaba la victoria de un afroestadounidense, durante la presidencia de Obama la derecha desplegó de manera más abierta su hostilidad racial. Uno de los logros legislativos distintivos de Obama fue la Ley de Cuidado de Salud Asequible (Affordable Care Act), un programa para ampliar el acceso a la asistencia médica que preservaba el sistema privado de atención de la salud al tiempo que proporcionaba subsidios para quienes no pudieran pagar un seguro. Aunque este programa se había implementado de manera exitosa en el estado de Massachusetts con un gobernador republicano, los activistas del Tea Party lo consideraron, como Reagan en 1961, el fin de la libertad. De hecho, se aprobó sin ningún voto republicano en el Senado y con solo uno en la Cámara de Representantes. En las elecciones de 2010, el Partido Demócrata perdió el control de esta última y el declive continuó durante el resto de la presidencia de Obama en los niveles federal y estatal. Los demócratas controlaban 59% de las legislaturas estatales y 58% de las gobernaciones en 2008; en 2016 controlaban solo 31% de las legislaturas y 32% de las gobernaciones6. Mientras tanto, los activistas del Tea Party continuaron empujando al Partido Republicano hacia la derecha. Cuando Obama fue reelegido en 2012, el periódico satírico The Onion publicó de inmediato un titular profético: «Después del triunfo de Obama, el líder de las encuestas para el Partido Republicano en 2016 es una candente esfera de pura furia chillona».
De ese modo, la presidencia de Obama proporcionó varios ingredientes que motivaron a la gente a girar más a la izquierda. Ya venía precedida de una desastrosa presidencia republicana que condujo a una crisis del capitalismo desregulado. Durante la presidencia de Bush, los liberales pensaron que sacarlo del gobierno resolvería la mayoría de sus problemas. Pero a pesar de la integridad personal e inteligencia de Obama, este no logró enfrentar a un Partido Republicano cada vez más radical, ni unir al país frente a una derecha cada vez más extrema que no estaba interesada en la unidad. En un discurso de 2004 que le dio proyección nacional, Obama había argumentado, apelando a un juego de palabras, que «no existe una América liberal y una América conservadora; existe Estados Unidos de América». Pero la respuesta a su propio gobierno mostró que, por muy atractivo que pareciera ese mensaje, no resistía la realidad.
Su presidencia también dejó en evidencia que había «una América de izquierda». En ese sentido, la era Obama se asemejó a los años 30 y 60 del siglo xx, dos periodos de fuerte movilización de la izquierda en eeuu que tuvieron al frente presidentes ostensiblemente liberales. Uno de ellos fue Franklin D. Roosevelt, cuyo programa, conocido como New Deal, creó empleos y amplió la seguridad social en el contexto de la Gran Depresión. El movimiento sindical logró enormes avances en la década de 1930, apoyando e impulsando a Roosevelt al mismo tiempo. De manera similar, en la década de 1960, el movimiento por los derechos civiles condujo al presidente Lyndon Johnson a aprobar una ley que llevara la democracia al sur de eeuu y a garantizar la igualdad de derechos para los afroestadounidenses. Johnson también expandió el seguro social mediante proyectos de ley que garantizaban atención médica a los ancianos y a los pobres. En comparación con Roosevelt y Johnson, Obama tenía un menor margen de maniobra en el Congreso y dejó un legado de avances legislativos mucho más modesto: redujo a la mitad el porcentaje de la población sin seguro médico y reintrodujo impuestos ligeramente más altos sobre los más ricos. El avance social más importante durante el gobierno de Obama, el matrimonio igualitario para las parejas lgbti, llegó a través de una decisión de la Corte Suprema (después de una movilización en todo el país), por lo que no se trató de un tema en el que la Casa Blanca desempeñara un rol decisivo.
El descontento de la izquierda con Obama se manifestó a través de dos movimientos sociales. El primero fue Occupy Wall Street en 2011, que se centró en la desigualdad y la injusticia distributiva tras la crisis financiera. Para algunos, Occupy, inspirado en una filosofía anarquista, carecía de un programa de cambios estructurado, pero esto no le impidió instalar en la agenda pública la cuestión de la desigualdad, que luego pasó a formar parte del discurso hegemónico. Por ejemplo, cuando en 2014 se publicó en inglés El capital en el siglo xxi, del economista francés Thomas Piketty, el libro se convirtió sorpresivamente en un best seller. El segundo movimiento social fue el Movimiento por las Vidas Negras (Movement for Black Lives, m4bl), surgido en 2014, que se enfocó en las prácticas discriminatorias de la policía en las comunidades afroestadounidenses, así como en un sistema de justicia que produjo el mayor nivel de encarcelamiento per cápita del mundo. Tanto Occupy como m4bl descubrieron que su capacidad para difundir videos, compartir información y organizarse a través de internet y de las redes sociales era clave para hacer llegar sus mensajes.
Durante el gobierno de Obama, el escenario mediático de la izquierda se transformó como producto de la combinación de las redes sociales y la crisis económica. Los cambios tecnológicos y legales produjeron la fragmentación de los medios de comunicación, e internet permitió personalizar el consumo de noticias según las preferencias individuales. Los medios de comunicación continúan corroborando que audiencias pequeñas pero más apasionadas son un modelo de negocio viable, o al menos un modelo que sirve como último recurso, lo que propicia una información más abiertamente politizada. Al mismo tiempo, debido a la crisis financiera, muchas personas con título universitario, o que podrían haberlo obtenido y convertirse en profesores, se encontraron sin empleo o subempleados. La crisis económica proporcionó una fuerte dosis de conciencia de clase a jóvenes escritores, que se abrieron paso a través de un paisaje mediático impulsados por las redes sociales que acogieron cada vez más argumentos radicales. Hubo un renacimiento de las publicaciones de izquierda. The Baffler, una revista clásica de crítica cultural y política que tuvo un gran éxito en los años 90, fue relanzada en 2010. Dissent, la revista socialista democrática que comenzó a publicarse en 1954, se alejó de sus orígenes de la Guerra Fría de la mano de una nueva generación de autores más jóvenes. Jacobin, que ha tenido un gran éxito con las perspectivas marxistas y políticas pragmáticas que ofrece, se comenzó a publicar a fines de 2010. Current Affairs es otra revista socialista, lanzada en 2015. Y revistas liberales más tradicionales, como Slate y The New Republic, también se desplazaron a la izquierda, a veces a través de autores que se iniciaron en periódicos de izquierda de menor tiraje.
Bernie Sanders logró captar con su campaña de 2015-2016 la energía de los movimientos y comunidades de la izquierda con la bandera del socialismo democrático. Incluso Hillary Clinton, que representaba simbólicamente la continuidad dentro del Partido Demócrata, se presentó con una plataforma más progresista que la de Obama en 2008 o 2012. Con la derrota de Clinton frente a Trump en el Colegio Electoral y las victorias republicanas que le dieron a ese partido el control de ambas cámaras del Congreso, la izquierda quedó al margen del poder político, si bien había sido reivindicada de diversas maneras en la batalla de ideas. Se demostró que había sido correcto oponerse a la guerra en Iraq, poner en cuestión la respuesta frente a la recesión y rechazar de plano comprometerse con un Partido Republicano cautivo de la extrema derecha y respaldado por el dinero de los multimillonarios. En ese marco, resultó conveniente para su desarrollo que Clinton fuera una candidata débil.
El establishment político y mediático se vio sacudido por la victoria de Trump, esperada por pocos. (Incluso Trump parecía sorprendido de que una campaña vanidosa que probablemente vio como un ejercicio más de construcción de su marca lo hubiera llevado a la Presidencia). La misoginia y el racismo explícitos de Trump habilitaron a muchos a expresar públicamente opiniones racistas y sexistas que habían aprendido a ocultar. Su desinterés autoritario por las normas y los procedimientos democráticos representaba al menos una amenaza potencial para el Estado de derecho. Una de las respuestas ha sido una amplia movilización: el rechazo de Trump, por supuesto, va mucho más allá de quienes se autoidentifican como de izquierda. La Marcha de las Mujeres de enero de 2017, la mayor manifestación en la historia de eeuu, y la posterior Marcha por la Ciencia de abril del mismo año tuvieron como objetivo formar un amplio frente de oposición. Las investigadoras Lara Putnam y Theda Skocpol documentaron después de las elecciones una oleada de activismo local conformado por mujeres blancas mayores provenientes de los suburbios –que buscaban revitalizar el Partido Demócrata y las instituciones democráticas básicas a través del trabajo voluntario– que no fueron motivadas necesariamente por un programa de izquierda7.
Muchos vivieron la elección de Trump como una emergencia política que resultó ser más concreta para algunos que para otros. Durante la campaña, su retórica no hizo hincapié en temas como el «Estado mínimo» del ala empresarial del Partido Republicano, ni en los conocidos «valores familiares» defendidos por su base evangélica conservadora, sino que puso en primer plano la amenaza de diversos sujetos raciales indignos, que muchos votantes blancos asocian con los afroestadounidenses de las ciudades, los musulmanes o los inmigrantes latinoamericanos. El tema central de su campaña fue el muro que prometió construir a lo largo de los más de 3.000 kilómetros de la frontera con México. Después de asumir el cargo, autorizó acciones agresivas por parte del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de eeuu (ice, por sus siglas en inglés), incluidas la separación de padres e hijos solicitantes de asilo y la ubicación de niños en campamentos levantados a lo largo de la frontera. Los defensores del poder y de la supremacía de los blancos se sintieron alentados por el triunfo de Trump y por su negativa a criticarlos.
La izquierda reaccionó. Tanto durante la campaña de Trump como durante su gestión, las marchas de los neonazis y los miembros de la «derecha alternativa» (Alt-Right) han sido respondidas con contramanifestaciones provenientes de brigadas antifascistas conocidas como Antifa. Antifa cree en la acción directa y trata de evitar que los grupos fascistas construyan plataformas para difundir sus ideas. Los mitines supremacistas blancos parecen haberse disipado, especialmente luego de que un supremacista embistiera con su auto a una multitud que participaba de una contramanifestación en Charlotte, Carolina del Norte, en agosto de 2017, hiriera a 40 personas y matara a la joven activista Heather Heyer. Pero la amenaza persiste. Más allá de Antifa, cuyos miembros deben estar dispuestos a pelearse a puñetazos, otras ramas de la izquierda se han movilizado contra la agenda racista de Trump: por ejemplo, hubo manifestaciones espontáneas en los principales aeropuertos cuando Trump prohibió el ingreso de visitantes y refugiados de ciertos países musulmanes, y también ha habido marchas y campañas para apoyar la abolición de la ice.
Pero la acción directa no ha sido la única respuesta de la izquierda a la elección de Trump, ni siquiera la predominante. Como dijo Maurice Mitchell, del m4bl y del Partido de las Familias Trabajadoras (Working Families Party) con sede en Nueva York, la elección de 2016 «radicalizó a los liberales y electoralizó a los radicales». El grado de éxito de Sanders demostró que participar en la política electoral no era un callejón sin salida para la izquierda y le proporcionó una visión diferente del cambio. Como señaló el historiador y activista Max Elbaum, gran parte de las utopías y el vanguardismo de la izquierda de los años 60 están ausentes hoy en día. En la década de 1960, muchos creían que las acciones de unos pocos podían desencadenar una revolución inminente; cuando Sanders habla de «revolución política», por el contrario, se refiere a la gente común comprometida con el sistema político para enfrentar los intereses de los poderosos. La izquierda de hoy, también la socialista, sabe que tiene que luchar por millones. «Esta es una generación de personas que ha experimentado reveses», dice Elbaum, «y que tiene una noción mucho más precisa de dónde se ubica el resto de la sociedad que la que teníamos en la década de 1960».
Desde la elección de Trump, los veteranos de la campaña de Sanders se dispersaron formando nuevas organizaciones. Justice Democrats [Demócratas por la Justicia] y Brand New Congress [Un Congreso Totalmente Nuevo], por ejemplo, tienen como objeto apoyar la elección de candidatos más progresistas para el Congreso –fue una convocatoria de Demócratas por la Justicia la que terminó desencadenando la campaña de Alexandria Ocasio-Cortez–. Our Revolution [Nuestra Revolución], otra nueva organización, se creó con el fin de preservar la red de voluntarios de la campaña de Sanders. Y dsa, una agrupación política y activista de larga data, experimentó un incremento inmediato en el número de sus afiliados. Surgida a partir de las escisiones del Partido Socialista en la década de 1970, cuando era esencialmente la corriente «centrista» de los socialdemócratas, dsa viró a la izquierda en el nuevo escenario. Michael Harrington, su fundador, había señalado que su objetivo era trabajar para ser el «ala izquierda de lo posible», tanto dentro como fuera del Partido Demócrata, mientras que muchos de los nuevos reclutas de dsa quieren que la agrupación actúe como una organización socialista más militante y que apoye explícitamente a los candidatos socialistas. Esto ha ocurrido en muchas elecciones en todo el país, en las que los candidatos socialistas se postulan para cargos en las juntas escolares, los consejos municipales y las legislaturas estatales, y a veces logran ingresar.
Las transformaciones políticas se han ido abriendo camino también a través de otras instituciones. El suplemento de opinión del New York Times, por ejemplo, tiene un grupo de columnistas habituales que estuvo dominado durante mucho tiempo por escritores de centro, algunos de ellos liberales (aunque no demasiado) y otros pocos conservadores (si bien en su mayoría son anti-Trump). En tono de autocrítica por haber malinterpretado la dinámica de las elecciones de 2016, un día el diario abrió sus páginas a las cartas de los partidarios de Trump. Pero los partidarios de la izquierda señalaron que sus puntos de vista también habían estado ausentes. Desde entonces, el suplemento ha incorporado a Michelle Goldberg, una autora feminista liberal de izquierda, y a Jamelle Bouie, quien escribe de manera convincente sobre la intersección entre raza y capitalismo desde una perspectiva de izquierda. «Hay una sensación general de que la izquierda está donde están las ideas», comenta Goldberg, y de que como es difícil que el conservadurismo de Trump esté bien respaldado por un sólido conjunto de ideas, «los debates más fructíferos tienen lugar entre los liberales y la izquierda»8.
Si la izquierda incursionó en instituciones tradicionales después de la elección de Trump, sus instituciones paralelas demostraron no ser menos influyentes. Al tiempo que aumentó el número de afiliados de dsa, también creció el número de suscripciones a revistas socialistas, especialmente a Jacobin, con la cual dsa no tiene relación formal pero cuyo público es similar (hay clubes de lectura de Jacobin en muchas de las secciones de dsa, por ejemplo). Mientras que los medios de comunicación corporativos como msnbc a veces difunden ideas socialdemócratas, el canal todavía no incluye a referentes socialistas y gran parte de su programación ha buscado ganar audiencia recurriendo al estado de shock y miedo de los liberales antitrumpistas. Los socialistas han creado sus propios medios de comunicación: el controvertido podcast Chapo Trap House, por ejemplo, combina un agudo análisis político de izquierda, un humor algo vulgar derivado de su fuerte implicación con la cultura de internet y la mofa habitual hacia los liberales. No es parte de una cadena ni recibe publicidad, y les paga a sus presentadores mediante aportes de los oyentes.
Algo similar ha ocurrido en el mundo de los think tanks. En el sistema estadounidense, los think tanks cumplen dos funciones: sirven como intermediarios entre los políticos y las ideas y proporcionan empleo a los asistentes políticos cuando su partido está fuera del poder. Muchos de los think tanks liberales están estrechamente ligados al establishment del Partido Demócrata y son hostiles a las ideas de la izquierda. Pero hay otros que están posicionados para servir como respaldo intelectual a quienes buscan reformar el partido en una dirección más progresista, sobre todo en sus propuestas económicas. Si bien el Instituto Roosevelt ha existido desde 1987, sus socios están cada vez más involucrados en los esfuerzos por proporcionar solidez intelectual y experiencia en materia de políticas para lograr lo que el presidente Roosevelt denominó la «Segunda Declaración de Derechos» en 1944, que sin embargo nunca se puso en práctica: empleo garantizado, vivienda, atención médica y educación a través de una importante expansión del gasto público9. En otros ámbitos, los pensadores de izquierda están encontrando formas de producir ideas fuera de los canales tradicionales que requieren donantes importantes que tienden a comprometer los objetivos redistributivos: Matt Bruenig, por ejemplo, despedido de Demos, otro think tank de la izquierda progresista, fundó su propio grupo, el People’s Policy Project10. Escribe artículos en apoyo de un eeuu «más escandinavo» y opera con un modelo de financiación de donantes similar al de Chapo Trap House.
Si bien todavía las elecciones de 2020 están relativamente lejos, las primarias demócratas ya están en marcha, aunque no todos los posibles candidatos se han lanzado aún al ruedo. Sanders se postuló nuevamente; todavía convoca a grandes multitudes y está recaudando fondos con éxito a través de su red de pequeños donantes (la contribución promedio a su campaña en 2016 fue de 27 dólares; ahora pide esa cantidad). Esta vez, Sanders opera con mayor profesionalismo y una política exterior bien desarrollada de internacionalismo progresista antioligárquico. Sanders ya ha recibido el apoyo de dsa y Jacobin. Elizabeth Warren, una senadora de Massachusetts, es otra candidata posible de la izquierda, con políticas razonadas y detalladas que apuntan a reformas importantes del capitalismo estadounidense, que incluyen la coparticipación de los trabajadores de las empresas. Para los socialistas de Jacobin, la diferencia es que Sanders representa la «tradición socialista», mientras que Warren es el «extremo izquierdo del liberalismo de clase media»11. Sin embargo, si alguno de los dos resultara elegido, el tipo de gobierno que podría impulsar probablemente tendría más que ver con sus márgenes de maniobra en el Congreso y con su capacidad para inspirar movimientos de masas.
Esta tensión entre las necesidades de los partidos y las de los movimientos sociales es uno de los mayores obstáculos estructurales para la izquierda en un futuro próximo. El punto es que la izquierda, si bien es más numerosa de lo que ha sido en generaciones, sigue lejos de ser mayoritaria: dsa tiene solo 60.000 miembros que pagan cuotas en un país de más de 300 millones de habitantes. Para algunos, en la izquierda, el Partido Demócrata es una presencia tóxica, que sigue representando lo que se ha llamado «el segundo partido capitalista más entusiasta de la historia»12. Mientras que Sanders participa en las primarias demócratas y trabaja con los demócratas en el Congreso, él es técnicamente independiente. Y muchos socialistas coinciden con esa posición.
Otros que aceptan una identidad socialista, como Ocasio-Cortez, se refieren al Partido Demócrata como «nuestro partido», en un intento de disputar la propiedad del partido y transformarlo desde adentro. En su primer día en el Congreso, por ejemplo, Ocasio-Cortez se unió a activistas del movimiento Sunrise, un grupo creado en 2017 y liderado por jóvenes, para luchar por una respuesta concreta a la amenaza del cambio climático. Realizaron una sentada como protesta en la oficina de Nancy Pelosi, líder demócrata de la Cámara de Representantes. Sin embargo, el Partido Demócrata no desea ser transformado y recientemente ha tomado medidas para reducir el riesgo de que los candidatos que ya ocupan cargos sean desafiados por los recién llegados.
El argumento de la izquierda es doble: que los votantes demócratas son más progresistas que sus representantes surgidos de las urnas y que no hay otra opción que promover políticas audaces y transformadoras. En ese espíritu, el mayor logro político de la nueva izquierda es la propuesta de un «Green New Deal» (Nuevo Pacto Verde). Combina las ideas del movimiento ecologista con los reclamos de justicia social, entre ellos la garantía de empleo y la atención médica universal. Para los críticos de la derecha (y del centro), se trata de una lista de objetivos de la izquierda disimulados detrás de la legislación ambiental, aunque realmente estas metas no están muy escondidas: la acumulación de demandas es intencionada. Para evitar un cambio climático absolutamente catastrófico se requerirá una rápida descarbonización de la economía mundial, y eso demandará cambios sustanciales en el estilo de vida intensivo en energía del estadounidense medio, lo que incluye la infraestructura dependiente de los automotores con que opera la mayor parte del país. Como dice un activista de Sunrise:
Como eslogan de campaña y plataforma política, el Nuevo Pacto Verde captura los valores y la visión que resuenan entre los estadounidenses decepcionados por décadas de consenso neoliberal. Es un programa de gran envergadura con precedentes históricos para frenar a la elite codiciosa y poner a trabajar a los ciudadanos comunes para evitar calamidades.13 Estos cambios tendrán efectos adversos para algunos sectores de la población, que necesitarán de la protección de un Estado de Bienestar más robusto. «El Nuevo Pacto Verde no es el único enfoque», escribe Jedediah Britton-Purdy, «pero sus grandes ambiciones marcan el terreno en el que se desarrollarán las futuras contiendas climáticas»14. Y es popular: dado que recibe el apoyo de 71% de los votantes del Partido Demócrata, es probable que una parte significativa del programa sea retomada por sus precandidatos presidenciales15.
Pero la izquierda se enfrenta a varios obstáculos, más allá de la necesidad de transformar el Partido Demócrata. Tradicionalmente, la base de masas de la izquierda ha estado en el movimiento obrero. Pero la densidad sindical del sector privado, que viene reduciéndose hace décadas, se sitúa ahora por debajo de 7%. Si bien han sido más progresistas en los últimos años, las principales organizaciones sindicales, como la Federación Estadounidense del Trabajo - Congreso de Organizaciones Industriales (afl-cio, por sus siglas en inglés), no son confiables para la izquierda –la afl-cio se opuso, por ejemplo, al Nuevo Pacto Verde–. En los últimos años se han llevado a cabo con éxito nuevas campañas de sindicalización de periodistas, estudiantes de posgrado y trabajadores hoteleros, pero los intentos por sindicalizar a los trabajadores del sector automotriz en el sur han fracasado.
Hay, no obstante, algunas señales de regreso de un sindicalismo de clase. La campaña «Lucha por 15 dólares» ha logrado obligar a las ciudades y estados a aumentar el salario mínimo. A principios de 2019, los trabajadores de control de tráfico aéreo ayudaron a poner fin a un cierre del gobierno diseñado por Trump16. Y ha habido una importante militancia en el sector público, donde alrededor de 35% de los trabajadores está sindicalizado. Ha habido huelgas de sindicatos de docentes en bastiones progresistas como Chicago y Oakland y en áreas más conservadoras como Virginia Occidental y Arizona. La huelga de Chicago de 2012, que de alguna manera sirvió de modelo, no solo exigió mejores condiciones para los docentes, sino también un mayor compromiso para financiar bienes públicos como la educación. «El sindicalismo ha sido la única institución a gran escala financiada e impulsada por sus miembros que estuvo constantemente en contra de la extrema derecha», señala Calvin Cheung-Miaw, ex-activista sindical, y tiene una capacidad única para abogar por los bienes sociales. Pero el movimiento sindical tiene un largo camino por recorrer para convertirse a una política de clase sólida, y una mejora material sustancial de los trabajadores requeriría reformas en las leyes.
Una cuestión adicional es la distribución geográfica de la izquierda, concentrada en centros urbanos y ciudades universitarias. Hay suficientes socialistas en Nueva York como para ser el tema de un detallado artículo sobre la escena socialista en la ciudad17. Pero Jesse Myerson, un activista que dejó Nueva York para ir al sur de Indiana después de la elección de Trump, encontró que la región
ha sido devastada por sucesivas olas de deslocalización y agonía: la concentración de las granjas en la década de 1980, la desindustrialización en la década de 1990, la burbuja inmobiliaria de la década de 2000, y ahora una crisis de consumo de drogas brutal que afecta a todas las comunidades. Si a esto le sumamos la despiadada manipulación de circunscripciones electorales, la intensa supresión de votantes y las purgas, y la implementación de la ley laboral [Right-to-Work Law] que regula la sindicalización, el resultado es una población atomizada, temerosa, que desprecia la política y carece de cualquier marco conceptual, ni hablar de los medios más evidentes para construir el poder colectivo.
Myerson impulsó acciones contra los neonazis y advierte que las zonas rurales
no están en el radar de los donantes políticos y activistas costeros que determinan en gran medida qué grupos se financian y con qué fondos, y la mayoría de los Hoosier [residentes de Indiana] que podrían estar interesados en luchar por una sociedad más libre y democrática han huido de Indiana en busca de salarios más altos, una mayor infraestructura cultural e intelectual y comunidades con mayor apertura hacia orientaciones, perspectivas y estilos de vida que siguen siendo tabúes en las zonas rurales.18
La distribución demográfica de la izquierda es otro desafío. El Partido Demócrata (que no es lo mismo que la izquierda, por supuesto) hoy consiste principalmente en una coalición de minorías raciales y liberales blancos educados. Dada la segregación racial masiva e institucional que caracteriza la vida estadounidense, existe una brecha social significativa entre estos grupos. Desde las elecciones, ha habido un debate para nada constructivo sobre si fue el «racismo» o el «neoliberalismo» el elemento principal en la elección de Trump, como si la cuestión, tanto en la actualidad como a lo largo de la historia estadounidense, no fuera la forma en que la raza y el capitalismo han interactuado dividiendo los movimientos contra la explotación y la opresión.
Muchos grupos socialistas ponen el acento en las cuestiones de clase y critican la celebración liberal superficial de la diversidad que deja intactas las desigualdades. No obstante, esto puede sonar como una subestimación del racismo o de las perspectivas de género si no se lo expresa con cuidado. Esta es una debilidad de Sanders, que no es tan cuidadoso como debería, especialmente dado que es poco representativo de la diversidad demográfica de la generación más joven, que se muestra más entusiasmada con la creación de un país más socialdemócrata. La cuestión de las reparaciones por la esclavitud ha surgido en las primarias demócratas y no hay una opinión unificada en la izquierda sobre la mejor manera de abordarla (las brechas de riqueza por raza en eeuu son enormes y son el resultado no solo de la esclavitud, sino también de la discriminación continua contra las minorías, así como de las políticas gubernamentales supuestamente neutrales en cuanto a la raza implementadas en el siglo xx, tales como el subsidio a la vivienda y los beneficios educativos para los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, que ayudaron desproporcionadamente a los hogares blancos a incrementar su riqueza). El hecho es que dsa, por ejemplo, es una organización predominantemente blanca y masculina, y siempre existe el peligro de que los socialistas blancos intenten hablar en nombre de los aliados en lugar de escucharlos.
El desafío más importante es el de una política de coalición en constante cambio y la posibilidad del fraccionalismo. Actualmente, la mayor parte de la izquierda adoptó una estrategia de frente amplio. Puede haber desacuerdos entre socialdemócratas y socialistas democráticos, pero están de acuerdo (al igual que muchos progresistas) en la necesidad de fortalecer el Estado de Bienestar y eso probablemente llevará muchos años de trabajo. Algunos desacuerdos pueden posponerse indefinidamente. Individuos y organizaciones como dsa están trabajando tanto dentro como fuera del Partido Demócrata, lo cual resulta muy apropiado. El hecho de que haya muchas organizaciones de izquierda, cada cual con énfasis ligeramente diferentes, abre múltiples puertas de acceso para personas de diferentes ámbitos y características personales. La multiplicidad de organizaciones también puede resultar una protección: por ejemplo, la Organización Socialista Internacional, de matriz trotskista, se disolvió en marzo de 2019 como consecuencia de acusaciones de agresión sexual contra sus líderes, con un impacto relativamente bajo en la fuerza general de la izquierda. No obstante, la diversidad plantea cuestiones de coordinación y la posibilidad de desacuerdos reales sobre cuestiones tácticas o de fondo.
Pero la necesidad de que la izquierda afirme una identidad distinta de la del liberalismo es un verdadero desafío estructural, dado que la izquierda necesitará a los liberales como socios de coalición. Independientemente de quién gane, las próximas primarias demócratas proporcionarán pruebas claras sobre la capacidad de la izquierda de dar forma a la dirección política del país. A pesar de su plataforma relativamente progresista, Clinton trató de ganar las elecciones de 2016 atrayendo a los republicanos descontentos. Queda por ver si el candidato hará lo mismo en 2020 o si recurrirá a quienes pueden fortalecer la base activista del partido. Lo que queda claro es que las condiciones históricas han producido una izquierda resurgente y revitalizada en eeuu, comprometida con un país más igualitario, inclusivo y justo. Por primera vez en décadas, la izquierda ha tenido que pensar en formular un programa para gobernar y mantener el poder, no solo articular críticas a los programas existentes. Y sus bases, en todo el país, están trabajando para enfrentar el desafío.
Nota: traducción del inglés de Rodrigo Sebastián.
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