Alfredo Maneiro
En un texto de 1980, escrito en respuesta a un cuestionario sobre la domesticación del intelectual en Venezuela, Alfredo Maneiro ponía el dedo en una llaga que aún siendo ostensible y palpable pocos lograron por aquel entonces percibir: los perversos efectos que sobre la conciencia nacional ejercía la fabulosa renta petrolera en un país entregado a la avidez de todo tipo de rufianes, políticos o no, en medio de una suerte de alucinación colectiva.
Que yo recuerde, aparte de Juan Pablo Pérez Alfonzo y Rodolfo Quintero, quien incluso escribió sobre ello un libro singular (La cultura del petróleo, ediciones de la UCV) sólo un contado número de intelectuales venezolanos se ocupó del asunto, y menos de sus dramáticas connotaciones y consecuencias. "Hoy todo el mundo –escribía Alfredo–, hasta los beneficiarios más evidentes del boom petrolero, se llenan la boca para hablar de la corrupción, la descomposición, los petrodólares, categorías que perdieron toda carga definitoria ante la creciente prostitución de su uso por toda clase de demagogos y oportunistas".
Por esos años parecía indetenible el estallido de la crisis de la llamada "Gran Venezuela" nacida del pacto tripartito de Punto Fijo, hija contrahecha a su vez, bajo otras máscaras, del "Nuevo Ideal Nacional" perezjimenista.
La abrumadora contundencia de las cifras sobre el incremento de la pobreza en los más -y de la riqueza en los menos- desbordaba todas las paradojas, pero también todas las impudicias. Las riquezas de un país supuesta y cacareadamente pródigo en ellas parecían haberse desvanecido ante los ojos de un pueblo clara y arteramente empobrecido: empobrecido hasta límites escandalosos. Para 1995, trece años después de la muerte de Alfredo, un respetable organismo oficial, Fundacredesa, revelaba lo que él ya había vislumbrado con pesar: el cáustico y convulso abismo de la exclusión y las desigualdades sociales. De una población de 21.332.515 habitantes, el 81,58% se hallaba en situación de pobreza, de la cual el 41.75%, es decir, más de nueve millones de venezolanos -dos tercios de la población- padecían miseria, entre ellos unos cuatro millones de niños sin hogar o escuela o con severos cuadros de desnutrición.
Lo peor -si puede hablarse en este caso de peor- no era, sin embargo, sólo eso. Junto a este horror se incubaba la progresiva desintegración del país, un proceso armado minuciosamente por los factores antinacionales de poder, asociados a los grandes capitales imperiales. Un proceso que comenzó con el abandono de escuelas, hospitales y otros servicios públicos para justificar su privatización, que eliminó los estudios de historia patria y fomentó, con sus mass media, la descerebración colectiva, el reino de la banalidad y la estupidez, la orgía del consumismo, la jaula dorada de la desmemoria y la alienación, y el feudo del individualismo metalizado e irresponsable.
Leamos a Alfredo: "Lo cierto es que la paradoja expresa un grado tal de fariseísmo que no vacilamos en sospechar que la venezolana es una nacionalidad en desintegración. Queremos decir que la condición nacional, el respeto y la dignidad de los venezolanos por su propia existencia social, está amenazada gravemente por el deterioro creciente del país en todos los órdenes. Si ayer la indolencia del país, su frivolidad, el despilfarro del gobierno, los empresarios y la clase media, la despolitización y la banalidad, reinaron en virtud de un encandilador proyecto económico que virtualizó el bienestar, la abundancia, el progreso, hoy corremos el serio peligro de que todos aquellos males se afiancen en el alma nacional a pesar del derrumbe apoteósico de la ilusión".
Y agregaba: "Cuando la ideología –llámese petróleo, betamax, Miami o pobreza resignada- encandila hasta la ceguera al conjunto popular, alguien tiene que contribuir a despejar la ilusión. Y ese -¿cuál otro?- es el papel que le atribuimos a la inteligencia que queremos. Nada más y nada menos que lo que nos exigimos a nosotros mismos".
Han pasado treinta y cuatro años desde entonces.
De vivir hoy físicamente entre nosotros, Alfredo constataría satisfecho, o más bien con fundada esperanza –porque toda satisfacción es provisoria- la indetenible conformación de otra realidad en la Venezuela de su angustia: el borde del abismo se ha alejado y se aleja cada vez más de nuestra casa. Y ello gracias a un pueblo que ha reasumido su dignidad y su poder al lado de aquel joven capitán con quien tantas veces, en la furtiva y secreta confabulación de los sensibles, compartió su corazón y su palabra
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