La revolución será posible en la medida en que sean el pueblo, sus clases trabajadoras, sus movimientos sociales, los protagonistas directos de las transformaciones en curso y no los espectadores pasivos o la “masa de maniobra”, tratada como simple “rebaño electoral”.
Una “concepción bancaria” (Freire) de la revolución, de la educación popular, de la comunicación política, del partido político, nos lleva directamente a los bloqueos y fracasos de las experiencias de transición del socialismo real en el siglo XX.
Avanzar en reformas de corte socialdemócratas y desarrollistas, para crear condiciones de acumulación de fuerzas en los sectores populares, en el contexto de derechización de los centros imperiales, puede ser una condición necesaria para caracterizar un proceso como “progresista”, pero nunca para avanzar en una estrategia poscapitalista.
Ahora bien, esa estrategia poscapitalista no consiste en decretar un guión de medidas calcadas de las experiencias de otras sociedades, bajo tiempos y circunstancias distintas, sobre todo si las mayorías populares quedan atadas a los desvaríos de dogmatismo y sectarismo, disfrazados de un vanguardismo esclarecido, como un lejano vagón de cola. Los tiempos jacobinos y blanquistas pueden verse en el espejo de sus derrotas históricas.
El jefe verdadero no es un hombre enamorado y celoso de una idea, sino aquel que une al amor de la idea la facultad de poder determinar, en todo instante, cuál es la parte de la idea que puede hacerse realidad en cada nueva etapa. Robespierre no lo comprendió. Fue un mal jefe. Porque lo era, y no quiso reconocerlo, se convirtió en tirano y en asesino de la revolución (Dantón).
Hay claros antídotos para no repetir las historias, no cometer los mismos errores y no tenerle miedo al palpitar de las multitudes que reclaman mayor deliberación y participación protagónica en los asuntos públicos.
El poder constituyente de la idea de democracia social y participativa es justamente aquel que puede hacerse realidad en una nueva etapa, para construir una sociedad justa en el horizonte de la democracia socialista. No hay que aislar ni debilitar el proceso, pues eso pone en peligro los objetivos tácticos y estratégicos de la revolución. Ir en contramano de la falsa prepotencia.
América Latina y el Caribe requieren hoy, más que nunca, muchos contingentes de trabajadores intelectuales para la transformación democrática y socialista necesaria, para blindar la construcción de la patria grande ante la evidente derechización de los centros imperiales del Norte. Se requieren muchos batallones intelectuales, redes y centros de investigación para orientar la construcción de opciones históricas y alternativas poscapitalistas, vigilando cualquier recaída en viejas regresiones dogmáticas y arcaísmos sectarios. Diversas iniciativas de intelectuales, partidos políticos y movimientos sociales intentan hoy apalancar esfuerzos para reconstruir una teoría crítica poscapitalista, postimperialista y poscolonialista a la altura de los desafíos de los nuevos tiempos. No es época ni de distracciones ni de regresiones ideológicas a los dogmas del “marxismo soviético”.
El devenir inmediato de la revolución bolivariana debe traer consigo una exploración crítica en torno a los procesos políticos que se han planteado históricamente el camino de una emancipación radical. Los distintos escenarios de la “comuna” tipifican una modalidad de experiencia política que ha intentado plasmarse en diferentes proyectos que se debaten en el seno de la revolución. No se trata sólo de evaluar el significado histórico de la “comuna”, por ejemplo, sino de hilvanar a partir de allí una trama teórica que se haga cargo de los atascos más dilemáticos del pensamiento socialista y de los intentos de transformación de la sociedad.
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