jueves, 23 de diciembre de 2010

REFLEXIONES DEL CACIQUE SEATLE ANTE EL COMISIONADO DE ASUNTOS INDIGENAS


DISCURSO DEL CACIQUE SEATLE EN 1854
El anciano Cacique Seattle era el indio más corpulento que jamás vi, y de lejos el de aspecto más noble. Medía 1,80 m., de pie sobre sus mocasines, tenía espaldad anchas, un pecho profundo y finas proporciones. Sus ojos eran grandes, inteligentes, expresivos y amistosos cuando se hallaban en reposo, y fielmente reflejaban los variables humores del alma inmensa que miraba a través de ellos. Era usualmente solemne, callado, y digno, pero en numerosas ocasiones se desplazaba entre multitudes reunidas, como un Titán entre Liliputienses, y sus leves palabras constituían leyes.
Cuando se ponía de pie para hablar en el consejo tribal o para dar tiernos consejos, todos los ojos se volvían hacia él, y profundas, sonoras y elocuentes frases rodaban de sus labios como incesantes truenos de cataratas que fluyen desde fuentes inextinguibles. Y su magnífico porte era tan noble como el del más cultivado jefe militar al mando de las fuerzas de un continente. Ni su elocuencia, ni su dignidad, ni su gracia fueron algo adquirido. Eran tan nativas de su hombría como las hojas y los capullos de un almendro en flor.
Su influencia era maravillosa. Podría haber sido un emperador, pero sus instintos eran democráticos, y gobernaba a sus leales súbditos con bondad y benigno paternalismo.
Siempre se sentía halagado por la marcada atención que le prestaban los hombres blancos, y nunca tanto como cuando se sentaban en las mesas, y en tales ocasiones se manifestaba más que en cualquier otro lugar con los genuinos instintos de un caballero.
Cuando el gobernador Stevens llegó por primera vez a Seattle y le dijo a los nativos que había sido nombrado Comisionado de Asuntos Indígenas del territorio de Washington, le dieron una efusiva recepción frente a la oficina del doctor Maynard, cerca de la ribera sobre la calle principal. La bahía era un enjambre de canoas y en la playa había una fila de ondulante, contorneante, parda humanidad, hasta que la voz con tono de trompeta del viejo Cacique Seattle rodó sobre la inmensa multitud, como la sobrecogedora diana de un tambor grave, cuando el silencio se volvió instantáneo y perfecto, como el que sigue al bramido del trueno desde un cielo claro.
El gobernador fue entonces presentado a la multitud nativa por el doctor Maynard, y de inmediato comenzó, con estilo conversador, llano y frontal, la explicación de su misión entre ellos, la cual es demasiado bien entendida como para requerir una capitulación.
Cuando él se sentó, el Cacique Seattle se levantó con toda la dignidad de un senador que lleva sobre sus hombros la responsabilidad de una gran nación. Colocando una mano por encima de la cabeza del gobernador y señalando lentamente hacia el cielo con el dedo índice de la otra, comenzó su memorable discurso con tonos solemnes e impresionantes:

"Que el cielo que lloró lágrimas de compasión sobre mi pueblo durante siglos mudos, y que para nosotros luce como inmodificable y eterno, pueda cambiar. Hoy el día está bueno. Puede ser que mañana aparezca cubierto de nubes.

Mis palabras son como las estrellas que nunca cambian. En lo que Seattle diga, puede fundarse el Gran Cacique Washington con tanta certeza como puede hacerlo en el retorno del sol o de las estaciones.

El jefe blanco nos dice que el Gran Cacique Washington nos envía saludos de amistad y buena voluntad. Esto es gentil de su parte, pues sabemos que tiene poca necesidad de nuestra amistad a cambio. Mis gentes son pocas. Parecen árboles dispersos en una planicie barrida por la tormenta. El gran -y yo presumo- buen Cacique Blanco, nos manda decir que quiere comprar tierras nuestras pero que desea permitirnos la suficiente para que podamos vivir confortablemente. Sin duda, esto parece justo, y hasta generoso, pues el Hombre Piel Roja ya no tiene derechos que él necesite respetar, y la oferta podría ser sabia, también, pues ya no necesitamos un país tan extenso.

Hubo una época en la que nuestro pueblo cubría la tierra como las ondas con que un mar rizado por el viento cubre su fondo revestido de conchillas, pero esa época pasó hace mucho tiempo, y la grandeza de las tribus no pasa ahora de ser un recuerdo luctoso. No obstentaré ni lamentaré nuestra decadencia, ni haré reproches a mis hermanos carapálidas por acelerarla, pues también nos cabe a nosotros una parte de la culpa.

La juventud es impulsiva. Cuando nuestros jóvenes se enfurecieron por una injusticia real o imaginaria, y desfiguraron sus rostros con pintura negra, ello denotó que sus corazones son negros, que a menudo son crueles e implacables, y que nuestros ancianos y ancianas no son capaces de refrenarlos. Así ha sido siempre. Así ocurrió cuando el hombre blanco empezó a empujar a nuestros antecesores hacia el Oeste. Pero tengamos la esperanza de que las hostilidades entre nosotros jamás retornen. Tenemos todo para perder y nada para ganar.

Cierto es que la venganza, para nuestros bravos jóvenes, es considerada una victoria, aun al precio de sus propias vidas. Pero los ancianos que permanecen en sus casas en tiempos de guerra, y las ancianas, que tienen hijos para perder, saben mejor la cosa.

Nuestro gran padre, Washington, pues supongo que ahora es también nuestro padre como lo es de vosotros, puesto que George ha mudado sus fronteras hacia el Norte, digo, nos manda decir por su hijo -quien, sin duda, es un gran jefe entre su gente- que si actuamos como él desea, va a protegernos. Sus bravíos ejércitos serán para nosotros un erizado muro de fortaleza, y sus grandes buques de guerra llenarán nuestros puertos para que nuestros antiguos enemigos del Norte, los Simsiams y los Hydas, no aterroricen más a nuestras mujeres y a nuestros mayores. Entonces, él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos.

¿Pero esto podrá acontecer? Vuestro Dios ama a su pueblo y odia al mío. Envuelve amorosamente con sus poderosos brazos al hombre blanco y lo conduce así como un padre conduce a su hijo pequeño, pero se ha olvidado de sus hijos de piel roja. Cada día hace que su pueblo se vuelva más fuerte y muy pronto ellos llenarán la tierra, mientras la marea de mi gente retrocede a gran velocidad, y nunca refluirá de nuevo. El Dios del hombre blanco no puede amar a sus hijos pieles rojas, pues si no los protegería. Parecen ser como huérfanos y no tienen hacia donde procurar auxilio. Entonces, ¿cómo es que podemos ser hermanos? ¿Cómo puede vuestro padre volverse nuestro padre y traernos prosperidad y estimular en nosotros sueños de una grandeza que regresa?

A nosotros, vuestro Dios nos parece parcial. El advino para el hombre blanco. Jamás Lo vimos: nunca siquiera escuchamos Su voz. Él le dio leyes al hombre blanco pero no tuvo palabra alguna para sus hijos pieles rojas cuyos rebosantes millones llenaban este vasto continente así como las estrellas llenan el firmamento. No, somos dos razas diferentes y deberemos seguir así para siempre. Hay poco en común entre nosotros. Las cenizas de nuestros antepasados son sagradas y su lugar final de reposo es el suelo consagrado, mientras vosotros deambuláis lejos de las tumbas de vuestros padres, aparentemente sin lamentarlo.

Vuestra religión fue escrita sobre tabletas de piedra por el dedo de hierro de un Dios iracundo, y con miedo de que vosotros lo olvidéis, el hombre de piel roja no podrá nunca recordarlo ni comprenderlo.

Nuestra religión consiste en las tradiciones de nuestros antecesores y en el sueño de nuestros ancianos, dada a ellos por el gran Espíritu y las visiones de nuestros caciques, y está escrita en los corazones de nuestro pueblo.

Vuestros muertos dejan de amarles y de amar los hogares de su natalicio cuando traspasan los portales de la tumba. Deambulan lejos, más allá de las estrellas, pronto son olvidados, y jamás regresan. Nuestros muertos nunca olvidan el hermoso mundo que les dio su ser. Siguen amando sus ríos sinuosos, sus grandes montañas y sus valles apartados, y siempre añoran con tierno afecto a los vivientes de corazón solitario, y a menudo regresan para visitarlos y reconfortarlos.

El día y la noche no pueden morar juntos. El hombre de piel roja jamás rehuyó la proximidad del hombre blanco, mientras las cambiantes brumas de las laderas de las montañas se esfuman ante el ardiente sol de la mañana.

Sin embargo vuestra propuesta me parece justa, y pienso que mi gente va a aceptarla y se retirará a la reservación que les ofrece, donde viviremos apartados y en paz, pues las palabras del Gran Jefe Blanco parecen ser la voz de la naturaleza hablándole a mi pueblo desde la espesa tiniebla que velozmente se acumula alrededor de ella como una densa neblina que flota tierra adentro desde el mar a medianoche.

Importa muy poquito dónde pasaremos el resto de nuestras vidas, porque ya no somos muchos.

La noche del Indio promete ser oscura. Ninguna estrella brillante asoma sobre el horizonte. Vientos de voz triste gimen a la distancia. Alguna fea Némesis (justicia o venganza) de nuestra raza se encuentra en la huella del piel roja, y donde quiera que vaya escuchará con seguridad cómo se aproximan los pasos de la fuerza destructora y se preparará para encontrarse con su perdición, así como el gamo herido oye que se acercan los pasos del cazador. Algunas pocas lunas más, algunos pocos inviernos más, y ninguno de todos los poderosos huéspedes que alguna vez llenaron esta inmensa tierra, y que ahora vagan en bandadas fragmentarias por las vastas soledades, permanecerá para llorar sobre las tumbas de un pueblo alguna vez tan poderoso y tan esperanzado como el vuestro.

¿Pero por qué deberíamos afligirnos? ¿Por qué debo yo murmurar sobre la suerte de mi pueblo? Las tribus están hechas de individuos y no son mejores de lo que ellos son. Los hombres vienen y van como las olas del mar. Una lágrima, una mortaja, un funeral, y se van de nuestros anhelantes ojos para siempre. Hasta el hombre blanco, cuyo Dios caminó y conversó con él, de amigo a amigo, no está eximido de este futuro común. Tal vez seamos hermanos, después de todo. Ya lo veremos.

Estudiaremos vuestra propuesta, y cuando tomemos una decisión, la comunicaremos. Pero en caso de que la aceptemos, aquí y ahora establezco esta primera condición: Que no se nos negará el privilegio, sin ser molestados, de visitar a voluntad las tumbas de nuestros antecesores y amigos. Cada porción de este país es sagrada para mi pueblo. Cada colina, cada valle, cada llanura y cada arboleda ha sido reverenciada por algún recuerdo afectuoso o por alguna experiencia triste de mi tribu.

Hasta las rocas que parecen yacer como idiotas mientras se achicharran bajo el sol a lo largo de las costas del mar con solemne grandeza, se estremecen con recuerdos de eventos pasados conectados con el destino de mi pueblo, y el mismísimo polvo bajo vuestros pies responde más amorosamente a nuestras pisadas que a las vuestras, porque son las cenizas de nuestros antepasados, y nuestros pies descalzos están conscientes del roce benévolo, pues el suelo está enriquecido con la vida de nuestros parientes.

Los difuntos guerreros, las afables madres, las muchachas de corazón alegre, y los niños que vivieron y se regocijaron aquí, y cuyos nombres propios ahora se olvidaron, todavía aman estas soledades, y su honda rapidez en el crepúsculo crece sombríamente con la presencia de espíritus morenos.

Y cuando el último piel roja haya sucumbido en la tierra y su memoria entre los hombres blancos se haya vuelto un mito, estas cosas tendrán enjambres de los invisibles muertos de mi tribu, y cuando los hijos de vuestros hijos se crean solos en el campo, en la tienda, en los negocios, por los caminos o en el silencio de los bosques, no estarán solos. En ningún lugar de la tierra hay sitio alguno dedicado a la soledad. De noche, cuando las calles de vuestras ciudades y aldeas estén silenciosas, y piensen que están desiertas, se hallarán atestadas por los huéspedes que regresan, los que alguna vez colmaron y todavía aman esta hermosa tierra. El hombre blanco jamás estará solo.

Dejemos que sea justo y trate bondadosamente a mi pueblo, pues los muertos no son impotentes.

¿Muertos, dije? No existe la muerte, se trata apenas de un cambio de mundos."

Siguieron otros disertantes, pero no tomé notas. La respuesta del gobernador Stevens fue breve. Simplemente se comprometió a reunirse con ellos en un consejo general en alguna ocasión futura para debatir el tratado propuesto. La promesa del Cacique Seattle de adherir al tratado, si se ratificaba alguno, fue observada al pie de la letra, pues siempre fue un amigo solícito y fiel del hombre blanco. Lo que antecede no es más que un fragmento de su alocución, y no posee todo el encanto dado por la gracia y la gentileza del veterano varón orador, y de la ocasión.

Dr. Henry A. Smith.

Crónica publicada en el Seattle Sunday Star, el 29 de octubre de 1887

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