La lucha de clases golpea el mundo
La conciencia y la dirección revolucionaria: cuestiones de estrategia marxista
Una explosión de insurrecciones, levantamientos y rebeliones revolucionarias sacude el mundo. Millones de trabajadores y campesinos, sectores empobrecidos de las capas medias y, destacando por derecho propio, la juventud, han dejado claro que la revolución no es cosa del pasado. Los ejemplos de Honduras, Haití, Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia, Argelia, Sudán, Iraq, Líbano, Hong Kong… muestran una tendencia de fondo y son el espejo en el que se miran el resto de países.
Estos movimientos son el fruto de una profunda crisis social y política. Las contrarreformas salvajes, privatizaciones, recortes, austeridad, una desigualdad sin precedentes en los últimos sesenta años, y ataques autoritarios a los derechos democráticos más elementales han tenido efectos profundos. La conciencia de millones de oprimidos ha experimentado un gran avance alentando un enorme cuestionamiento del orden capitalista. Las luchas actuales muestran un cambio cualitativo, no son meras protestas. Además de poner a numerosos Gobiernos burgueses contra las cuerdas, provocando incluso su dimisión, muestran el potencial revolucionario que realmente existe para la transformación socialista del mundo.
En todos los países citados se han producido grandes huelgas generales que han paralizado la vida económica y social. Todas ellas, sin excepción, han sido impuestas por la presión del movimiento desde abajo, desbordando a las direcciones burocráticas de los sindicatos que se han visto obligadas a convocarlas. Las manifestaciones han sido tan multitudinarias, que los medios de comunicación burgueses no han podido esconder su carácter histórico.
Los métodos clasistas han predominado: huelgas, ocupaciones, cortes de carreteras, movilizaciones de masas, asambleas y comités. En Líbano o Iraq, la unidad en líneas de clase ha prevalecido sobre las tendencias sectarias, arrinconando a las organizaciones integristas. En todas ellas, las masas insurrectas han tenido que enfrentar la brutal represión del aparato del Estado con un arrojo inspirador.
Viendo a los trabajadores y campesinos bolivianos en el Alto, La Paz o Cochabamba resistiendo las embestidas de los golpistas, a la juventud chilena respondiendo con una determinación heroica en las calles de Santiago al Gobierno asesino de Piñera, o a los habitantes de Bagdad saliendo a las calles una y otra vez a pesar de que se contabilizan más de 500 muertos por las balas del ejército …, todavía hay que escuchar a no pocos revolucionarios de salón especulando sobre la falta de “conciencia socialista” y “madurez” del movimiento.
Igual que en las revoluciones precedentes, la burguesía ha comprendido perfectamente la naturaleza de los acontecimientos y está actuando en consecuencia. La tarea de los marxistas no es tomar la lección a las masas, sino intervenir enérgicamente con un programa, una táctica y una estrategia que sirva para avanzar hacia la victoria.
El proceso de toma de conciencia y la dirección
Tanto los partidos de la izquierda reformista, como otros que se hacen llamar “revolucionarios”, no dejan de enfatizar que el problema central de la época actual es el bajo nivel de conciencia de la clase obrera y la juventud y su “pérdida de tradiciones”.
Por supuesto, el derrumbe de los regímenes estalinistas tuvo efectos negativos en todos los ámbitos. Además de alentar una furiosa contrarrevolución ideológica y profundizar el giro a la derecha de las organizaciones tradicionales del movimiento obrero, permitió la imposición de la agenda neoliberal. La incorporación de millones de trabajadores de estos países a la división del trabajo internacional y la apertura de estos mercados a la inversión capitalista, favoreció una notable expansión del comercio y la “globalización”. La combinación de estos factores está detrás del boom económico que se prolongó casi dos décadas.
Sin embargo, la lucha de clases no se detuvo en 1989. Antes del estallido de la Gran Recesión de 2008 grandes acontecimientos marcaron cambios cualitativos en la situación objetiva. La invasión imperialista de Iraq fue uno de ellos. Respondida por un movimiento de masas formidable en Occidente, la propaganda capitalista de “democracia, paz y prosperidad” fue cuestionada en un ambiente de furia contra las aventuras militaristas de las grandes potencias.
También la crisis revolucionaria que sacudió Latinoamérica, con su exponente más avanzado en la revolución bolivariana, el Argentinazo de 2001, el ascenso de las grandes luchas de masas en Bolivia (2003-2005), en Ecuador (2004-2007), o el movimiento contra el fraude electoral en México y la insurrección de Oaxaca en 2006, dejó al desnudo la correlación de fuerzas favorable para romper con el orden capitalista en todo el continente.
Posteriormente, la Primavera Árabe ofreció un ejemplo vibrante de la fuerza de las masas. Dictaduras sangrientas fueron derribadas en Egipto y Túnez, y la revolución se extendió a Siria, Libia, Yemen e incluso Marruecos. Las huelgas obreras y las manifestaciones multitudinarias tomando plazas y calles, se combinaron con los comités de acción. Su impacto internacional fue tremendo, e inspiró movilizaciones como las del 15M en el Estado español y muchas otras. La revolución árabe sembró el pánico entre las oligarquías corruptas de estas naciones y el imperialismo estadounidense y europeo.
Las condiciones para estos estallidos se fueron incubando con el hundimiento de las condiciones de vida de la población, el desempleo estructural —especialmente entre la juventud— y la represión feroz. Despreciar el calado histórico de aquellos acontecimientos es un crimen. Los marxistas somos absolutamente ajenos al desdén aristocrático de la experiencia de las masas.
Todos estos procesos pusieron encima de la mesa la cuestión del poder y por eso la pregunta que debemos hacernos es muy concreta: ¿cuál fue el factor determinante de su fracaso y del triunfo temporal de la contrarrevolución? ¿Fue la “ausencia de conciencia socialista” o “madurez” de las masas, o fueron las traiciones de las direcciones estalinistas, reformistas y nacionalistas, y la inexistencia de un partido revolucionario capaz de ofrecer una estrategia para la toma del poder?
Necesitamos volver a recordar aspectos fundamentales de la teoría marxista. Pensar que la clase obrera y los oprimidos entran en una crisis revolucionaria con un esquema acabado de lucha o con una conciencia clara de sus objetivos políticos es negar la dialéctica de la historia. Trotsky lo explica en el prólogo de su Historia de la Revolución Rusa:
“El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen (…) La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos (…) Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la nueva sociedad, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la vieja...”.
La conciencia nunca expresa de manera automática la madurez de las condiciones objetivas; en general es un crisol que refleja el conservadurismo y la tradición incubados durante generaciones. Sólo en momentos de grandes conmociones experimenta cambios bruscos y se pone a la altura del desarrollo histórico.
En toda sociedad de clases, las ideas de la clase dominante, atiborradas de “sentido común” para justificar el orden establecido, influyen decisivamente en la visión que tienen del mundo los oprimidos. La burguesía ejerce su poder a través de su posición en las relaciones sociales de producción capitalista, lo que le asegura su preponderancia ideológica y cultural. Y la pequeña burguesía juega un papel esencial para la transmisión de estos valores.
Las masas sufren en la revolución la presión del pasado y, a diferencia de lo que piensan los sectarios y doctrinarios, su conciencia no puede ponerse al nivel de los acontecimientos salvo a través de dolorosas experiencias. No todas las capas sacan las mismas conclusiones al mismo ritmo. La conciencia política jamás madura de una forma tan lineal y uniforme. En los acontecimientos revolucionarios el avance en la conciencia se desarrolla a saltos.
La gran diferencia entre la revolución rusa de 1917 y los procesos que hemos señalado no radica en la calidad de la “conciencia” de las masas que las protagonizaron. La diferencia estriba en el papel de los bolcheviques en Rusia —que permitió combatir las tendencias al conciliacionismo introducidas por los dirigentes reformistas y coronar con éxito el derrocamiento del Estado burgués—, y la completa ausencia de una dirección revolucionaria semejante en Túnez, Egipto, Venezuela o Bolivia.
Los oprimidos, y la clase obrera en particular, sólo pueden basarse en sus propias fuerzas para acabar con el viejo régimen. Pero, para adquirir esa confianza necesitan tener una perspectiva clara, que únicamente puede proporcionar una dirección firme y audaz. El papel del un partido revolucionario se transforma en el factor objetivo más decisivo de todos.
No pedir atributos milagrosos a una previa “conciencia socialista” de las masas es clave para orientarse correctamente en los acontecimientos actuales.
Levantamientos revolucionarios
La Gran Recesión de 2008 representó un punto de inflexión en la historia. Las medidas adoptadas por los Gobiernos y los bancos centrales de las grandes potencias, el rescate financiero, el incremento exponencial de la deuda pública y una agresiva agenda de recortes, han fracasado a la hora de crear las condiciones para un crecimiento sólido y duradero; las contradicciones de la economía mundial se han hecho más insoportables, preparando una recaída de consecuencias impredecibles.
Esta es la base material que explica los desarrollos actuales. No estamos ante una crisis política pasajera: lo que está en cuestión son las formas de dominación burguesa de las últimas décadas y, más concretamente, las que se consolidaron después del colapso del estalinismo. La arrogancia de la clase dominante tras la caída del muro se ha convertido en una mueca, y la euforia en incertidumbre.
Los levantamientos revolucionarios de estos meses se han intentado neutralizar siguiendo un patrón común. En primer lugar, la burguesía y sus gobiernos han recurrido a la represión más brutal. En Sudán, Argelia, Iraq, Ecuador, Bolivia, Colombia y Chile hemos visto el empleo de la maquinaria militar y policial del Estado con una violencia salvaje que ha dejado centenares de muertos, miles de heridos y detenidos.
Cuando las medidas represivas fracasan o actúan como un látigo aumentando la determinación de las masas, la clase dominante pone en juego todos los recursos y experiencia que les da el monopolio del poder político. Entonces entran en acción los dirigentes de las organizaciones reformistas de la izquierda que, aunque han sufrido un desgaste muy acusado y han sido desbordados por la acción directa de las masas, siguen manteniendo una influencia significativa. Como la dialéctica materialista enseña, la naturaleza aborrece el vacío.
El sabotaje desde dentro del movimiento, inoculando ilusiones en las “reformas políticas”, tiene el mismo cometido que la represión: aplastar la revolución. Por supuesto, estas direcciones reformistas ponen el cebo de revestir las viejas formas de explotación y opresión con un toque de “democracia”. Cambios cosméticos que no alteran las relaciones de propiedad y de poder.
Este aspecto también pone de relieve la debilidad actual de las auténticas fuerzas del marxismo revolucionario, y la necesidad de no caer en el seguidismo y el oportunismo si queremos romper con esta situación.
Por eso es tan importante comprender el hilo de continuidad entre la Primavera Árabe y el ascenso revolucionario en Latinoamérica en la primera mitad de la década de 2000, con los acontecimientos que hoy sacuden Bolivia, Ecuador, Chile, Colombia, Sudán, Argelia, Líbano o Iraq. La experiencia anterior no ha pasado en balde.
El cuadro de conjunto confirma la imposibilidad de que estas naciones acaben con su atraso económico y la dependencia imperialista sin el derrocamiento revolucionario de sus Gobiernos y del régimen capitalista. Las demandas de la población insurrecta en todos estos países son semejantes y requieren una solución similar.
Romper con la opresión imperialista y con los “paquetazos” impuestos por el FMI y las contrarreformas neoliberales; con el desempleo de masas, la pobreza y las privatizaciones; mejorar drásticamente las condiciones laborales y salariales, y establecer un sistema de pensiones, sanidad y educación públicas dignas; lograr la reforma agraria y el fin del latifundismo, resolver la cuestión nacional sobre la base del derecho de autodeterminación o conquistar los derechos de las mujeres frente a la violencia machista del sistema... sólo será posible si la clase trabajadora, al frente de todos los oprimidos, toma el poder y expropia a la burguesía nacional y al capital monopolista extranjero.
¿Pero eso es socialismo? En efecto, sólo el socialismo abrirá el camino a una auténtica democracia basada en la justicia social y la propiedad colectiva de los medios de producción.
La experiencia chilena
Marx decía que un gramo de experiencia vale más que una tonelada de teoría. Todas las cuestiones de programa, táctica y estrategia revolucionaria se concentran en los acontecimientos chilenos, a los que se debe dedicar una atención meticulosa.
El Gobierno asesino de Piñera está contra las cuerdas. Ni la represión y las promesas fraudulentas, ni los vergonzantes pactos del Partido Socialista con la derecha han logrado parar el movimiento. Tampoco lo ha hecho la política conciliadora de los dirigentes de la Mesa de Unidad Social (MUS), liderada por el Partido Comunista de Chile (PCCh) y la CUT, que se han visto obligados a responder con seis huelgas generales a la presión desde abajo. Asistimos a un levantamiento sin precedentes en los últimos treinta años.
Lo que comenzó a mediados del mes de octubre como una protesta contra la subida de las tarifas del transporte público se ha transformado en un movimiento de una envergadura formidable: huelgas generales y marchas multitudinarias que no cesan. Millones en las calles, comités de acción, cabildos y asambleas populares, muestran las condiciones objetivas para la transformación socialista y ponen sobre la mesa quién detenta realmente el poder.
La correlación de fuerzas es claramente favorable a los trabajadores y los oprimidos. En toda esta ecuación el factor que falta —y que explica que Piñera se mantenga todavía al frente del Gobierno— es una organización revolucionaria con influencia de masas. Este hecho es el que permite que las direcciones reformistas puedan maniobrar ofreciendo constantes balones de oxígeno a un régimen moribundo. Actúan como los doctores “democráticos” del capitalismo chileno, mientras la población continúa batiéndose en las calles.
Desde el primer momento, el Gobierno de Piñera ha respondido con el terror: más de 30 muertos y más de 2.000 heridos, la mitad de ellos por balas, a manos de los milicos y las fuerzas policiales. Cerca de 200 personas han perdido un ojo por los disparos de las fuerzas represivas, mientras los organismos de Derechos Humanos denuncian torturas y violaciones generalizadas en las comisarías. El propio Ministerio de Justicia reconoce la detención de más de 20.000 personas hasta el 1 de diciembre.
En las redes sociales circulan decenas de vídeos que recuerdan la represión sangrienta durante la dictadura de Pinochet, con militares disparando y apaleando a cualquiera que encuentran, aprovechando la impunidad que les otorgó Piñera al declarar el estado de excepción.
Sin embargo, la represión ha sido incapaz de frenar la movilización. La acción contundente de millones en las calles derrotó el toque de queda. Una lección valiosa sobre los límites del Estado burgués por más armamento con que cuente, cuando las masas pierden el miedo.
Reformar algo para que todo siga igual
El levantamiento actual no se puede entender sin analizar lo que ha pasado en estas tres últimas décadas. Siguiendo el modelo de la Transición española, los crímenes de la dictadura de Pinochet quedaron impunes. El aparato del Estado no fue depurado de fascistas, y las direcciones del Partido Socialista y Comunista cedieron vergonzosamente pactando con sus herederos una “transición” que salvaguardara el sistema capitalista y sus privilegios.
Todo el entramado institucional construido tras la caída de Pinochet aseguró las bases de un capitalismo depredador, la supresión de los servicios públicos o su privatización masiva.
Los “socialistas” Ricardo Lagos y Michelle Bachelet aplicaron las mismas políticas neoliberales, abriendo las puertas al nuevo Gobierno de la derecha presidido por una de las principales fortunas de Chile. Una situación que ha provocado un empobrecimiento generalizado y una desafección hacia todo el régimen político.
Ahora, el movimiento ha desbordado todos los diques de contención. Como la represión no ha logrado sus objetivos, a pesar de que ha sido realmente estremecedora, el Gobierno de Piñera recurre a las maniobras. El mismo personaje que declaró que “el país estaba en guerra”, tuvo que pedir perdón, retirar la subida del transporte y proponer un “Plan Social” de mejoras en las pensiones, en el salario mínimo, en el precio de los medicamentos o en las tarifas eléctricas...
Pero estas “concesiones” no engañaron a nadie: se sucedieron nuevas huelgas generales y manifestaciones multitudinarias en la Plaza Dignidad de Santiago (como ha sido rebautizada por el movimiento) y en el resto de las ciudades chilenas. En este punto, la clase dominante dio un nuevo paso y ofreció un pacto para una “nueva Constitución”.
Piñera, las formaciones de derecha y el Partido Socialista firmaron un acuerdo el 15 de noviembre para “reformar la constitución” y organizar un “plebiscito” en abril de 2020. Esta maniobra, para responder a la demanda de “Asamblea Constituyente” que se ha hecho excepcionalmente popular en el movimiento es, sin embargo, un completo fraude.
Según lo acordado, la consulta de abril tendría dos preguntas. En la primera habría que responder si se quiere o no una nueva Constitución; y, en la segunda, se trataría de “opinar” sobre el tipo de órgano que debería redactarla con dos posibilidades: una “convención mixta constitucional”, compuesta al cincuenta por ciento por parlamentarios y por ciudadanos electos para la ocasión; o una “convención constitucional” con todos sus integrantes electos. El órgano constituyente que se elija deberá aprobar las normas y el reglamento de votación por un quorum de dos tercios de sus miembros. La elección de los miembros de las dos posibles convenciones se realizaría en octubre de 2020, conjuntamente con las elecciones regionales y municipales, y una vez redactada la nueva Constitución sería sometida a refrendo. El acuerdo fue bautizado, cómo no, con el nombre de pacto “Por la paz social”.
El Partido Comunista y los dirigentes de la MUS rechazaron firmar el acuerdo, que blanquea al Gobierno y lo salva de cualquier responsabilidad por sus crímenes. Sin embargo, los dirigentes del PCCh en lugar de exigir la dimisión inmediata de Piñera y proponer la huelga general indefinida hasta tumbar el régimen; en lugar de levantar una alternativa revolucionaria para establecer un Gobierno de los trabajadores que responda efectivamente a las demandas del pueblo… están maniobrando para ver cómo se adaptan al pacto y lo “mejoran” respetando las reglas del juego que han marcado Piñera y sus aliados.
En un comunicado del comité central del PCCh del 20 de noviembre, podemos leer:
“(…) Saludamos y respaldamos las expresiones de lucha del pueblo y valoramos altamente la principal articulación y coordinación de movimientos y organizaciones sindicales y sociales reunidos y movilizados en torno a la Mesa de Unidad Social.
Planteamos que ha sido un profundo error del gobierno no dar respuesta a sus planteamientos sobre reformas económicas y sociales ni considerar sus opiniones sobre cambio constitucional. En esta falta de consideración está también el parlamento como institución.
(…) Al respecto, el Partido Comunista exige se aclare, si la premura y la restricción de participación social y política con la que llegaron a acuerdo, estuvo mediatizada o no, por una supuesta amenaza militar. En otras palabras, si la disyuntiva a la Paz era una intervención militar o un nuevo estado de excepción establecido por el gobierno, incluyendo el Estado de Sitio. De ser así, se trataría de una grave coacción al derecho a opinión, a la participación y una afrenta a la democracia.
Aclarado esto, que nos parece imprescindible, para la transparencia del proceso constituyente en curso, el Partido Comunista hará todos los esfuerzos para que sea realmente representativo de la soberanía y diversidad del pueblo chileno, avanzando más allá de lo que contempla el “Acuerdo” de los partidos que lo suscribieron. Por ello se plantea lo siguiente:
1.- En primer lugar, debe establecerse el voto obligatorio para el plebiscito de entrada, para la elección de la Convención Constitucional y para el plebiscito de salida.
2.- Al no existir la posibilidad de que el plebiscito de salida, como ha sucedido en otros países, el pueblo dirima las posiciones distintas que no alcancen aprobación en la Convención; el quorum de 2/3 para aprobar las normas es muy alto. En consecuencia debe establecerse 3/5, con hoja en blanco.
3.- La Convención debe ser paritaria en su constitución, mitad hombres, mitad mujeres.
4.- Deben existir cupos reservados para los pueblos originarios, con padrón electoral especial para el efecto.
5.- Se debe garantizar el derecho a voto de los chilenos y chilenas en el exterior.
6.- Se debe garantizar que puedan ser candidatos a constituyentes dirigentes sociales y sindicales.
7.- Financiamiento público para las candidaturas, incluyendo a independientes, dirigentes sociales y militantes de partidos.
8.- Abrir la posibilidad, mediante una ley especial, para que voten todos los mayores de 14 años.
9.- Los derechos fundamentales deben quedar consagrados en la nueva constitución y no derivados. Si hay disensos deben ser resueltos por el referéndum de salida.
10.- Se debe tomar en cuenta lo avanzado o abrir nuevos espacios para la participación ciudadana en cabildos, una síntesis de cuyas conclusiones deben ser conocidas públicamente.
11.- El Partido Comunista declara que el proceso constituyente y las deliberaciones de la Convención debe estar libre de la coacción de cualquier poder del estado. Y que debe evitarse la represión y la violación generalizada de los derechos humanos ante las manifestaciones populares.
12.- En el “Acuerdo” de partidos, que no firmamos, se ha desechado la Asamblea Constituyente, que ha sido una gran demanda de la ciudadanía y que representa el sentir de la mayoría. La exigencia es que, al menos, a la Convención se le confieran cada una y todas las atribuciones de una Asamblea Constituyente, como originaria de una Nueva Constitución.
Bajo estas premisas y estos planteamientos, el Partido Comunista hará todos los esfuerzos por lograr la convergencia más amplia de voluntades y seguirá contribuyendo a la lucha y las manifestaciones de la ciudadanía y el pueblo.” (la cursiva es nuestra).
La dirección del Partido Comunista, en los hechos, muestra su completa disposición a participar en la maniobra del Gobierno de Piñera.
La Asamblea Constituyente ¿resolverá las demandas de la clase obrera y los oprimidos?
La cuestión central a la que hay que responder es concreta. Tanto la llamada “asamblea constituyente” como la “convención” ¿podrán dar respuesta a las cuestiones que el levantamiento popular ha situado en el centro de la disputa política? Una asamblea parlamentaria con los mismos responsables políticos, ¿resolverá el problema de los salarios de miseria, la privatización de las pensiones, la falta de educación y sanidad públicas, la escasez de vivienda digna y asequible, los derechos históricos del pueblo mapuche o el juicio y castigo a los responsables de la represión?
La dirección del movimiento ha convertido desde el principio la consigna de la Asamblea Constituyente en el punto central. No es algo nuevo en la historia. En los años setenta, los dirigentes estalinistas y socialdemócratas también plantearon esta misma consigna durante la lucha revolucionaria contra la dictadura franquista, o en Portugal tras la situación abierta en abril de 1974. Este ha sido también el planteamiento en la revolución bolivariana en Venezuela, en la Primavera Árabe y en otras muchas ocasiones críticas.
Obviamente, para la población que está jugándose la vida en las calles de Chile esta consigna tiene un contenido muy concreto: romper definitivamente con el actual estado de cosas y transformar radicalmente sus condiciones de existencia. Sin embargo, la “Asamblea Constituyente” solo ofrece un marco parlamentario para “debatir” sobre las cuestiones en litigio.
Un nuevo parlamento capitalista no alterará en nada la naturaleza del poder real, que se concentra en las manos de una oligarquía parasitaria que nadie ha votado ni elegido, y que ejerce su dictadura sobre la sociedad a través de la propiedad de los medios de producción y el control del aparato del Estado. Si este nuevo parlamento —tenga el nombre que tenga— y la nueva constitución respetan el orden capitalista y deja intacto el poder económico de las 10 familias que controlan Chile, nada sustancial cambiará para los millones de trabajadores y jóvenes que luchan heroicamente.
Hace mucho que la historia de la lucha de clases resolvió el debate sobre la “Asamblea Constituyente”. En la revolución rusa de 1917, los bolcheviques no movilizaron a la población oprimida con esta consigna. Rusia era un país mucho más pobre y con una población campesina mucho mayor que Chile, Bolivia o Colombia en la actualidad. Era un país capitalista atrasado en el que sobrevivían relaciones sociales semifeudales.
Los bolcheviques levantaron la consigna de paz, pan y tierra, y la necesidad de que los obreros —encabezando a las masas campesinas— tomaran el poder y establecieran un régimen de democracia socialista. Esa fue la posición de Lenin: expropiar a los capitalistas y los terratenientes y derribar a su Estado sustituyéndolo por un Estado obrero.
Las diferentes etapas por las que pasó la revolución rusa, con todas las diferencias históricas pertinentes, comparten rasgos muy importantes con las que han atravesado todas las revoluciones posteriores, con la salvedad de que una dirección como la bolchevique nunca ha estado presente en las mismas.
En Chile, lo que los dirigentes del PCCh proponen, y tras ellos muchas organizaciones que se declaran revolucionarias e incluso “trotskistas”, es que una “Asamblea Constituyente”, a la que se puede poner todos los adjetivos que se quiera (libre y soberana, libre y popular), pueda acometer reformas fundamentales que, en realidad, sólo pueden ser abordadas mediante la lucha revolucionaria y con los trabajadores en el poder.
La verdad es siempre concreta. ¿Puede darse una “democracia más avanzada” en el marco del capitalismo actual? ¿Van a ceder un ápice de poder los banqueros, los especuladores financieros, los grandes monopolios por el hecho de que una Constitución, redactada mayoritariamente por sus políticos, haga referencias a la justicia social o a la necesidad de ser más equitativos en la distribución de la riqueza? ¡Por supuesto que no! Toda la historia desmiente este utopismo.
Si no se arranca el poder real de las manos de la burguesía, es una completa falacia hablar de reformas progresivas que beneficien al pueblo.
Algunos podrán decir que si se defiende la consigna de “Asamblea Constituyente” es porque la “conciencia” no da para más. Hablarán de ultraizquierdismo para rechazar la posición marxista, y de que no existe la madurez suficiente entre la clase obrera y la juventud para aceptar nuestro programa. En fin, esta ha sido la excusa de siempre: socialismo ayer, socialismo mañana pero nunca hoy.
La realidad refuta este argumento. Las masas en Chile están mucho más a la izquierda que sus dirigentes, y lo han demostrado en cada uno de los momentos decisivos de esta crisis revolucionaria. No es cierto que los trabajadores y la juventud quieran mantener los límites del capitalismo. Saben instintivamente, porque su experiencia se lo ha demostrado, que este es el problema de fondo. Pero sus dirigentes están haciendo todo lo posible por desviar la lucha por los derroteros del parlamentarismo, recurriendo a todo tipo de argumentos y chantajes, entre otros el de una posible asonada militar.
La amenaza de golpe de Estado es presentada por los dirigentes del Partido Socialista, pero también del PCCh y de la CUT como el argumento supremo para no ir “más lejos” y pactar con Piñera. Un comunicado oficial del PS afirmaba que la prolongación de la crisis “corroe los fundamentos de la vida democrática y facilita salidas de fuerza hacia aventuras autoritarias y peligrosos populismos (…) la izquierda democrática debe emprender una decidida batalla ideológica, cultural y política contra esta amenaza que puede pavimentar el camino a una respuesta de toda otra índole: la instauración por las armas de un régimen dictatorial que ‘pacifique’ un Chile arrasado e inerme ante una guerra alimentada por los dos extremos del espectro político”.
Este es el mismo razonamiento que emplearon los dirigentes de la Unidad Popular en 1973. Renunciando a completar la revolución chilena expropiando a la burguesía, y confiando en supuestos militares leales a la Constitución —como el general Pinochet—, intentaron llegar a acuerdos con una supuesta burguesía “patriota”, estrangularon políticamente a la vanguardia obrera, y se negaron a armar al pueblo a pesar de que sabían perfectamente que el golpe militar estaba en marcha.
El resultado de esta “estrategia” se pagó con la sangre no sólo del presidente Allende, también de la flor y nata de la juventud, los trabajadores y la militancia de izquierdas.
Precisamente para evitar cualquier tentativa de golpe militar y responder a las demandas del pueblo lo que hace falta en Chile es una política revolucionaria, que haga consciente a la clase obrera de su inmenso poder y la movilice de manera unificada para derrocar al Gobierno.
Mientras la burguesía habla de “reformar la Constitución”, actúa reforzando su aparato represivo para asestar un golpe al movimiento cuando las condiciones sean más favorables. No en vano, el 7 de noviembre Piñera anunció la puesta en marcha de una nueva “agenda de seguridad” que fortalezca la “eficacia de las fuerzas del orden” contra las “barricadas y el entorpecimiento de la libre circulación”; dar facilidades legales para criminalizar y perseguir “desórdenes públicos”, crear un cuerpo especial de espionaje e infiltración (“inteligencia”) para la prevención de “delitos”, y garantizar la impunidad de los cuerpos represivos (“estatuto de protección para las fuerzas de orden y seguridad”).
La consigna de la Asamblea Constituyente solo arroja arena a los ojos de los oprimidos para desviarlos del objetivo central, y en el caso de que tuviera éxito en centrar las expectativas de cambio en este punto, implicaría arrebatar el protagonismo a la calle (único motor real de cualquier transformación real) y devolverlo a unas instituciones burguesas debidamente maquilladas.
Chile atraviesa un punto de inflexión. Lo que se necesita es romper con la política conciliadora, que actúa como un narcótico paralizante, y construir un partido de los trabajadores con un programa revolucionario. Las condiciones para acabar con Piñera y con su Gobierno, para romper con el sistema capitalista y su legado de desigualdad y represión, y para comenzar a transformar realmente la vida de millones de jóvenes y trabajadores, están dadas.
La tarea del momento es profundizar y dar consistencia revolucionaria al poderoso movimiento desatado. Organizar la huelga general indefinida —con ocupaciones de los centros de trabajo y estudio— y la autodefensa de los trabajadores y la juventud, haciendo un llamamiento enérgico a los soldados para que no repriman al pueblo, creen comités dentro de los cuarteles y paralicen las órdenes de los mandos sumándose a las movilizaciones populares.
En esta estrategia es fundamental extender los cabildos y las asambleas populares, y promover los comités de acción en todas las fábricas, centros de trabajo, de estudio, barrios… Estos organismos deben ser coordinados nacionalmente, mediante delegados elegibles y revocables, en una Asamblea Revolucionaria que elija un gobierno de los trabajadores para romper con el régimen capitalista.
El plan de lucha tiene que ir acompañado de un programa claro: Nacionalización de la banca, de los monopolios y de la tierra, sin indemnización y bajo el control democrático de los trabajadores y sus organizaciones. Educación y sanidad públicas, dignas, gratuitas y universales. Salarios dignos y empleo estable. Derecho a una vivienda pública asequible. Jubilaciones dignas cien por cien públicas, y fin de las AFP. Libertad para todos los presos políticos. Depuración inmediata de fascistas del ejército, la policía y la judicatura: juicio y castigo a los responsables de la represión y los crímenes de la dictadura. Todos los derechos al pueblo mapuche. ¡Por la Federación Socialista de América Latina!
La clase obrera y la juventud chilena están reatando el nudo de la historia poniendo de manifiesto sus tradiciones revolucionarias. Su triunfo será el triunfo de todos los trabajadores y oprimidos del mundo, abriendo el camino para la victoria del socialismo internacional.
Revolución y contrarrevolución en América Latina. El ejemplo de Bolivia
Las lecciones de los acontecimientos chilenos pueden aplicarse de igual manera a Ecuador, a Bolivia o a Colombia.
En Ecuador una insurrección obrera y campesina tumbó el paquetazo del Gobierno reaccionario de Lenín Moreno. Enfrentando una violenta represión, la huelga general incendió el país acompañada de la formación de embriones de poder obrero y campesino en diferentes ciudades. Sin embargo, la lucha cesó temporalmente una vez que los dirigentes de la misma, especialmente los líderes de la CONAIE, se conformaron con el retroceso del Gobierno y la retirada del Decreto 883.
Todo ello no ha supuesto que Lenín Moreno dimita, ni que se juzguen sus crímenes ni a los responsables de la represión. Al contrario, las concesiones de los dirigentes del movimiento cuando todas las condiciones estaban dadas para avanzar e infligir una derrota contundente al régimen, ha permitido a la burguesía recuperar aliento. Asistimos a un incremento de las medidas autoritarias, con la detención de numerosos activistas y la criminalización de los movimientos sociales y las organizaciones más combativas. Obviamente, este ha sido sólo un capítulo de una guerra que sigue abierta y que volverá a estallar en el corto plazo.
En el caso de Bolivia, los trabajadores y campesinos han dado un ejemplo extraordinario de instinto de clase, conciencia revolucionaria y voluntad de lucha contra el golpe de Estado organizado por la oligarquía y el imperialismo estadounidense. Lo único que les ha impedido derrotar a los golpistas ha sido la ausencia de una dirección a la altura de las circunstancias.
Evo Morales y los dirigentes del Movimiento Al Socialismo (MAS) que han gobernado Bolivia durante los últimos 14 años, no sólo renunciaron a encabezar la resistencia al golpe: han sido los primeros en abandonar el campo de batalla huyendo del país o llamando a las masas a la retirada. Finalmente, estos mismos “líderes” han concluido un vergonzoso acuerdo con el gobierno golpista de Jeanine Áñez, responsable del asesinato de 33 personas y de los más de 800 heridos desde su llegada fraudulenta al poder.
El 23 de noviembre, Áñez anunció el pacto con la burocracia de la Central Obrera Boliviana (COB) y otros 73 dirigentes de diferentes organizaciones sociales, en su gran mayoría vinculadas al MAS. El acuerdo fue ratificado al día siguiente en el Congreso y el Senado con el voto favorable de los senadores y diputados masistas, con mayoría clara en ambas cámaras.
Firmado mientras los trabajadores y campesinos todavía enfrentaban la represión, esta capitulación recoge todos los puntos clave que interesaban a los golpistas: anula las elecciones presidenciales del 20 de octubre e impide que Morales y su vicepresidente, García Linera, puedan presentarse a los nuevos comicios y, lo más importante, compromete a todas las organizaciones obreras y campesinas dirigidas o influidas por el MAS a llamar a la desmovilización, aceptando en la práctica la legitimidad al Gobierno contrarrevolucionario.
Las burocracias de la COB y el MAS han conseguido, con su rendición, lo que no había logrado la oligarquía con su represión: frenar la insurrección que se extendía por el país y apuntalar al Gobierno asesino de Áñez. Con ello están asfaltando el camino a los planes de la oligarquía y el imperialismo estadounidense, que ya han puesto en marcha toda la maquinaria para garantizar su victoria en la próxima convocatoria electoral.
Después de lo sucedido, todavía tenemos que escuchar a los dirigentes reformistas y estalinistas de la izquierda latinoamericana e internacional alabando la “responsabilidad” de Morales como el único modo de “impedir la violencia y el derramamiento de sangre”. ¿Y qué es lo que ha sucedido —y sigue sucediendo— en Bolivia desde la llegada al poder del Gobierno golpista impuesto con el apoyo de EEUU, el aval de la UE y el silencio cómplice de la socialdemocracia internacional, salvo violencia contra el pueblo?
“No se podía hacer otra cosa”, “no había suficiente fuerza ni conciencia”. Pero ¿tiene esto algo que ver con la realidad? ¡No y mil veces no! Lo más grave de la claudicación vergonzosa de Morales y los dirigentes del MAS y la COB es que se produce precisamente cuando la insurrección de los trabajadores y campesinos, pese a la negativa de estos mismos dirigentes a impulsarla, estaba extendiéndose de El Alto y Cochabamba, epicentros iniciales de la resistencia, a otras muchas zonas del país, penetrando en la propia Santa Cruz de la Sierra (desde donde los golpistas iniciaron su ofensiva) y creando divisiones en el ejército.
Una estrategia que hubiera extendido los comités, cabildos y asambleas a toda Bolivia, con la creación de milicias populares frente a las bandas fascistas y la policía y el ejército, habría permitido no sólo derrotar el golpe sino imponer un gobierno revolucionario de los trabajadores y el pueblo. No ha fallado la valentía y el arrojo de los campesinos y los trabajadores, sino la política de parálisis y retirada de una dirección completamente degenerada.
Todos los “argumentos” de estos dirigentes desmoralizados y entregados a la defensa de los privilegios que les proporcionan sus escaños, cargos públicos o posiciones sindicales, se reducen a la idea profundamente reaccionaria de que lo que provoca la represión de la clase dominante es la acción de las masas en la calle. Por consiguiente, para calmar o frenar esa represión la solución es abandonar la lucha. De aceptar estas ideas, los esclavos nunca deberían emprender el camino de su liberación.
La clase obrera y el pueblo boliviano han sufrido un duro revés a causa de la política de sus dirigentes, pero no han sido derrotados. Conservan poderosas tradiciones revolucionarias que no se han perdido y que volverán a ponerse al día con más intensidad si cabe.
Miles de luchadores han sacado lecciones de la experiencia de estos últimos años y las están poniendo en práctica en los acontecimientos actuales. En Colombia, el Gobierno de Duque ha sido sorprendido por la huelga general más importante en décadas y un movimiento de masas que ha lanzado un obús a la oligarquía. Bolsonaro ha renunciado temporalmente a poner en marcha sus contrarreformas más agresivas, reconociendo que temen un contagio. Pero tan sólo es cuestión de tiempo que hechos semejantes estallen en Brasil, el país con el proletariado más poderoso de la región, o en la Argentina de Alberto Fernández.
La burguesía pensaba que tenía controlada la situación en América Latina, en África, Oriente Medio y en el resto del mundo. Pero la lucha de clases ha descargado golpe tras golpe para dejar claro que no es cierto.
Un mundo trastornado
El mundo capitalista atraviesa un trastorno generalizado, comparable en muchos de sus rasgos a los años treinta del siglo XX.
La lucha interimperialista por el control de los mercados, áreas de influencia y materias primas, y la guerra comercial entre las dos grandes potencias que se disputan la hegemonía mundial, no ha hecho más que agudizarse.
Las relaciones internacionales están patas arriba: las alianzas se rompen golpeadas por la recesión y la lucha de clases mundial. Los bloques estables del pasado han desaparecido. El Brexit coloca un gran signo de interrogación sobre el futuro de la Unión Europea, hundiendo todavía más al viejo continente en una posición subalterna.
Los conflictos militares interimperialistas que hacen retroceder a países enteros a un estado de barbarie, provocando la muerte de cientos de miles de personas inocentes, el éxodo de millones de refugiados y una nueva balcanización del planeta, señalan el carácter completamente reaccionario de un sistema en decadencia.
La profunda crisis del parlamentarismo, la deslegitimación de la socialdemocracia y de los partidos conservadores tradicionales, la división de la clase dominante, país tras país, y las tendencias bonapartistas y autoritarias de numerosos Gobiernos indican que las formas de dominación “democrática” de la burguesía hacen aguas. El equilibrio interno del sistema capitalista ha saltado por los aires.
Las épocas de crisis aguda marcan la pérdida de la estabilidad de las capas medias y su virulenta oscilación a izquierda y derecha. El auge de la ultraderecha, y la formación de Gobiernos reaccionarios y nacionalistas, reflejan este proceso de enorme polarización, pero también el fracaso de la socialdemocracia y de las nuevas organizaciones que se aferran a la democracia burguesa.
El racismo, la opresión nacional o la violencia contra la mujer están en la base de la ideología de los partidos capitalistas. Las organizaciones populistas y de ultraderecha no hacen más que aprovecharse de todos los prejuicios y planteamientos reaccionarios que anteriormente ha normalizado la derecha “democrática”, con la connivencia y complicidad de la socialdemocracia.
La respuesta de las nuevas formaciones de la izquierda reformista es igual de impotente que el viejo discurso socialdemócrata. Para los dirigentes de Podemos, Syriza, Die Linke, Bloco de Esquerda y otros, la mejor forma de cerrar el paso a la reacción es confiar en el buen funcionamiento del parlamentarismo. Pero es precisamente la incapacidad de la “democracia” capitalista para resolver la crisis, esa misma “democracia” que rescata a los grandes bancos y ampara los recortes y la austeridad, la que crea las condiciones objetivas para una vuelta al nacionalismo reaccionario.
Frente a los llamamientos vacíos que ofrecen los reformistas de todas las especies, los marxistas levantamos un programa de acción basado en la movilización y la unidad de la clase obrera por encima de razas y fronteras, y que liga las reivindicaciones sociales (vivienda, sanidad y educación públicas, salario y condiciones laborales dignas, protección y defensa de los derechos de los inmigrantes, etc.) y democráticas (derogación de todas las leyes bonapartistas y autoritarias impuestas en los últimos años, depuración de los elementos fascistas del aparato estatal, derecho de autodeterminación, etc.), a la lucha contra el sistema y por la transformación socialista.
Aunque el auge electoral de la ultraderecha es una seria advertencia, no es comparable al fenómeno del fascismo de los años 30, que contó con un movimiento de masas organizado y triunfó tras derrotas decisivas de los trabajadores. La base social y electoral de estas formaciones no es tan sólida como aparenta, y la clase obrera —latinoamericana, europea y mundial— todavía está muy lejos de haber agotado su fuerza y potencial para cambiar la sociedad.
La lucha por el partido revolucionario
La representación parlamentaria de una clase oprimida está considerablemente por debajo de su fuerza real. Hace poco tiempo, Piñera se vanagloriaba presentando a Chile como un “oasis” de democracia y estabilidad. Lo mismo decía de Argentina toda la prensa internacional después del triunfo de Macri en 2015, mientras los reformistas y sectarios clamaban por el “giro a la derecha” en el continente.
Las condiciones clásicas de una revolución se han evidenciado en los levantamientos que estamos viviendo: divisiones en la clase dominante, determinación de los oprimidos, los trabajadores, la juventud para llegar hasta el final en la lucha y sacrificar sus vidas, neutralidad o incluso apoyo de las capas medias a la población insurrecta… Pero falta la más importante de toda ellas: un partido revolucionario armado con el programa del marxismo y con influencia entre las masas.
En los grandes combates, un revolucionario no pregunta qué es lo que va a pasar en caso de derrota, pregunta qué hay que hacer para conseguir la victoria. Es posible, es realizable, por consiguiente debe de hacerse. La tarea concreta es cómo transformar, en el curso de estos acontecimientos, las ilusiones que los dirigentes reformistas construyen en torno a reformas políticas cosméticas en un apoyo masivo a un programa para la transformación socialista.
El vacío dejado por la crisis de los partidos socialdemócratas y estalinistas se ha llenado parcialmente con una forma peculiar de “reformismo de izquierdas”, débil y vacilante, que ha demostrado sus limitaciones orgánicas. “En la naturaleza y en la sociedad”, escribió Lenin, “no existen ni pueden existir fenómenos puros.”
Renunciando con velocidad de vértigo a su propio programa en cuanto han conquistado posiciones parlamentarias y de gobierno, esta nueva izquierda reformista ha frustrado las aspiraciones de amplios sectores de su base social.
Syriza, y ahora Podemos, constituyen una buena prueba de lo que decimos. Ambas formaciones se desarrollaron gracias al apoyo de cientos de miles de jóvenes, de trabajadores y activistas. Pero sus filas se nutrieron también de numerosos arribistas que dieron el tono interclasista y descafeinado a su programa y su práctica política. Es el sello inconfundible de la pequeña burguesía para copar la dirección de la movilización social y las organizaciones que esta crea. Una auténtica expropiación política que se repite invariablemente en todas las épocas y situaciones.
Los profesores y los jóvenes ilustrados de la academia, los periodistas, los abogados y todos sus semejantes —muchos de ellos excluidos en el actual reparto del poder institucional y económico— toman el control del movimiento de masas y echan a un lado a los trabajadores, proclamando su inquina contra la acción colectiva de la clase y un culto a la individualidad tan despreciable como su ego desmedido.
Ellos, con su “formación excepcional”, intentan demostrar que se puede cambiar el orden burgués desde dentro, utilizando hábilmente el parlamento y los gobiernos. Pero la clase dominante se ríe de estas estúpidas ilusiones.
Estas formaciones son también el precio a pagar por la debilidad con que las fuerzas del marxismo revolucionario han entrado en este nuevo periodo histórico. Con todo, debemos subrayar que estos partidos surgen como resultado de los efectos brutales de la crisis económica y social, la deslegitimación de las instituciones, y las ansias de una salida revolucionaria que reclaman amplios sectores de los trabajadores, la juventud y las capas medias empobrecidas. El movimiento ha creado su propia herramienta después de intentarlo en sus organizaciones de masas tradicionales.
Tener en cuenta esto es esencial para orientarse correctamente y no caer en el sectarismo. La teoría marxista conserva toda su validez cuando afirma que las direcciones reformistas del movimiento obrero no son un reflejo mecánico de la madurez política de la clase.
“Sólo los 'marxistas vulgares”, escribe Trotsky, “que interpretan la política como un simple y directo 'reflejo' de la economía, pueden pensar que la dirección refleja directa y simplemente a la clase. En realidad, la dirección, que se ha alzado sobre la clase oprimida, sucumbe inevitablemente a la presión de la clase dominante (…) La selección y educación de una dirección verdaderamente revolucionaria, capaz de soportar la presión de la burguesía, es una tarea extraordinariamente difícil. La dialéctica del proceso histórico nos ha mostrado claramente cómo el proletariado del país más atrasado del mundo, Rusia, ha sido capaz de engendrar la dirección más clarividente y valerosa que hayamos conocido. Por el contrario, el proletariado del país con un capitalismo más antiguo, Inglaterra, tiene, hasta el momento, la dirección más servil y lerda (...) Los desilusionados y aterrorizados pseudo-marxistas de todo tipo responden, por el contrario, que la bancarrota de la dirección 'refleja' simplemente la incapacidad del proletariado para cumplir su misión histórica. No todos nuestros oponentes expresan con claridad su pensamiento, pero todos ellos —ultraizquierdistas, centristas, anarquistas, por no hablar de los estalinistas y los socialdemócratas— cargan el peso de sus propios errores sobre las espaldas del proletariado.” (Trotsky, En defensa del marxismo)
La necesidad del partido revolucionario deriva del hecho de que la clase obrera y la juventud no nacen con una comprensión acabada de sus intereses históricos. Por eso mismo, la tarea del partido consiste en aprender de la experiencia de la lucha de clases real e intervenir enérgicamente en ella, demostrando a los oprimidos —y en primer lugar a la vanguardia obrera y juvenil— que es merecedor de convertirse en su dirección.
En todos y cada uno de los procesos de la lucha de clases que estamos presenciando, ya sea en las grandes movilizaciones climáticas, en el masivo movimiento de la mujer trabajadora, en los levantamientos e insurrecciones que recorren el mundo, la juventud aparece como la punta de lanza. Este fenómeno tiene que ver, y mucho, con la renovación que la clase obrera ha sufrido a escala mundial, con la nueva etapa histórica de contrarreformas neoliberales, y con la pérdida de autoridad política de las formaciones tradicionales de la izquierda, políticas y sindicales. Constituye una tarea estratégica llegar a estos sectores para ganarlos a la bandera del socialismo internacionalista.
Es cierto que el genuino programa del marxismo aparece distorsionado ante miles de activistas como consecuencia del colapso del estalinismo, la campaña de mentiras y tergiversaciones de la burguesía y la política de los reformistas. Y esta confusión se alimenta por los prejuicios que vierten los dirigentes pequeñoburgueses de las nuevas organizaciones de la izquierda parlamentaria.
Formar parte de un partido marxista que lucha por el poder obrero choca con el individualismo de la pequeña burguesía radicalizada. El ejemplo monstruoso que la degeneración de la burocracia sindical, socialdemócrata y ex estalinista ofrece, también crea dificultades para la militancia revolucionaria. Pero no es menos cierto que décadas atrás se levantaban otros poderosos obstáculos, cuando existían grandes partidos obreros con la autoridad e influencia suficiente para hacer descarrilar revoluciones en nombre del socialismo, maleducando a toda una generación de luchadores.
Los marxistas somos optimistas porque nos basamos en la dinámica de la historia. Las fuerzas productivas mundiales necesitan un nuevo sistema social que las organice y planifique armoniosamente. Pero el socialismo no caerá del cielo; sólo puede ser el resultado de la acción consciente de la clase obrera y la juventud para derrocar el sistema capitalista.
En el Programa de Transición, escrito en unas circunstancias objetivas excepcionales, Trotsky señaló una idea profunda que hoy es más cierta que nunca:
“Las habladurías que tratan de demostrar que las condiciones históricas para el socialismo no han madurado aún, son producto de la ignorancia o la mala fe. Las condiciones objetivas para la revolución proletaria no sólo han madurado, han empezado a pudrirse. En el próximo período histórico, de no realizare la revolución socialista, toda la civilización humana se verá amenazada por una catástrofe. Es la hora del proletariado, es decir, ante todo de su vanguardia revolucionaria. La crisis histórica de la Humanidad se reduce a la crisis de su dirección revolucionaria.”
Vivimos una época de revolución y contrarrevolución y no hay tiempo que perder.
¡Únete a Izquierda Revolucionaria Internacional!
No hay comentarios:
Publicar un comentario