A los que quieren irse demasiado, y a los que se vinieron demasiado
Por Amaury González Vilera
El domingo paado amaneció con un sol templado y sabroso, sin chubascos mañaneros que dejan la tierra empantanada junto a pozos que aquí y allá se hacen propicios para el brote de los zancudos que portan los virus maléficos.
Buen día para subir las generosas lomas del Guaraira, me dije. Al llegar a plaza Venezuela recordé la reciente inauguración de la nueva línea del metrobus que enhorabuena recorre Simón Rodríguez, Pinto Salinas y Sarría, donde se alzan los inveterados y eternos bloques de Pedro Camejo. Divisé el flamante Yutong (Autobús, Colectivo) en la esquina oeste de la Plaza Bolivia, hice una breve cola y lo abordé. Este nuevo agregado al buen vivir se lo debemos a las comunas en construcción de Sarría, al poder popular, siempre con el apoyo del Gobierno, pensé; también recordé cuando, hace al menos cuatro años, algunas iniciativas de organización y autogestión que florecieron en algunos puntos de la calle Real fueron tildadas como “anarquistas”.
El autobús se detiene frente al bloque 9 y 10 de la urbanización que lleva el nombre del gran filósofo que enseñaba desnudo y despeinado, y que como todo genio fue tachado no pocas veces de diletante delirante. Me bajo y camino en dirección a las escaleras que llevan hacia el teleférico pero también a la avenida Boyacá y de ahí a la energética naturaleza de la montaña. Delante de mí, camina una mujer joven que, me doy cuenta, mide como metro ochenta. Su cabello castaño claro con rulitos recortados más arriba de los hombros, su blanco transparente, mirada ingenua y caminar desenfadado, hace que parezca una niña grande escapada de algún enclave secreto de pueblo Hunza ubicado Galipán adentro.
La muchacha entró a los espacios del teleférico con sus largos pasos, y yo seguí por la cota mil, casi trotando, hacia la pica más cercana en la Florida. El mediodía me había alcanzado y la avenida sería abierta al ansioso tránsito vehicular en pocos minutos. Empiezo mi ejercicio en dirección al Corta fuego. Tengo tiempo que no lo hago, voy sin atore, tranquilo, respirando profundo. Alguna gente viene bajando. Familias, mujeres, hombres, una señora con un perro. De la sede del INE sale una música que se escucha en todo el entorno. Resuena una changa noventosa que deviene en el pop depresivo de los Coldplay; parece una bailoterapia. En eso me cruzo con el Junior, un viejo pana de la época en que todos nos creíamos Michael Jordan cuando jugábamos en el patio trasero del centro materno del bloque 17, con un tablero hecho en casa que permitía arrojadas fantasías voladoras.
Nunca fuimos amigos. Nos identifica, eso sí, ese sentimiento especial de ser parroquia, los recuerdos de los tiempos de primera juventud inconsciente de agresiva competitividad; aunque también la época en que coincidimos en el empleo del banco, donde a veces trabajábamos hasta el amanecer, una vez por semana, para redondear la quincena. Parroquias, aunque ya yo no viva en Sarría y él tenga el firme propósito de irse definitivamente del país, y abandonar el súper-bloque pariente de aquellos del 23.
í, otras veces el saludo se había limitado a un choque de puños sin palabras. Esta vez, me miró con un extraño interés, como si no me estuviera viendo a mi sino a su hermana que salió hace poco del país y que lo está esperando allá donde está, que no le pregunté. Necesitaba como desahogarse, me hablaba de lo jodida que estaba la vaina, que todos sus amigos se han ido incluyendo a su hermana que lo que le dice siempre es que se gradúe pronto, que ese será su boleto al éxito en el exilio.
Me repitió la misma idea de varias formas. Yo contemporicé, pero sin contemporizar. No sé si me explico. Porque el país atraviesa un momento complejo (Frase políticamente correcta). La economía, la economía. Nuevas pugnas entre burguesías comerciales y un nuevo intento de que haya burguesía propiamente dicha, trabajadora, innovadora, productiva. Y este mes hemos tenido un nuevo asesinato, como otros, pero como ninguno. Pero venimos del país de la gran renta, del más inaudito cortoplacismo y de la no menos impresionante oligofrenia consumista. Las cosas se mueven, la balanza tiembla, siguen los reordenamientos económicos y de poder. Pagamos todos por justos por pecadores.
Todos sabemos que este tema de la gente que se quiere ir “demasiado” del país, no es nuevo. Pero, a pulso de calle, tanteando el boca a oreja boca a oreja, los casos o las intenciones de “irse” parecen multiplicarse, aunque puede que sea pura vociferación. Debo decir, que si esta no fuera una cuestión tan politizada, tal vez podríamos tener una charla menos dramática, más sensata, más franca, sobre el hecho de que haya muchos venezolanos pensando y queriendo marcar la milla del país. Por ahora, hagamos algunas reflexiones. Como le dije a mi amiga Alicia, que vive en Australia desde hace algunos años, Venezuela sigue siendo, con todo y los momentos complejos por los que atravesamos como país, una tierra de gracia.
Primero. Históricamente, nuestro país ha sido un abierto receptor, acaso el más generoso del universo, de inmigrantes europeos, árabes y latinoamericanos, para sintetizar groseramente las nacionalidades. De otro lado, entre 2005 y 2010 emigraron 143.000 venezolanos, de acuerdo al informe citado en reseña del diario Últimas Noticiasdel 18 de enero de 2014. Okey, bien. Pero recordemos, sobre todo a aquellos que tienen pasaporte europeo por ser descendientes de españoles, portugueses o italianos y que decidieron irse del país después de que Chávez ganó el referéndum de 2004, que en la segunda mitad del siglo XX llegaron cientos de miles provenientes de España, Italia y Portugal, huyendo del fascismo y de la guerra, en busca de una vida más amable, y este país se las dio.
Ahora bien, esos europeos que llegaron aquí en sucesivas olas migratorias, incluso desde la segunda mitad del siglo XIX a Venezuela, pero también a Argentina, Brasil, Estados Unidos (País de inmigrantes, por cierto), el Caribe, tuvieron razones un tanto diferentes para salir de su país; particularmente razones de vida o muerte, porque era la peste, el hambre, la aniquilación, y no el aburrimiento, el hastío político o una crisis de expectativas. Hay que hacer un balance. Uno imagina que los dueños de las panaderías y restaurantes de La Candelaria, en esos entrañables momentos donde se comparte en la intimidad de la familia, le han hablado a sus hijos sobre las causas que los movieron a venirse a Venezuela. Aunque no todos los europeos que se vinieron se convirtieron en empresarios acomodados, uno imagina la soberana ingratitud que tendría un Ferrari o un Ferreira al decirle a su hijo váyase mijo que aquí no tiene nada que hacer.
Ahora, hablemos un poco, pero solo un poco de las motivaciones, de lo que mueverealmente a la gente a “buscar suerte” en otro país. Y no digo que no haya causas económicas, pero detrás de estas por lo general hay otras más secretas, más raizales. No conozco de los avatares de Junior, de sus amores y desamores; no sé si su vida familiar es satisfactoria, si se despierta cada día en un ambiente contaminado de voces agoreras y profetas del desastre. El lenguaje, lo he comprobado, tiene poder, y ciertas lenguas pueden llegar a ser tan oscuras y dañinas como una guarimba pacífica a la que la paz se le ha ido de las manos. Aparentemente, el pana Junior quiere irse por la “situación del país”.
Discurriendo sobre el origen familiar de Leonardo Henrichsen, el periodista que filmó su propia muerte en pleno ejercicio de su profesión, el escritor Modesto E. Guerrero recuerda que aquellos eran “inmigrantes buscadores de suerte, de nuevos mundos y fronteras para sus sueños”. Literaria y afortunadamente, Guerrero recuerda que había de todo entre esos inmigrantes: estaban los que huían de las miserias de Europa, de sus guerras y revoluciones. Estaban también, aquellos que querían re-comenzar por razones “más personales”: mejores remuneraciones, “o porque los inspiraba un plan para fundar repúblicas imaginarias, o colonizar nuevos dominios imperiales”.
Además, estaban aquellos que se lanzaban al océano jalados por motivaciones “más intimas”. En este punto podemos preguntarnos, en una sociedad más motolita de lo que parece ¿Acaso la motivación última para todo emigrante ―que no sea un perseguido a muerte― no es una razón anclada en lo íntimo de su ser, incluso una razón que puede no comprender? Sabemos, por Pascal, que el corazón tiene razones que la razón no puede entender. Y los hay y conozco algunos casos de emigrantes que lo que llevan es una pena en el corazón, alguna frustración amorosa, “penas inconfesas del alma”, la letra de un tango que nadie más puede saber o el sabor de una salsa que ha perdido el erotismo. Añadamos los vacíos existenciales y el deseo de romper con insoportables rutinas, ruinosas para el cuerpo y el alma. Claro, lo ideal es romper con la alienación en el propio territorio. La lectora, el lector, puede a partir de aquí sincerarse consigo mismo, y elucubrar sobre alguna razón localizable en el campo de lo metafísico o irracional, si así le parece.
He leído, además, que la gente que sale del país es la gente “mejor cualificada”, profesionales en el 90% de los casos y muchas veces con maestría. En este punto, me limitaré de buen grado a recordar lo que sobre estos temas decía nuestro filósofo Simón Rodríguez a propósito de su aniversario 245. Además, mi intención no es agotar tan interesante tema, usted es tan libre de irse poco como de irse demasiado, y también de decir que hay una dictadura y decirlo a través de todos los medios privados del país, que son la mayoría.
El país no solo necesita profesionales que quieran un buen sueldo en una empresa privada o aterrizar en un lucrativo cargo gubernamental con gran “margen de maniobra”. Necesita gente preparada, sí (Todo un debate y todo un cliché esta palabrita hoy en día), pero con la capacidad de asociación y el nivel de confianza necesario para crear y desarrollar empresas en el país. Que si las condiciones óptimas para ello (Otro debate aquí). Porque todos se deslumbran con Dubai o la inverosímil Shanghái, y muchos se preguntan ¿Por qué nosotros no podemos ser así? Como decía Robinson, se enseña para decir, se educa para hacer.
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