HUGO CHAVEZ
Y NUESTROS HIJOS
(A Xio Ramírez)
Federico
Ruiz Tirado
Escribe
una querida amiga en el face que su pequeño hijo, quizás como suele hacerlo el
adulto aburrido o descansando en la cama, comenzó a cambiar los canales del
televisor y de pronto se detuvo en la retransmisión de un Alo Presidente.
Fijando la mirada en nuestro inolvidable comandante, preguntó a la abuela:
“¿Chávez ya despertó?”. Se impuso un silencio profundo, desconcertante ante la
inocencia del pequeño, hasta que la abuela le respondió con unas palabras que
aún deben revolotear en ese “yo” secreto de los niños; ese que no tiene
lenguaje ni divertido ni fascinante sino que es pensamiento puro: “No, hijo –le
dijo- él nos despertó a todos”
Mi hija
cuando tuvo 5 años me preguntó una vez en el Cuartel de la Montaña, frente al
Mausoleo donde “duerme” Hugo un sueño de epopeyas, truenos errantes, canciones
y voces políglotas, pesadillas tramadas en mundos poblados de humanos
sobrevivientes a las guerras y a la pobreza, de heroísmos y congojas; ese sueño
tumultuoso que duermen los guerreros, los inmolados, los mártires, los
imprescindibles, que el servilismo burocrático cuelga en paredes pulcras de
ostentosas oficinas sus imágenes para entregarse al porvenir del dinero sin
pasaportes morales; ese sueño llamado “eterno”, pero que con frecuencia se
levanta y toma el camino opuesto para integrarse a nuestra cenas y entrar por
la puerta sin anunciarse, a nuestra vida diaria y alarga su mano para saludar y
su voz para preguntar, creando imágenes sutiles de su andar por las calles,
interrogando otras voces, escrutando, rastreando de vuelta sus propias huellas
a plena luz de día.
“¿Puedo
verlo, Papá”?, me dijo Natalia fijando sus ojos en los míos, por donde corrían
torrentosas lágrimas, pero extrañamente como un río arrebatado, saladas e
interrogativas. ¿Qué carajo te hicieron, hermano?, me dije, le pregunté. “Hay
muchas formas de verlo, hija”, le expliqué a Natalia. “Por ahora está
durmiendo”.
La más
esencial y difícil, pensé, era explicarle que su ausencia es un dolor cuya
tuerca nos aprisionó con él y no podemos girarla entre ella y yo. Ella siguió
preguntando con curiosidad y yo sentí que debía enseñarla a comprender la
verdad. Entonces le confesé: Hugo se murió y no va a volver nunca. Ella hizo
silencio y vimos cada rincón del Cuartel.
En la
noche, en casa, buscó un xilófono, y mientras yo lloraba tirado en la cama,
compuso canciones que jamás había escuchado. Lo hizo mientras yo lloraba. Y me
dijo de una manera tan infantilmente incomprensible para mí: “Ya, Papá, a mí no
me gusta que los hombres lloren. Lo veremos por televisión”.
La
ausencia, la no presencia física de Chávez en los niños que viven o conviven en
familias chavistas probablemente sea tan sentida como la de los adultos, pero
más enigmática psicológicamente, le dije a mi amiga: lo ven por la tele, nos
escuchan hablando de él constantemente, salen a la calle y lo ven en las
paredes, en la ropa de la gente, en la piel. Por ejemplo, mi hija ve con
curiosidad y en silencio la firma tatuada de Hugo en el brazo de su hermano
mayor y de su compañera. Hugo es un arquetipo del Padre, no hay duda. Es el
árbol, el tronco, la raíz de un país que estaba en estado de coma, de orfandad
y pobló el imaginario de todos de esperanzas y vigor, y ahora que no está, su
ausencia tiene visos emocionales tremendos, tanto en la vida política como en
la vida diaria. Es un duelo quemante. No como el amoroso, porque en éste uno
puede encontrarse al otro en la venta de verduras comprando perejil. El duelo
amoroso puede incluso a llegar a convertirse en una poderosa liberación de la
enajenación que a veces produce el amor y la persona puede enamorarse otra vez
con más sabiduría, con otros elementos amatorios y ser medianamente feliz,
estar cómoda, serena, sin los sobresaltos de la crisis tradicional de la
pareja. Pero el duelo de o por la muerte del Padre (en este caso de su
arquetipo) es un hondo vacío que de vez en cuando, a veces a diario, te hace
una emboscada mientras te duchas o conversas sobre el clima, la moda o sobre
esa frase de García Márquez: “Hoy huele a domingo”.
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