EL DISCRETO ENCANTO DE LA AUTOCENSURA
Federico Ruiz Tirado
La autocensura remonta su origen al momento en el cual el verbo y la carne se encontraron. Parece ser que antes, él (verbo) y ella (carne), retozaban independientes por su respectivo lado de la cama y eran felices e indocumentados cual Gabo y Gaba silvestres. No importa si la carne era del cordero o de El Cordero, pero el verbo siempre ha sido el mismo porque en principio fue Él; al menos en esta Babel llamada Occidente como sinónimo de cultura universal predominante. Luego, ese verbo cosmogónico se convirtió en oficio de poetas, literatos, charlatanes, jurisconsultos, cortesanos; que a su vez evolucionaron -según leyes de la mayor fortaleza animal aplicada al progresismo social-, en parlamentarios, periodistas, dueños de medios, e intelectuales; más o menos relevantes según el lugar ocupado en el espacio-tiempo del estamento burgués.
Por debajo de nuestro suelo mucho petróleo ha corrido; tanto, que somos un país anclado en mene y suspendido en sus efluvios contaminantes, desde que los bichos de uña en el rabo del cordero, nos herraron en el pellejo, a cruz de fuego española, el cuento aquel del verbo hecho carne. Junto el miedo al Diablo, el temor al castigo, y la esperanza en la vida eterna, nació la autocensura, que es como decir la mentira a uno mismo, o una misma, según sea el caso.
En medio siglo de democracia madrastra, las generaciones hijastras se acostumbraron al disimulo y a la corrección política convenida en el Estado de Derecho consagrado en la Constitución puntofijista, y su parlamento bicameral de los notables -godos y mantuanos viejos- por un lado, y por el otro; sus pupilos mozos adecopeyanos. La autocensura expresaba miedo al censor gubernamental; miedo al patrón dueño del medio; miedo a la homicida represión policial; miedo a quedar aislado entre colegas de cualquier gremio; miedo al miedo.
En catorce años de Revolución Chavista la expresión libre tomó por asalto la institucionalidad; se apropió de calles y paredes para declarar las ganas de ser pueblo enseñándole al mundo que manso no es igual a pendejo, al menos no por estos lares de incesante primavera. Chávez siempre escuchó la risa de los niños y atendió la picardía de las niñas tuteándolo y llamándolo Chávez; al hombre más universal de estos tiempos, el que, ejerciendo nuestra vocería se le plantó de frente al dominio imperial USA, en su propio terreno y en todo el territorio planetario.
Chávez no le hacía espacio a la autocensura, al contrario: su libérrimo modo de ser y hacer, apremiaba sinceridades, fustigaba opiniones, instigaba inconformidades. Pelearnos con Chávez era una obligación y un placer para quienes lo amábamos, si él se molestaba, luego olvidaba o se reconciliaba. Ni cien vidas le hubieran alcanzado para acumular miserias, por eso no lo contaminaron los miserables del entorno, ni logró el enemigo contaminarle su miseria atávica.
Pelearnos con Chávez nos fortalecía: él sabía leer y responderle al amigo peleón. Pelear contra Chávez lo fortalecía: él descifraba magistralmente la acechanza enemiga y contraatacaba; ya lo dijo Fidel. Pelearnos con Chávez, o pelear contra Chávez, fortalecía nuestra Revolución antimperialista, antifascista, socialista; a veces bonita, a veces fea, siempre dura. Más dura, áspera, y enconada, ahora que Chávez no está entre nosotros, sus ojos íconos nos miran fijamente y la Revolución reclama su vivacidad.
Ahora, en estos tiempos muy difíciles, los más difíciles conocidos y por conocer, es cuando la autocensura exhibe su discreto encanto: embaucar al enemigo de clases; el explotador, el anticomunista, el Cardenal, el pederasta célibe, el lameculos de burgués, el infiltrado de izquierdas, el infiltrado de derechas, el burócrata, el corrupto, el tendencioso, el antichavista.
Al enemigo ni agua, ni una palomita, ni malos ojos; cualquier coincidencia con el enemigo es complicidad, la historia abunda en evidencias. La más cercana en tiempo y dolor es la chilena porque su desenlace en La Moneda cimentó la leyenda ideológica del marxismo lobo de los marxistas, leyenda que no podemos reeditar cayéndole a palos al Presidente Maduro, en nombre de la libertad individual de hablar paja, mientras nadie le pare el trote a nadie y no haya consecuencias. Después de aquel “por ahora”, la irresponsabilidad política, cuando no es práctica de la contra, es ejercicio de imbéciles. La guerra asimétrica va, del tufo en las axilas hasta la invasión; del papel periódico recortado en cuadritos, a los drones; de la escasez de toallas sanitarias, a la inoculación del cáncer.
La guerra asimétrica incluye entre sus operadores a los genios del rumor; a los creativos de consejas; a la inteligencia estúpida del que todo lo sabe, porque todo lo cree, y todo lo repite. La guerra asimétrica incluye entre sus mejores operadores a los sociologizadores y generalizadores de aulas, de pasillos, de oficinas, de micrófonos. A quienes no aguantan una pedida de Pablo Medina para afirmar su insensatez con otras palabras; a quienes no hacen las colas decretadas por FEDECÁMARAS y sus testaferros contrabandistas, pero se quejan desde su poltrona de jubilados universitarios; a quienes piden eficacia revolucionaria y son abstencionistas porque sí; a quienes desde su “larga trayectoria” ven a Chávez y a Maduro de reojo con el izquierdo; a todos ellos les cae y les chupa la autocensura de quienes, con todo y la procesión por dentro, confían en que la Revolución es del pueblo, y el venezolano la comenzó con Chávez a su lado, porque en un país petrolero como el nuestro, detenta el poder quien controla el petróleo, y sólo un soldado con el pueblo ejército, pudo iniciar esta revolución pacífica pero armada para asumir el control del petróleo y su poder movilizador antimperialista, antifascista, socialista.
En nuestra Revolución Chavista, la economía no puede atender a los parámetros capitalistas de distribución financiera, sino a la fuerza movilizadora de los recursos, y eso es mucho más complicado que elaborar presupuestos, y llevar libros de egresos e ingresos. El discreto encanto de la autocensura en tiempos de guerras asimétricas y masacres sionistas, está en morderse la lengua para no hablar pendejeras que le hagan coro a los enemigos históricos de la humanidad.
Por debajo de nuestro suelo mucho petróleo ha corrido; tanto, que somos un país anclado en mene y suspendido en sus efluvios contaminantes, desde que los bichos de uña en el rabo del cordero, nos herraron en el pellejo, a cruz de fuego española, el cuento aquel del verbo hecho carne. Junto el miedo al Diablo, el temor al castigo, y la esperanza en la vida eterna, nació la autocensura, que es como decir la mentira a uno mismo, o una misma, según sea el caso.
En medio siglo de democracia madrastra, las generaciones hijastras se acostumbraron al disimulo y a la corrección política convenida en el Estado de Derecho consagrado en la Constitución puntofijista, y su parlamento bicameral de los notables -godos y mantuanos viejos- por un lado, y por el otro; sus pupilos mozos adecopeyanos. La autocensura expresaba miedo al censor gubernamental; miedo al patrón dueño del medio; miedo a la homicida represión policial; miedo a quedar aislado entre colegas de cualquier gremio; miedo al miedo.
En catorce años de Revolución Chavista la expresión libre tomó por asalto la institucionalidad; se apropió de calles y paredes para declarar las ganas de ser pueblo enseñándole al mundo que manso no es igual a pendejo, al menos no por estos lares de incesante primavera. Chávez siempre escuchó la risa de los niños y atendió la picardía de las niñas tuteándolo y llamándolo Chávez; al hombre más universal de estos tiempos, el que, ejerciendo nuestra vocería se le plantó de frente al dominio imperial USA, en su propio terreno y en todo el territorio planetario.
Chávez no le hacía espacio a la autocensura, al contrario: su libérrimo modo de ser y hacer, apremiaba sinceridades, fustigaba opiniones, instigaba inconformidades. Pelearnos con Chávez era una obligación y un placer para quienes lo amábamos, si él se molestaba, luego olvidaba o se reconciliaba. Ni cien vidas le hubieran alcanzado para acumular miserias, por eso no lo contaminaron los miserables del entorno, ni logró el enemigo contaminarle su miseria atávica.
Pelearnos con Chávez nos fortalecía: él sabía leer y responderle al amigo peleón. Pelear contra Chávez lo fortalecía: él descifraba magistralmente la acechanza enemiga y contraatacaba; ya lo dijo Fidel. Pelearnos con Chávez, o pelear contra Chávez, fortalecía nuestra Revolución antimperialista, antifascista, socialista; a veces bonita, a veces fea, siempre dura. Más dura, áspera, y enconada, ahora que Chávez no está entre nosotros, sus ojos íconos nos miran fijamente y la Revolución reclama su vivacidad.
Ahora, en estos tiempos muy difíciles, los más difíciles conocidos y por conocer, es cuando la autocensura exhibe su discreto encanto: embaucar al enemigo de clases; el explotador, el anticomunista, el Cardenal, el pederasta célibe, el lameculos de burgués, el infiltrado de izquierdas, el infiltrado de derechas, el burócrata, el corrupto, el tendencioso, el antichavista.
Al enemigo ni agua, ni una palomita, ni malos ojos; cualquier coincidencia con el enemigo es complicidad, la historia abunda en evidencias. La más cercana en tiempo y dolor es la chilena porque su desenlace en La Moneda cimentó la leyenda ideológica del marxismo lobo de los marxistas, leyenda que no podemos reeditar cayéndole a palos al Presidente Maduro, en nombre de la libertad individual de hablar paja, mientras nadie le pare el trote a nadie y no haya consecuencias. Después de aquel “por ahora”, la irresponsabilidad política, cuando no es práctica de la contra, es ejercicio de imbéciles. La guerra asimétrica va, del tufo en las axilas hasta la invasión; del papel periódico recortado en cuadritos, a los drones; de la escasez de toallas sanitarias, a la inoculación del cáncer.
La guerra asimétrica incluye entre sus operadores a los genios del rumor; a los creativos de consejas; a la inteligencia estúpida del que todo lo sabe, porque todo lo cree, y todo lo repite. La guerra asimétrica incluye entre sus mejores operadores a los sociologizadores y generalizadores de aulas, de pasillos, de oficinas, de micrófonos. A quienes no aguantan una pedida de Pablo Medina para afirmar su insensatez con otras palabras; a quienes no hacen las colas decretadas por FEDECÁMARAS y sus testaferros contrabandistas, pero se quejan desde su poltrona de jubilados universitarios; a quienes piden eficacia revolucionaria y son abstencionistas porque sí; a quienes desde su “larga trayectoria” ven a Chávez y a Maduro de reojo con el izquierdo; a todos ellos les cae y les chupa la autocensura de quienes, con todo y la procesión por dentro, confían en que la Revolución es del pueblo, y el venezolano la comenzó con Chávez a su lado, porque en un país petrolero como el nuestro, detenta el poder quien controla el petróleo, y sólo un soldado con el pueblo ejército, pudo iniciar esta revolución pacífica pero armada para asumir el control del petróleo y su poder movilizador antimperialista, antifascista, socialista.
En nuestra Revolución Chavista, la economía no puede atender a los parámetros capitalistas de distribución financiera, sino a la fuerza movilizadora de los recursos, y eso es mucho más complicado que elaborar presupuestos, y llevar libros de egresos e ingresos. El discreto encanto de la autocensura en tiempos de guerras asimétricas y masacres sionistas, está en morderse la lengua para no hablar pendejeras que le hagan coro a los enemigos históricos de la humanidad.